29 mayo, 2011

Huayamilpas Blues



Soy el pájaro manco de la suerte.

Orlando Guillén

De vez en cuando desapareces del circuito social de las fiestas y te sientes como un ermitaño en proceso de putrefacción. Llega el viernes y te pones a trabajar horas extras, y el sábado y el domingo son días para hacer la chamba que no pudiste sacar el resto de la semana. Y en medio de ese miserable desierto, ya que te acostumbraste a la chinga, aparece medio mundo con chelas y ganas de platicar.

Así llegó Ale Ahumada, mi amiga moreliana, que casualmente andaba por el Defectuoso porque vino a hacer su examen para entrar a la maestría. Entre plática y plática, la Ale me enseñó una página de Internet en donde la idea es transformar un espacio urbano (en este caso un balcón) en un espacio para los músicos subterráneos de diferentes ciudades alrededor del mundo, incluyendo México (si quieren saber qué pedo, PÍQUENLE AQUÍ).

En esa página escuché a Ampersan (by Kevin García y Zindu Cano), una banda electroacústica hija del fandango y de la poesía. En su presentación de BalconyTV, escogieron un poema musicalizado de Orlando Guillén. Orlando forma parte de una raza perdida de poetas underground, el último punk de su especie. Solo por esta razón tenía que conocerlos. Así fue como me enteré (tarde) de un concierto de ellos en una casa del barrio de la Candelaria.

El evento se llamaba No llores por mí Huayamilpas (3 fines sin fin). Ya habían pasado dos fechas y solo quedaba el concierto de Tomás nomás y los de atrás y Mamá Pulpa (tenía años que no escuchaba noticias de esta banda), y me lancé con dos compas a ver qué pex.

En la puerta nos recibió Zindu Cano en persona; había poca banda pero bien instalada. Nosotros hicimos lo propio y nos armamos de chelas y mojitos de Antillano mega cargados. En la planta baja de la casa habían montado el escenario. Los nombres de los grupos dibujados con gis en la pared del fondo y la piñata de diablito colgada a un costado me recordaron los conciertos del ES3, allá por Las Tlalnepantlas.

Tomás nomás es todo un show man; ataviado con su traje hecho de jerga y su sombrerito de pachuco tiene una irreverencia y un humor ácido y orgánico. Por ejemplo, una de sus canciones (“Pelo de peluche”) está dedicada al vello púbico y dentro de su repertorio hay una cumbia con un solo de ganso (lástima que no se pueda escuchar todavía en su myspace). Este don podría ser el tío perdido de músicos como el Armando Palomas o el Nono Tarado.

En el ínter entre una banda y otra, la casa de Huayamilpas se llenó de personajes infrarrealistas y uno que otro poeta descarriado (saludos al Carlitos). Cuando se arrancó Mamá Pulpa, había personal suficiente para armar el slam. Noté que su sonido se había vuelto más fresquesón, menos skatero y con una limpieza instrumental que es la pura sabrosura.

El momento estelar de la noche, sin embargo, fue cuando alguien le puso una jarana en la mano a nuestro amigo Juan Fridman, ex jaranero y guitarro de Klezmerson y se armó el fandango con los Ampersan y demás banda huapanguera. No conocía a los fandangueros de la casa de Huayamilpas en acción, y ahora que los he escuchado puedo decir que algo está pasando en el barrio de La Candelaria, algo bueno para la poesía, para la música tradicional y para la cultura del sur de la ciudad. Por cierto, buen viaje a Ampersan que se van a rolar por Europa tres meses: hagan vibrar a todos con su blues, porque el son huasteco también es blues y ustedes saben cómo sacarle sangre a las cuerdas de la guitarra.

26 mayo, 2011

Cómo nunca conocí a Leonora Carrington


Habían pasado cuatro años desde que Kurt Cobain se había volado la cabeza con una shotgun. En aquel tiempo estudiaba por las mañanas en la UNAM y por las tardes en la Escuela de Escritores de la Sogem. Mi amiga Arabel leía El séptimo caballo en uno de esos días en que el maestro llegaba tarde y los alumnos fumaban. Se lo pedí prestado porque sabía que Leonora Carrington pintaba (con un estilo muy parecido al de Remedios Varo, solo que con caballos en lugar de gatos), pero no tenía idea de que escribiera.

Sus cuentos transpiraban surrealismo y me gustaron. Me latió sobre todo la historia de un esqueleto que se quitaba la carne, se salía a pasear y en algún momento un profesor de química se lo quería llevar con él (sería un buen cuento para publicar en el blog, pero como no le he pedido permiso a los herederos, mejor búsquenlo en Google Books). Ese libro de Arabel fue el primer acto.

Años más tarde, en uno de esos momentos en que andaba desempleado y jodido como buen joven escritor no alineado a la República de Nexos, mi amigo Lenin Fajardo (alias Lencho, alias Leña) me invitó a sacar una chamba con él en Indianilla. Trabajar con Leña es como estar en un barco maquiladora chino: estás tres días sin dormir, dándole la vuela a un tórculo y mojando papel. Entre registro y registro, me dijo que tenían un proyecto de los hijos de Leonora Carrington, y otro de la misma Leonora, pero a esas alturas, ella solo les planteaba una idea y ellos la desarrollaban (ya estaba viejita, pues). De cualquier manera nunca conocí a Leonora o a sus hijos, pero estuve cerca. Este sería el segundo acto.

Hoy, en el Twitter la noticia de la muerte de Leonora Carrington a los 94 años fue la locura. Las comparaciones con Remedios Varo fueron la comidilla de los twitteros, finalmente es imposible obviar el estilo que tienen ambas pintoras. Sin embargo este día pertenece a Leonora e imagino que los astronautas extraterrestres que aterricen en Chapultepec cuando la raza humana se haya extinguido encontrarán en sus esculturas enigmas apócrifos de aquella mujer que ya cabalga en el paraíso surrealista, liberada de la carne como un esqueleto feliz que se encuentra avellanas que escupen anfibios y le crece un detector de calabazas en la cabeza.


22 mayo, 2011

Epidemia y Colorín, colorado



Epidemia

La piel del anciano se confunde entre los pliegues de las sábanas arrugadas. Es del mismo color y de la misma textura. El médico le toma el pulso, le coloca el auricular del estetoscopio debajo de la camisa, escucha sus débiles tup-tups y le aplica una inyección en el brazo. Una larga fila de personas espera su turno, algunos más enfermos que otros. Los más graves son solo un amasijo de esparadrapos sucios y desahuciados.


Colorín, colorado

Bajamos al sótano con un candelero en la mano. Entre todos cargamos una estaca de plata. Podemos escuchar un corazón latiendo en la obscuridad. Es enorme y pulposo como el de un tiranosaurio.

Lo iluminamos con la llama trepidante de la vela. Las manos nos sudan; la adrenalina aceita nuestros músculos. Contamos hasta tres en voz baja y asediamos con el ariete el tejido cardiaco.

El ogro siente un punzón en el pecho y se derrumba vomitando esputos sanguinolentos. El libro de cuentos de hadas cae con las tapas boca arriba. Uno de los ogritos acerca su oreja a los lomos del libro. Puede escuchar el ritmo acelerado de un corazón más pequeño idéntico al suyo. Contamos hasta tres.

La primera imagen es de Zdzisław Beksiński, la segunda de Todd Schorr.

13 mayo, 2011

Chalchihuatl

Desde la Reforma Burocrática de 1985 nunca había necesitado realizar un trámite en la Oficina de Plegarias. Se trataba de algo costoso y dilatado que no garantizaba la aprobación de mi pedido. Pero no había otra solución. Mis vacas estaban muriendo envenenadas.
          Esto se debía a la envidia que tan occidentales bovinos acarreaba a los vecinos de Mixquic, apegados a sus totoles y llamas, desconfiados de cualquier cosa venida de los reinos de los dioses europeos, o como los llamamos aquí, los Mil Cristos. Mis sospechas se centraban en la vieja Xóchitl, chamana de la Escuela Omecíhuatl. Defendía a grito pelado, más virulenta que los demás macehuales conservadores del barrio, el derecho originario de los habitantes del Anáhuac a utilizar sus propios recursos y rechazar los externos (con la excepción de los venidos del sur, como las llamas, alpacas, papas y textiles del Gran Reino Inca).
          En vano había acudido al Consejo de Ancianos, la Comisión Reguladora Chamana y la Asamblea Mesoamericana de Tlatoanis, ninguno quiso defender a un campesino de chinampa con el atrevimiento de utilizar un animal que traía inmediatamente a la memoria la Guerra de los Trescientos Años. Los blancos, durante la ocupación de Veracruz y Tlaxcala, trajeron consigo caballos, chivos y vacas, pero todos estos animales fueron sacrificados cuando nuestras fuerzas expulsaron al enemigo en el año de gloria de 1821, y durante el siglo siguiente nadie en su sano juicio hubiera siquiera propuesto mandar traer ganado del otro lado del mar.
          Las subsecuentes restauraciones, culminadas en la Cumbre Divina de Teotihuacán de 1917, trajeron mayor tolerancia a nuestro pueblo y la autorización, al menos legal, de utilizar recursos y tecnología de cualquier sitio del mundo. Las ciudades nómadas del norte, tarahumaras, apaches, mohicanos, sioux, importaron caballos en grandes cantidades y liberaron a la mayoría. Es un chiste recurrente decir que en sus vastas praderas pastaban más equinos que bisontes.
          Ningún prejuicio sintió Wakan Tanka o sus primos divinos, al contrario, el caballo se convirtió en símbolo de nobleza y fuerza de voluntad. Célebres chamanes optaron por este animal como primer nahual y pronto se les consideró tan propios como los coyotes, las águilas cabeza blanca o los monos aulladores.
          Y yo, un humilde campesino chinampero, descendiente de una familia de macehuales que luchó la Guerra de los Trescientos Años y fue condecorada por nuestro señor Huitizilopochtli en 1874, cediéndole como recompensa esta pequeña zona del sur de Chalco, únicamente deseaba mayor fuerza económica para mantener a mis siete hijas, trabajadoras como las que más pero sin la fuerza física para hacerse cargo de la milpa.
          Las vacas, que me costaron una fortuna en sacos de maíz y cacao, eran fáciles de cuidar, producían leche y su carne era comprada sin reservas por los comerciantes de Tlatelolco, que la cocinaban en hornos de tierra y vendían para pozole y tacos. Todo marchaba bien, sin embargo un domingo de penitencia la anciana Xóchitl, frente a todos, me acusó de pervertir creencias ancestrales e ir contra los designios de nuestros padres y su sangre vertida para mantenernos a salvo de las garras de los Mil Cristos.
          Mencioné mis antepasados muertos en la guerra, hablé de la recompensa de nuestro señor Colibrí Zurdo y las bendiciones de Señora de los Partos sobre mi esposa e hijas, pero la pérfida lengua de Xóchitl ya había envenenado a mis vecinos. Pronto toda la zona de Chalco murmuraba mentiras y vituperios contra mi familia. Según ellos escondía un símbolo de la cruz dentro de mi casa. Otros decían haberme visto ofrecer becerros en sacrificio a los dioses barbados de los blancos. Unos más afirmaban que había abjurado de toda divinidad y me dedicaba a la contemplación de la nada promovida por chinos y demás orientales. Decían tantas mentiras que pronto mis hijas ya no podían acudir al tianguis sin recibir burlas, a ellas y a nuestro ganado.
          En ese momento inició mi peregrinaje por las instituciones gubernamentales y mágicas, pero como relaté, no obtuve respuesta favorable alguna. Mi última esperanza era la Oficina de Plegarias. Ahí estaba yo, en el tercer día de trámites, extrañando de vaga manera la practicidad con que los antepasados entraban en comunión con nuestros dioses a través de sacrificios y ofrendas de sangre, prohibidos en la reforma de 1859 y substituidos por este organizado enjambre de burócratas, actas oficiales y entrevistas precautorias, que así las llamaban aunque nadie entendiese a ciencia cierta el por qué.
           El funcionario, con un tocado de altas plumas de quetzal y la mirada imperturbable de aquellos que no suelen ser contradecidos, carraspeó solemne antes de leer el veredicto a mi petición. Era un pipiltin, por supuesto, y yo como macehual no tenía derecho a verlo a los ojos.
          —Petición cuatro-casa doce-pedernal siete-humo, adjudicada al campesino macehual Tzilmiztli, quien reclama respeto a su ganado criado en una milpa personal del sur de Chalco, al este de la gloriosa Tenochtitlán.
          Detuvo la lectura y pude sentir cómo me miraba. Me mantuve firme. Los pilli nunca me han amedrentado, es simple suerte nacer en una familia pobre o rica, carece de mérito alguno.
           —Tienes siete hijas, ¿es verdad? La mayor con dieciocho años y la menor con seis. ¿Todas ellas han presentados las ofrendas al templo correspondiente?
           —Así es señor, adjunté una copia firmada por el teopixque. Todas ellas acuden al tepochcalli y serán esposas de provecho. Son de gran ayuda en mi labor diaria, pero como no tuve ningún varón el trabajo en la milpa/
           —¿Porqué las tres mayores no se han casado? —me interrumpió— La más grande está por llegar a la edad en que ya no se le considerará nupciante.
           —Se los he dicho a ellas, señor, pero rehúsan abandonarme. La mayor mantiene un noviazgo de siete años con un aprendiz amanteca, y si todo sale bien se casarán a finales del año. Pero el resto no lo hará hasta saber que mis vacas, es decir, mi vejez y la de mi esposa, están aseguradas. Son mujeres muy responsables y aman a sus padres como lo hacían nuestros antepasados.
           —Si donaras alguna de tus hijas al templo de Tonantzin estos trámites serían más sencillos.
          —Nuestro patrono es el alto señor Huitzilopochtli, así ha sido desde la Guerra de los Trescientos Años, y así será hasta que mi descendencia desaparezca del Anáhuac. Él fue quien nos regaló la chinampa. Él nos ha bendecido hasta ahora. Por eso me atrevo a presentarle esta petición. Las vacas son animales nobles, mansos y generosos. Sé que vienen del otro lado del mar, pero/
           —No es necesario que hables sobre eso, viene detallado en el informe.
           —¿Y el veredicto?
           El funcionario hizo una pausa. Debía ser de las cosas que más disfrutaba de su trabajo.
           —Nuestro señor Huitzilopochtli no tiene tiempo para atender problemas agrícolas de tan exigua importancia. Tu caso fue turnado al Comité Colegiado, quienes lo desecharon por improcedente. Ése es el veredicto.
           —Pero no es posible, mis papeles están en regla.
           —¡El veredicto es inapelable! ¿Qué puede saber sobre administración divina un campesino chinampero como tú?
           Salí de la Oficina de Plegarias tan triste como cuando murió nuestro tlatoani Cuauhtémoc III. ¿Qué le diría a mi familia? Los burócratas habían impedido que mi caso llegara directamente a nuestro señor Colibrí Zurdo y lo resolvieron con indiferencia y prepotencia propias de pillis rechonchos que no conocen el trabajo arduo. Me había quedado sin recursos legales y divinos, al menos dentro de Mesoamérica. Un plan, terrible y seductor, fue tomando forma dentro de mí.
          Cuando llegué a mi chinampa y fui recibido por los rostros optimistas de mi mujer y mis hijas, en vez de derrumbarme en llanto y pedir perdón, dije con voz alta y repleta de orgullo:
           —La Oficina de Plegarias falló en nuestra contra. Pero no voy a rendirme. Llevaré el caso a la Organización Internacional Divina.
           Mis hijas celebraron, henchidas de la inagotable confianza de la juventud. Mi mujer me dedicó una mirada larga y triste. En ella reconocí mis propios miedos. Pero no podía retractarme, la supervivencia de mi familia estaba en juego.

Acudí a la Plaza Mayor y humillé mi cabeza frente al doble templo. Quemé copal y murmuré los cánticos antiguos. Que mi señor Huitzilopochtli me perdone. Que mi señor Tláloc me perdone. Dejé la plaza atrás, repleta de sacerdotes y funcionarios, y dirigí mis pasos al este. Tras al Palacio de Concha Nácar se erguía majestuosa la sede local de la Organización Internacional Divina. 
          Había sido diseñado por el entonces joven arquitecto Cuauhtleco, famoso modernista que no utiliza estuco para pulimentar la superficie de la construcción, sino lacas brillantes creadas en el extranjero. Siete pisos, dos grandes puertas con marcos de piedra labrada y un extenso jardín interior formaban el edificio de la ONI. Me detuve frente a los adornados guerreros que cuidaban la entrada y tuve un último ataque de dudas.
          Nunca antes en la historia del Anáhuac un campesino había turbado el trabajo de los importantes funcionarios de la organización, dedicada a discutir temas de elevada importancia, zanjar diferencias teológicas, dirimir entre divinidades en pugna y proteger cultos menguantes y próximos a la extinción, como el del Dios-Caimán de la Florida.
          Sin embargo, en su acta constitutiva la ONI señala que también son de su competencia casos en los que las autoridades y divinidades locales hayan sido incapaces de resolver un problema que inmiscuya elementos no nativos de la región. Era el caso de mis vacas europeas.
           Ante mi sorpresa, el guardia sonrió. Me dio las señas de la oficina a la que debía acudir. Me encomendé a mis antepasados y entré al edificio.

Al llegar a casa percibí un olor a humo y tortillas recién hechas. En el aire ladridos, gritos de las niñas y el rítmico golpeteo del agua contra la chinampa. Mi hija más pequeña, Jade, fue la primera en verme. Corrió hacia mí gritando llegó papá y abrazó mis piernas. Una lágrima saltó de mis ojos. Mi mujer e hijas mayores llegaron a mi lado y vieron la lágrima. Pensaron que había fracasado.
           —No, no es así. Ganamos. Ganamos. Las vacas estarán a salvo. Todo estará bien ahora.
           Mi mujer premió mi terquedad vencedora con un beso en la mejilla. Las pequeñas saltaron presas de una intensa locura, daban gritos y se carcajeaban de la vida, los vecinos y las mismas vacas. Habíamos ganado. Entre todas me rodearon y llevaron a la casa. Me sentaron, sirvieron un gran plato de frijoles y tortillas recién hechas y pidieron que relatara lo sucedido. Entre mordiscos a un chile verde y cucharadas a los frijoles conté mi victoria.

          Traspuse la puerta principal y entré a un patio amplio, sembrado con ahuehuetes, en el que varios funcionarios de ropas diversas conversaban o fumaban en pipas de piedra. Pude ver beduinos de turbante, siberianos con sombreros de piel de oso, africanos de anchas espaldas y el torso desnudo, orientales de ojos rasgados y uno que otro europeo de librea apestosa a perfume.
          Siguiendo las indicaciones del guardia continué hasta una sala de espera. Estaba vacía. Me senté en unos cojines anchos y bordados con hilo de oro. En las paredes había un mural que representaba la hermandad entre las divinidades de la Tierra, Tezcatlipoca y su pie cercenado posaba junto a un delgado pero sonriente Buda, Huiracocha saludaba uno de los tantos brazos de Visnú, siete Cristos de rostros distintos jugaban entre sí a la pelota siendo contemplados por una imagen abstracta llena de arabescos que representaba al dios de los musulmanes.
          No tuve tiempo de perderme en reflexiones campesinas sobre esta moderna armonía teocrática, una joven mujer de ropas casi transparentes vino a recibirme. Tenía la piel tostada como la mía, pero el tono era similar a la canela. Hablaba náhuatl con fluidez, pero su acento revelaba una inidentificable procedencia extranjera. Amablemente escuchó mi caso mientras hacía anotaciones en un pedazo de papel. Sonrió cuando terminé mi exposición.
          —Es curioso que el problema se reduzca a que le hayan negado audiencia con el divino Colibrí Izquierdo —dijo sin dejar de sonreír—, porque precisamente hoy él nos honra con su visita. ¿Quiere que le arregle una reunión? Si la alta divinidad está dispuesta, el problema se puede resolver ahora mismo.
          Temblé como niño pequeño. Balbuceé unas palabras de agradecimiento y volví a sentarme sobre los cojines. La joven salió de la habitación caminando con elegancia, nunca he visto una mujer poseedora de tanta seguridad y gentileza.
          Olí mis sobacos, bañados en talco antes de salir de casa; pasé la lengua por mis dientes, limpios gracias a que los frotaba cada mañana con zacate suave; moví los dedos de los pies dentro de mis huaraches nuevos, en fin, estaba más nervioso que un príncipe antes de ser coronado rey.
          Tras unos minutos de angustia insoportable la joven mujer regresó para indicarme, con su eterna sonrisa, que debía ir al salón sur, donde me recibiría nuestro señor Huitzilopochtli. Crucé el jardín central del edificio sin ver nada, estaba tan nervioso que casi atropello a dos sacerdotes navajo que traían en las manos pliegos firmados por el Gran Coyote.
          No había puerta en el salón sur, únicamente una cortina de carrizo. La aparté y entré con paso tembloroso.
          Adentro esperaba un joven vestido de manta, sin adornos ni pinturas, descalzo y con un diminuto colibrí verde posado en el hombro izquierdo. Lo sentí claramente, estaba frente a una de las tantas manifestaciones de nuestro señor. Caí postrado y comencé a rezar, pero el joven me tendió la mano y dijo en tono tan neutro que no se podía descubrir emoción alguna:
          —Levántate Tzilmiztli, suficientes plegarias me has dedicado estos días.
          Tímidamente tomé su mano y me puse de pie. El contacto fue como miel y fuego, abrasador y refrescante. Todo nerviosismo abandonó mi cuerpo. Impulsado por quién sabe qué lo miré a los ojos. Mis párpados se cerraron, era como contemplar el sol al mediodía.
          —No es necesario que me cuentes tus penurias, estoy al tanto —dijo la imagen de Huitzilopochtli—. Tus abuelos pelearon bajo mi estandarte, recuerdo muy bien su valentía y abnegación. Fue poco regalo la chinampa de Chalco, pero es todo lo que este humilde creador pudo darles.
          Las lágrimas salían de mis ojos. No sólo sabía quién era yo, sino recordaba a mis antepasados. ¿Por qué entonces no había intervenido antes? ¿Para qué servía la Oficina de Plegarias?
          —En cuanto a lo de tus vacas —prosiguió—, me temo que es un tema complicado. Nuestro valeroso pueblo todavía no está listo para abrirse al mundo, mucho daño le hicieron los europeos durante los trescientos años que intentaron conquistarnos. La afrenta sigue abierta, y algún día habremos de cobrarla. Por eso no todos los habitantes del Valle de México tienen la misma idea sobre el uso de animales y herramientas venidas del otro lado del mar. Así que, en postrero reconocimiento a tus antepasados que dieron sus vidas por este glorioso imperio, hundiré tu chinampa de Chalco y haré surgir otra en Texcoco, donde el agua es más dulce y la gente más amable. Ahí podrás continuar con tu vida, y tus hijas podrán encontrar esposo sin temer que sus padres queden en la mendicidad.
          Sonreí tontamente, ebrio de alegría. El joven entornó los ojos, su gesto por un segundo fue de furia inmensa, insondable.
          —A cambio te pido un pequeño sacrificio. Un sacrificio propio de grandes señores, que realizarás cuando estés a solas.
          Me miró y comprendí. Bajé la cabeza y me deshice en agradecimientos. Cuando la levanté no estaba ya.

Mi mujer y mis hijas, asombradas, no abrieron la boca mientras terminaba de comer. Me había cuidado de no relatarles lo del sacrificio, era algo entre nuestro señor y yo.
          Nos acostamos. No dormí. Antes del amanecer me levanté y di un pequeño paseo por las chinampas vecinas recolectando púas de maguey. Caminé hasta el pequeño altar dedicado a Huitzilopochtli, tal como lo esperaba se encontraba vacío. La aurora tomaba fuerza en el cielo. Até las espinas a un bramante de henequén. Me desnudé ceremonialmente. Atravesé mi miembro con la primera púa y permití que la sangre escurriera hasta tocar el suelo. Pasé la cuerda por la herida hasta que cada una de las espinas hubiera herido mi carne. La sangre goteaba por mis piernas y manchaba el piso de tierra.
           En ese momento amaneció, y en el primer rayo del sol naciente pude percibir un gesto satisfecho. Lo supe entonces. Las reformas burocráticas, el papeleo y las organizaciones internacionales, modernas y civilizadas, no son suficientes para nuestros dioses. En el fondo quieren lo mismo de antes: sangre, sangre divina que alimente a la tierra y permita al sol salir cada mañana.

11 mayo, 2011

Un comic de Carlos Dzul sobre zombis




Me mandaron estos monitos basados en una historia mía, están de poca su madre, píquenle y se agrandan para que no sufran.


09 mayo, 2011

El día después de la marcha



Este domingo me levanté tempra para ir a la marcha. Quería estar ahí porque hace tiempo que no veía una movilización así, y sobre todo con esas características: con demandas bien definidas, apartidistas y con una convocatoria tan amplia, que dentro del contingente estaba buena parte del espectro político.
Poco a poco, el contingente comenzó a crecer endemoniadamente, el doble o el triple. Yo estuve un rato con mis amigos marxistas-leninistas de la facultad de filos: traían cargando una manta bien pesada; al final la tuvimos que guardar en una mochila. Ellos venían gritando porque desde su perspectiva no era una marcha para estar en silencio. Lo chido es que ellos también estaban ahí.
Para cuando llegamos a División del Norte y Río Churubusco, la banda ya iba bien asoleada y sudorosa; pero bien combativa, eso sí. Me gustó ver rostros nuevos de todo tipo, personas de todas las edades, estratos sociales e ideologías (chales, creo que soy un maldito cursi). Alcancé a la bandita moreliana con la que siempre me junto en la gasolinería que está en Eje Central y Xola. Ya para ese momento, la marcha se había desbordado.


 
Curiosamente llegamos al Zócalo antes de lo esperado. Pudiera pensarse que en una marcha tan maratónica como ésta y con el sol despiadado del domingo la gente se iría en cuanto llegara al último punto. Pero no fue así, aguantamos vara hasta que Javier Sicilia salió a dar su discurso; un discurso que la clase política tiene que leer con mucho cuidado.
Me quedé con ganas de una propuesta que fuera más allá del pacto que algunas corrientes políticas han criticado. Pienso que pedir la renuncia de García Luna no es suficiente (aunque es un buen comienzo, tomando en cuenta que sus omisiones son las que mataron al hijo de Sicilia, y no como dice Carlos Marín en su columna que Sicilia debe respetarlo porque apañó a los asesinos; el periodismo basura siempre será periodismo basura). Tal vez sea el momento de empezar a accionar, no con marchas, sino cercando a los tres poderes (Ejecutivo, el Legislativo y Judicial) y obligarlos a rendir cuentas y a rediseñar sus estrategias.
Lo que más le duele al poder no es que los insultemos, sino que mostremos unidad, fuerza y capacidad de acción. Me pareció genial la idea de pintar las fuentes de rojo: genera reacciones, los niños le preguntan a sus padres por qué está pintada de ese color e instala la idea de que en la calle algo no anda bien. Curioso que los columnistas de Milenio se unieran todos a una para atacar a la marcha. Es señal de que la visión maniqueísta del “estás conmigo o contra mí” comienza a perder fuerza.



Marcha Nacional, el largo camino

¿Me joden y me aguanto? ¡No mames!



La gente que marchó el domingo 8 representa, de alguna forma, la dignidad de México. 


 Este país no es del gobierno ni de los delincuentes. Es nuestro.



Varias cosas me quedaron claras durante la larga y calurosa caminata de ayer. En primer lugar: la Inteligencia mexicana afín a la izquierda señala a Felipe de los Pinos como principal culpable de este desastre plagado de muerte. Y no es para menos, la guerra ha sido mal planteada, mal resuelta, y se mantiene por el afán de demostrar quién vive en la casa presidencial en vez de combatir eficazmente al socio Chapo y demás narcotraficantes multimillonarios y multihomicidas. Presionar al gobierno es derecho y obligación de los ciudadanos. Pero faltó decirle con mayor fuerza a los grupos criminales que también estamos hasta la madre de ellos. Como es sabido, Sicilia dedicó su carta inicial tanto a gobernantes como delincuentes, pero no se refirió a estos últimos en el discurso leído en el Zócalo. Esta omisión otorga armas a los defensores de oficio del gobierno como Carlos Marín y demás orgullos del periodismo.
En segundo lugar: los agravios son reales y devastadores. Las historias relatadas por padres de jóvenes asesinados antes de que Sicilia leyera su discurso estremecieron a más de uno. La impunidad reina en México. La impotencia del ciudadano común es abismal. Criminales toman vidas y autoridades fingen ceguera. Los relatos de muerte, desesperación e indignación se sucedieron uno tras otro como una prueba del horror que habita aquí mismo, y que muchos preferimos ignorar o reducir a “costo necesario”. El poco valor que otorgan a la vida quienes apoyan la guerra de Felipe, si siempre me ha parecido inhumano y estúpido, tras escuchar de viva voz a los agraviados me resulta ahora detestable. Tal como coreó la gente en el Zócalo al mencionarse uno a uno los nombres de civiles asesinados: no debió morir. Ninguno debió morir. No debido a una guerra motivada por los adictos e intereses gringos. No debido a una guerra mal ejecutada.
En tercer lugar: los mexicanos somos lentos para entender cómo solucionar las cosas. Me sorprendió la resistencia de muchos para asistir a la marcha, o apoyar desde un cómodo escritorio con mensajes en las redes sociales, o cualquier otra cosa. Me sorprendieron aún más las reacciones de burla y desconfianza de mexicanos provenientes de todo el espectro político, famosos y no. Por ejemplo, el célebre diputado Noroña calificó de “sospechoso” el discurso de Sicilia. El perrito fiel de Azcárraga, Ciro Gómez Leyva, criticó que se exigiera la renuncia de García Luna y dio por perdida la fuerza de la “inspiradora marcha”. Julio Hernández dejó entrever que la única salida para el movimiento por la paz es incorporarse a una corriente político-electoral. Y sólo menciono a los que dieron alguna suerte de razones y no se escudaron en el insulto, como la mayoría de los foristas de Milenio o el Universal. La mayoría silenciosa, cuyo sueño es arrullado por la tele y no sufre de pesadillas motivadas por el medio libro que lee al año, se mantuvo indiferente como si los hechos violentos sucedieran en Irak o las Islas Fiji. Diría Susanita: “lo bueno es que el mundo está tan, tan lejos”.
La apatía es la mayor dolencia de México. Es generada, entre otros factores, por el ultraindividualismo tan celebrado y glorificado por el sistema económico y político que impulsan los dueños de Estados Unidos. Es motivada cada segundo por la televisión con sus comerciales y programas. El poder, el dinero, el éxito son todo lo que importa. Comerciantes y publicistas son felices en esta época de no-ideologías. ¿Cómo combatir la apatía? Por lo pronto, pidiendo a nuestros amigos y conocidos que cierren la televisión y enciendan un buen libro.



Estamos vivos, estamos aquí.

Ésa es la realidad: México es genial si eres gran empresario, político o narco (o una mezcla de los tres), pero está jodido si no perteneces a esa pequeña élite. El control cuasi absoluto que ejerce el sistema favorece a 300 sujetos de pocos escrúpulos y embarra a los escasos miles de la clase alta. Para los demás sólo hay migajas. Ésta es la realidad, y negarla es absurdo. Por eso no marcharon millones ayer. Por eso Felipe del Sagrado Corazón continuará su guerra hasta el último día que permanezca en los Pinos. Pero así como es absurdo negar la realidad, también resulta absurdo no intentar cambiarla. Jamás perdamos la perspectiva: somos miembros de una raza, hay que buscar engrandecerla aunque el camino sea largo. Intentar menos es  mediocridad.

Es claro que el aparato de Estado manifiesta una profunda corrupción. La estrategia federal carece de inteligencia. Los gringos consumen las drogas, venden las armas y mantienen la paz en su país mientras nos critican con condescendencia y superioridad moral. Los cárteles han infiltrado todas las instituciones del gobierno, de por sí podridas e ineficientes. Contra el sentido común, en vez de purgar y hacer eficiente a quienes les pagamos para cuidar nuestra integridad física y propiedades, los policías, les seguimos dando dinero, y para cumplir sus funciones utilizamos al Ejército, educado para la guerra. Los soldados se ven obligados a dar vueltas por las calles de Juárez o San Fernando mientras a media cuadra continúan los asesinatos. Como estratega militar Calderón sirve para una mierda.
La seguridad real se crea desde abajo, siembra y fortalece. Atacar los síntomas y no el problema resulta de una cortedad de miras que envilece al espíritu humano. Quienes apoyan la guerra de Calderón olvidan que los miembros de nuestra raza hemos desarrollado múltiples herramientas para solucionar problemas, y si no resulta la negociación realista y civilizada, o sea el necesario tema de administrar lo real, se actúa con fuerza e inteligencia. Pero ni siquiera. Dar empleo a los ni-nis sería una acción eficaz, lamentablemente carece de atractivo para un sujeto que vive agazapado desde 2006 y lo único que lo tranquiliza es el sonido de sus guardias rondando afuera de la habitación. Requisar las voluminosas transacciones que realiza el narco en bancos, empresas y partidos políticos no sería tan mala idea si no fuera porque el “presidente valiente” no tiene el poder (o el interés) para impedir los jugosos bisnes de un par de cuellos blancos de aquí y del otro lado del Bravo. La guerra federal se basa en golpes publicitarios, no en victorias reales (García Luna cuida su imagen y posición en todo momento. Del resto de su chamba no se puede decir gran cosa en un país en guerra). Se destina una miseria a educación, salud, cultura y no existe ninguna política eficiente que promueva el incremento de empleos pagados con decencia. Y la lista de problemas sigue, todos la conocemos.
Por lo pronto, un sector de la sociedad mexicana, quienes marchamos ayer y quienes simpatizan con esta postura, ha decidido que ya no es suficiente con ser crítico y estar informado. Será difícil que el movimiento construido alrededor de Sicilia consiga depurar el sistema político o al menos detener la errónea utilización del Ejército. Pero es el inicio. No nos detengamos, no caigamos en la indolencia ni la cobardía. Está nuestras manos. Siempre lo ha estado.



 México es nuestra casa. Nunca lo olvidemos.

La Marcha Nacional en fotos


 
La retaguardia a las 11 de la mañana.




 
En Eje Central pasando Xola.





El contingente que venía tras Sicilia.





La cabeza de la marcha.





Viaducto.





Ebrard, un amigo policía y Salinas de espaldas.





En el Zócalo.

02 mayo, 2011

STOP

NOs detenemos frente a la mirada de alguien y permanecemos un instante inmóviles, petrificados, no quisieramos que ese momento, que ese pequeño microsegundo pasara así como así. Ahora hay una pequeña oportunidad. La posibilidad de congelar el mundo y revivir ese pequeño espacio, ese pequeño universo que puede girar en la mirada de una mujer, en un periódico que se hojea en medio de la vorágine de la mañana o en un puesto de hotdogs que humea. Esto es CINEMAGRAPH.
Para ver más CINEMAGRAPHICS: aqui





01 mayo, 2011

Trepanación



I

Las bocas cefalópadas. La boca automotriz de un gólem de chatarra. La boca autista que babea hilos de palabras. La boca membranosa y vagabunda de un augur en la silenciosa selva que nos separa.

II

Nos miramos como insectos de otra dimensión. Con ruidos de motosierra y caleidoscópico sinsentido. Tenemos escamas y aletas, pero nuestras peceras están en diferentes consultorios.

III

No sueño. En mi cabeza trepanada hay un agujero del tamaño de mi dedo pulgar. De repente me da por revolver mi masa craneoencefálica. No sueño. Los monstruos como yo no sueñan: besan a las princesas en sus peores pesadillas.

La imagen es de Gus Fink.