28 junio, 2011

De placeres

El transporte subterráneo, excepto en la horas de mayor afluencia, es uno de los placeres secretos del citadino anónimo. La ración aleatoria de pasajeros que sube en cada estación surte eterno material al caleidoscopio. Aunque los usuarios parezcan los mismos, el señor que lee el periódico sensacionalista o el de deportes, la ama de casa con víveres en una bolsa de plástico, el joven de traje barato y peinado impecable, los novios besándose junto a una señora de cabello teñido excesivamente maquillada, aunque todos estos personajes estén siempre presentes en el vagón, fieles seguidores de su escuela de roles, al no ser nunca verdaderamente los mismos resultan un festín para quienes gustan de observar.

Días de influencia

Foto de José Toscano


Las gagas del metro o Las hermanas de Lady Gaga


Primer vagón del metro por Zanate Pirata

27 junio, 2011

4. Mauricio. El trato

La llamada de la agente Alexandra Ibarra llegó a mi teléfono móvil a las quince horas con treinta minutos de un jueves. La fecha exacta no importa, pues toda referencia fue borrada de los archivos y esta confesión es de carácter personal, carece de implicaciones legales. Analizaba en el laboratorio huellas procedentes del último caso.
El atropellado informe de la agente, repleto de circunflexiones  y adjetivos inadmisibles, demostraba que la emoción no le permitía pensar con claridad. Le prohibí acudir al sitio en cuestión, primero se debía presentar un informe a Ríos-Gómez. Lamentablemente el coronel participaba en una importante junta con los altos mandos; dichas reuniones suelen prolongarse hasta el anochecer, y no hay poder humano, al menos en mi nivel, capaz de hacerlos salir de ahí para atender una llamada.
Ante la necedad de Ibarra me vi obligado a tomar una decisión. Le rogué esperarme en el lugar, no soy de gran utilidad durante las acciones policiales pero podía llevar a un par de agentes como apoyo. Ella ni siquiera se tomó la molestia en fingir que me esperaría. Pedí la dirección y colgué. Del escritorio saqué mi arma reglamentaria y una polvosa cartuchera. Tal vez las necesitaría por primera vez en mi vida.
Debo decirlo: en esas fechas existía un sentimiento generalizado de irritación en mi contra derivado del problema relatado páginas atrás, debido a esta situación absolutamente ninguno de mis respetables colegas quiso acompañarme. Un agente de nuestro cuerpo está en peligro, expliqué con vehemencia, por simple solidaridad debemos acudir. Nadie me hizo caso, sólo burlas y desprecio. Desesperado, abordé mi automóvil, saqué el intrincado mapa de la ciudad y partí hacia Tláhuac.
Noventa minutos después entré en una diminuta fonda de comida corrida. La delgadísima propietaria y dos muchachas bajitas recogían y lavaban trastes. Tras presentarme brevemente, de forma amable pregunté sobre la agente Ibarra. La señora delgada me miró de arriba abajo y con una breve frase, tan seca como ella, informó sobre el edificio en construcción. Me dio la espalda y continuó fregando trastes. Agradecí con sinceridad, quienes van directo al grano y no se andan con titubeos o extensas fórmulas sociales gozan de mi simpatía.
Me puse en marcha, metros adelante encontré el auto compacto de Ibarra. Un indefinible presentimiento me asaltó en el instante en que vi la construcción. Saqué la pesada escuadra de la cartuchera y con paso vacilante me interné en el edificio; mi sombra se extendía sobre bultos de cemento y montones de azulejos. Vino a mí el rumor de una conversación procedente de los cuartos del fondo. Levanté la pistola, pude notar el temblor que invadía mis manos. La conversación era llevada principalmente por una voz masculina. Di tres o cuatro pasos con lentitud producto del miedo. Escuché claramente una de las frases:
            —Voy por algunos, a otros los hago venir a mí.
            Me congelé mientras la otra voz, femenina o infantil, contestaba de forma ininteligible. El sudor corría a chorros por mi rostro, cubría mi espalda, empapaba mis axilas. Di dos pasos más. La voz femenina sin duda pertenecía a la agente Ibarra. ¿Estaría conversando con el Balero? La odié entonces, odié su inmadurez y falta de profesionalismo, odié el haberme arrastrado hasta ahí. Ningún pensamiento cruzó mi mente antes de dar el paso definitivo y entrar al cuarto.
            De pie, un sujeto delgado y moreno, cubierto de cicatrices y dueño de una sonrisa irónica, jugaba con un balero gigante. Sentada en una silla de plástico, la agente Ibarra lo miraba con vergonzante admiración. Apunté mi arma y grité, aunque no recuerdo lo que dije. El Balero caminó hacia mí, algo murmuraba pero yo no escuché, los latidos de mi corazón martilleaban en mis tímpanos. No me resistí cuando me quitó la pistola, así como no me resistí cuando con suavidad me colocó la palma de la mano sobre el pecho y me empujó hacia el maloliente catre arrumbado en el fondo de la habitación. La agente Ibarra y él intercambiaron frases, incluso una breve risa. Me miraron como quien contempla a una mascota que no ha realizado el truco pedido por su amo. Un escalofrío partió mi espalda. Fue como si la muerte respirara en mi nuca.
            —Lo siento Toledo —los ojos color almendra de Ibarra relumbraban con la luz cruda e imbécil del enamoramiento—, se supone que no vendrías.
            Noté entonces la ropa arrugada de la agente, un botón de la blusa colocado en el ojal equivocado, el cabello sin su habitual orden, los restos de sudor y saliva en el mentón y garganta.
            —Lo siento en verdad —insistió Ibarra y volteó a mirar al Balero con ojos ebrios.
            El delincuente y multiasesino torció los labios mientras se acercaba a la nariz mi arma reglamentaria.
            —Heckler & Koch semiautomática nueve milímetros —masticó las palabras—, no disparada en al menos los últimos seis meses —extrajo el cargador—. Sí, esta fusca no ha sido usada nunca contra alguien —me la arrojó, yo intenté capturarla en el aire pero mi torpeza lo impidió, la pistola rebotó sobre el catre y rodó hasta el rincón—. Sin duda es un científico, tal como lo contó Alexa.
            ¿Alexa? Jamás había escuchado al alguien referirse así a Ibarra. Un golpe de adrenalina acompañó la súbita idea de que la agente y el criminal se conocían desde antes. Sin duda ambos notaron cómo la palidez invadió mi rostro. Guardé la pistola en la cartuchera, lancé un suspiro, me puse de pie y miré primero al Balero y luego a la agente.
            —¿Qué harán conmigo?
            Ibarra rió sin delicadeza alguna, en su risa creí detectar el embrutecimiento de la mariguana o el alcohol. Lo sucedido entre su última llamada y el momento presente la había transformado en una hembra vulgar, entregada. ¿Dónde estaba su antigua seriedad, su compromiso con la ley, su inexperto pero sincero profesionalismo? El Balero encendió un maltrecho aparato de radio, una melodía tropical e indescifrable se apoderó de la habitación. Me sentí irreal, absurdo. Ibarra agitó la cabeza al ritmo de la música.
            —No hay nada de qué preocuparse, hemos llegado a un acuerdo —Ibarra sonrió, sus palabras eran pronunciadas con una dulzura como nunca nadie me había dedicado jamás—, a partir de hoy dejaremos de esforzarnos inútilmente en capturar a quien no debe ser atrapado.
            Caminó hasta mí, colocó sus manos en mis hombros y me miró directo a los ojos. Jamás había estado tan cerca de ella. Su olor, mezcla de niñez y libido, me desorientó por unos segundos. Comprendí: no comprendía.
            —Toledo, querido Toledo, eres el mejor científico del cuerpo, te necesitamos, en serio te necesitamos. A partir de hoy los criminales de la ciudad lo pensarán dos veces antes de violar a una mujer, apuñalar a su vecino o vender droga a estudiantes de secundaria. La justicia tendrá la fuerza que siempre ha merecido.
            No necesitaba escuchar más, era obvio ahora el monstruoso trato celebrado minutos atrás entre la joven agente y el delincuente del balero. Monstruoso sin duda, casi tanto como su sangriento objetivo, pero frágil también: un par de palabras mías, testigo presencial obligado por ley a no engañar a la ley, y la absurda alianza se derrumbaría. Por eso, y no debido a mis capacidades científicas, Ibarra y el Balero precisaban de mi cooperación. Obviamente, no podía aceptar. Miré de nuevo los ojos almendra de Ibarra y vi de nuevo su esperanza sin límites, su alegría ingenua e inútil.
            —Lo siento, pero yo no...
            No pude terminar la frase, el Balero hizo a un lado a la agente y colocó su rostro a un par de centímetros del mío. En sus ojos habitaba una fiereza insondable. Conozco a pocos capaces de sostener una mirada así. Yo no, sin duda.
            —No te pedí venir pero aquí estás, tú no pediste formar parte de esto pero, de nuevo, aquí estás —sus palabras, lentas y bien articuladas, parecían lanzas incrustándose en mi cuerpo—. No puedes cerrar los ojos. No puedes darte la vuelta e irte como si nada hubiera pasado. Sabes muy bien lo que puede suceder tanto si aceptas como si no. Es tu elección. Pero necesitas decidirte ahora, tenemos que movernos de aquí.
            Pasé saliva. ¿Cómo explicar mi imposibilidad para actuar al lado de un delincuente? Me sería imposible vivir con eso. Miré a Ibarra. Lo supe entonces: jamás podría, tampoco, echarla de cabeza. Si dentro de su joven mente había espacio para creer en esta utopía y la empujaba con el suficiente ardor y dedicación posiblemente podía hacerla real. Tal vez funcionara la disparatada idea de utilizar a un asesino para eliminar criminales inalcanzables por la ley a pesar del dilema moral que esto significa. Combinar el poder del cuerpo policial de investigación con la falta de escrúpulos y libertad para actuar de un delincuente sonaba irresistible. Comprendí la excitación de Ibarra, incluso comprendí la extraña pero aparentemente sincera disponibilidad del Balero. Ambos tenían la misma retorcida idea de justicia. Bien por ellos, pero yo no podía formar parte.
            Suspiré con el tono de un viejo cansado.
            —Nunca estuve aquí, ni estoy enterado sobre trato alguno. Hagan lo que quieran. Tengo suficiente trabajo en mi laboratorio.
            Sin más, les di la espalda y salí del cuarto. Ibarra me alcanzó y colocó un delicado beso en mi mejilla.
            —Gracias. Te mantendré informado si así lo quieres.
            —No será necesario chiquilla, me enteraré de todos modos.
       Apreté su mano por un segundo y salí de la construcción. La noche se cernía sobre Tláhuac. Respiré hondamente y emprendí el camino de regreso. 





26 junio, 2011

Astrosómnica (fragmentos 1998-2009)



I

Yo puse en ti un cuchillo esculpido

con el azote de una ola nocturnacida,

que cayó como un meteoro en los disfraces

de mi sastrería.

Fue mi sortilegio, el mismo sortilegio de aves astrales

que provocó un diluvio hace milenios.

Fue mi sombrero, el mismo sombrero

que utilizó un arlequín

para crear a las estrellas.

Yo metí en tu pecho un arpa y un violonchelo

para escuchar los conciertos de tu adolescente interior,

y un semidragón celta con ancianas historias que contar,

al pie del yunque donde martillaron los hierros de tu infancia.



II

Nuestra niñez es ahora un anticuario

que vende pedazos de sus dragones

de feria en feria.

Que exhibe nuestras pesadillas

en su carpa por una moneda de oro

y cuenta historias de castillos

en cuyas mazmorras

combaten a muerte

novilunios antropófagos

y caballeros templarios.

Luego lo guarda todo en su veliz

y se descubre como un cadáver fresco

y sin inocencia.




III

En tu respiración hay un redoble de peñascos

que se desmoronan

como una lluvia de perseidas.

Un cortejo de libélulas fúnebres que guía a las hadas

con candiles boreales,

extraídos de nocturnas cirugías

al cielóbrego de anémonas circuncenitales.

Aquí en la tierra, un jorobado liba orquídeas

de invernaderos antediluvianos;

botones de rosa despuntan en sus heridas.



IV

Solo tu materia es capaz

de viajar de colisión en colisión;

de pájaro en pájaro;

de centella en centella.

Mil años luz de embriones y brujaurías.

Mil bocas más que alimentar con pedazos

de mis miembros podridos.

Mil lunas llenas a merced

de los aquelarres.

Mil escondrijos distintos para

el pequeño navegante que todos llevamos dentro.

Para el outsider que está al tanto de

tus mutaciones.

Una taquicardia como fuego

a todo galope que consume

una dentellada.

Una canción extraterrestre

escrita en el pentagrama

de tus órbitas planetarias.

20 junio, 2011

3. José. Y eso a mí qué

Al Bale lo conocí allá en la de Abastos hará dos años. Tenía yo catorce y andaba en un jale del tío de Medina, el cabrón de Medina que empanzonó a mi carnala pero me consiguió esa chamba: acarrear cajas de aguacate, limón chupatas, mango, rábanos, cuanta verdura pueda uno ver. En esas lejanas épocas andaba yo atontado por una morra de la Santo Domingo que trabajaba en el puesto de don Raúl, ruco tripón, de bigotazo, manolarga, siempre tras las viejas que trabajaban con él. La morra se llamaba Ana, Anita, chiveada pero guiñona; le encantaba traer los pantos bien untadotes pa lucir la nalga, que pues verdá de Dios era cosa excepcional. El rabo verde de su patrón la estaba chingue y chingue, luego la veías salir corriendo y el don en el puesto, rojo de coraje porque siempre se le iba. Fue la Anita la primera en contarme sobre el Bale.
            Bueno, no es cierto, yo desdenantes lo había escuchado mentar en las pláticas de mis jefes o en la tiendita de doña Rosa y así, pero pa mí era puro chisme de verdulera. Una vez, según Crístofer, en el periódico del Gráfico dijeron que el “Balero” era dizque culpable de no sé cuantos crímenes pero siempre se le escapaba a la tira. Un chisme, pues, ni me iba ni me venía; ora sí que y eso a mí qué.
Luego estaba besando a la Anita, ella no quería y se tapaba la cara, pero poquito a poquito enseñaba los labios y ahí iba yo. Andábamos tras del puesto de don Raúl y ya era de tarde, acabábamos de guardar las cosas y barrer; los otros mais se estaban yendo a sus chantes. Anita miró cómo se iban y me dijo vámonos con ellos, no quería quedarse hasta noche porque habían visto al Bale vagar por la Central. Me reí y quise besarla, pero ella me dijo hazte y se fue tras los mais. Eso me enchiló, pinche vieja. Corrí a jalonearla, ella nomás me miró con sus ojotes y la rabia se me fue. Chingar, era yo pendejón en aquella época. En la micro rumbo al metro me dijo muy quedito, cerca de la oreja, que ayer había visto al Bale. Lo juró por Dios y la santísima. Yo ese día me había ido temprano porque me dio raite el primo del Macetón, ella se había quedado para guardar las últimas cosas. Terminó, agarró sus cosas y se topó de frente al Bale. Según ella es pelón, lleno de cicatrices y de ojos de diablo. En la mano llevaba un balero grandotote de madera. Nomás le hizo una sonrisa, pero a la Anita se le fue el alma del cuerpo. Al final no pasó nada. Me reí. Ella casi se pone a moquear. Asegún vio fotos en un periódico y estaba segura, era el Bale, el Balero, mentado desde Izacalli hasta Milpa Alta.
No le dije nada a la Anita, le creía a medias. Tiempo después descubrí que no decía la verdad, porque nunca ha salido una foto del Bale en los periódicos o la tele. Nadie sabe cómo es. Bueno, yo sí, y otros, pero casi nadie.
Las dos tardes siguientes me quedé en el puesto después de la salida. Daba vueltas hasta la mera noche, pero nomás nada del chingado Bale. Han de pensar que estoy pendejo, pero quién sabe porqué me habían nacido una ganotas de toparme con el güey ese que traía tan pendeja a la Anita, a mis jefes y a quién sabe cuántos. No me daba miedo, bueno, sí un poco, pero desde chamaco soy cabrón. Lo quería conocer, eso nomás, ver si era de carne y hueso.
Llegó el viernes de raya y ya había apalabrado a la Anita para ir a un dance con los Bravíos de Sinaloa, y pos ella dijo sí y yo ya me veía quitándole los pantaloncitos. El cabrón de don Raúl, que llevaba un rato craneando cómo se la iba a chingar, se platicó con mi patrón y no sé qué ni cuánto le habrá dado, pero a propósito me pusieron a embalar un chingo de cebollas llegadas en la mañana y a propósito nadie guardó; y ni pues cómo decir nel, el jale es el jale. La Anita dijo te espero en el dancin, y entre mentadas de madre me puse a guardar las pinches cebollas. No sabía entonces que el culero de don Raúl había preparado todo, por eso ni acompañé a la Anita a la micro. Si lo hubiera hecho no hubiera pasado nada. Pero tampoco hubiera visto al Bale.
Iba como en la cuarta caja cuando oí atrás un ruido. La piel se me hizo de gallina, clarito sentí que me estaban viendo. Voltié con un chingo de miedo. El Bale estaba recargado en el mostrador de enfrente, ensartaba su balero una y otra vez, y eso hacía el ruido. Ahí estaba el cabrón. De jeta fea y como de lija, moreno, rapado, flaco pero fuerte y los brazos llenos de un chingo de cicatrices como si le hubieran dado con un machete. Tenía unas botas militares negras, boleaditas, pantalones cortos de esos llamados bermudas y una playera negra con unas letras que no leí en ese momento. No podía dejar de ver el balero, tan grande como un melón. Siguió ensartando hasta que en una no le salió. Se acercó a mí así bien rápido, yo la neta temblaba. Me olió, de seguro jedía a cebolla.
—Ven.
Me agarró el brazo y nos fuimos corriendo. El cabrón no me soltaba, y yo no tenía la fuerza para zafarme, de por sí estaba perro seguirle el paso. Ya casi era de noche. Salimos de la Central a una de esas calles largas bien jodidas, nos metimos por un callejón y llegamos a donde estaba el sentra del don Raúl. Había una puerta toda herrumbosa, y por esa puerta salió uno de los sobrinos del don, un pinche changote huevonísimo que se la pasa pedo. El Bale me jaló y me aventó para atrás, me di un chingadazo en la espalda bien ojetote, luego mi maceta rebotó en la defensa del sentra y me cai que hasta la doblé. Cuando se me quitó lo apendejado no vi al Bale ni al sobrino. Me levanté recargándome en el carro y clarito oí a la Anita gritar como si la mataran. Puta madre, no sabía si ir o qué pedo. Ya estaba en la puerta cuando el que gritó fue don Raúl, y después un madrazo fuerte pero esponjoso, como si alguien aplastara un chingo de gansitos. Me hice patrás, el callejón ya estaba oscuro; la mera verdá me estaba cagando. Por un rato no se oyó nada.
La Anita llamó de pronto. ¿Estás ahí?, me decía, y luego se puso a llorar. No se escuchaba muy adentro del edificio, pero estaba todo oscuro. ¿Y el Bale? La Anita seguía diciéndome ven por favor entre llanto y llanto. Me amarré los huevos y entré. Prendí mi celular, bien viejito pero daba algo de luz. Seguí la voz de la Anita, el lugar eran ruinas con cascajo, basura y cagada de perro por todos lados. Más adelante un bulto negro tirado en el piso me sacó un puta madre de la boca. Era el sobrino de don Raúl. Pensé que estaba muerto, aunque asegún me dijeron después nomás quedó lelo y lo ingresaron a una granja. Pasé a su lado, había sangre en su jetota de pendejo. Me metí en un pasillo pidiéndole a Dios que no me saliera el Bale para matarme a mí también.
Llegué a donde la Anita. Estaba de rodillas en el piso con la ropa toda rota. Junto a ella el gordo de don Raúl estaba tirado bocarriba en un charcote de sangre. Yo me dije no mames, el Bale, el pinche Bale, y agarré a la Anita, que se retorcía, pero no me importó y la jalé y corrimos fuera de ese lugar y no paramos hasta las luces de Abastos. En el camino a la parada me contó todo. La neta no le deseo a nadie lo que le pasó. El pinche don Raúl, ojalá nunca descanse en paz el hijo de puta, tuvo tiempo de violarla. Asegún sólo recuerda que a don Raúl le pegaron y se cayó sobre ella, luego alguien lo jaló y le estuvo pegando más veces, pero no vio nada porque se tapó la cara con las manos. Yo digo que sí lo vio pero no quiere contarle a nadie.
Eso fue hace dos años, ya no he visto a la Anita ni al Bale, aunque dicen que el cabrón sigue en los barrios haciendo sus madres. Por cierto, ya me acordé de lo que llevaba escrito en su playera, no lo leí la primera vez pero tuve chance después: Pobres los hombres pobres que a lejanas tierras van, si en sus tierras son pendejos, en las otras qué serán.




 

16 junio, 2011

2. Alexandra. Salsa de perón

Fui llamada al mes del homicidio del comandante Elías. En su oficina, el capitán Ruiz explicó brevemente el caso y me asignó al grupo especial responsable de dar con el presunto homicida, un delincuente apodado El Balero. No pude evitar sonreír. Durante meses había enviado solicitudes para colaborar en esa investigación, resultaba increíble que ahora formara parte de ella. Tras años de trabajo y esfuerzo mi carrera por fin alcanzaba la altura donde deseaba permanecer.
            Acababa de cumplir 28 años. De una familia dedicada a la abogacía, rompí el corazón de mi padre cuando revelé mi vocación. Para ganar su respeto estudié con ahínco, sin tiempos para novios o fiestas. Me gradué en criminalística con honores, a la vez obtuve acreditaciones como perito en balística forense e incendios y explosivos. Fui la más joven de mi generación, varios profesores aseguraron que era la más talentosa estudiante alguna vez presente en las aulas. Eso no me ayudó a conseguir amigos, al contrario, fui la única no invitada a la fiesta de graduación.
Laboré tres años en la policía judicial capitalina como perito en balística, un cargo inferior a mis talentos que soporté apoyándome en un dicho de mi abuela: “comienza desde abajo y sabrás siempre tu lugar”. Debo decirlo, no fue una época fácil. Colegas, superiores, incluso delincuentes, ninguno me tomaba en serio y no paraban de hacer insinuaciones repugnantes. Soporté cada vejación con la cara en alto, puedo decirlo hoy con orgullo.
Fui una de las primeras en pedir transferencia a la recién creada Policía de Investigación. Mi primer caso, el asesinato de siete menores narcomenudistas, predeciblemente resultó un ajuste de cuentas entre grupos de la delincuencia organizada, campo federal fuera de nuestra jurisdicción. Ningún caso me atraía realmente, el trabajo resultaba monótono como un largo viaje en autobús. Afronté con indiferencia la última investigación a la que estuve asignada, el brutal asesinato de Aparicio Solís alias El Chamaco, destripado a puñaladas en un baldío de Lomas de Zaragoza; apenas y me esforcé por seguir un par de pistas convencida de la inutilidad insoportable de cualquier asunto no relacionado con El Balero.
            La primera vez que escuché su nombre tuve una especie de revelación, un llamado del destino que no supe interpretar hasta meses después. Analicé los archivos de decenas de ministerios públicos en busca de cualquier referencia. Me suscribí a los pasquines policiales y recorté cada nota al menos indirectamente relacionada. Coleccionaba la información en la pared de mi departamento de manera poco distinta a la de una adolescente enamorada de una estrella pop.
Con los meses me volví experta en el tema, tarea poco sencilla debido a la falta de datos concisos. No había fotos ni retratos hablados, las evidencias eran nulas, incluso la prensa sensacionalista imprimía sólo rumores. Pocos afirmaban haberlo visto, y las descripciones eran tan variadas que se podían aplicar a casi cualquier capitalino. Pero había dos cosas en común en estas voces dispersas. Primero: el balero gigante. La mayoría de los testigos o charlatanes juraba que siempre lo llevaba en la mano; según algunos con eso mataba a sus víctimas. La segunda coincidencia, avalada por las averiguaciones previas, era que El Balero únicamente mataba presuntos delincuentes nunca utilizando armas blancas o de fuego.
Intenté acceder a los peritajes de estos asesinatos, pero se les consideraba restringidos. No tardé en saber que el procurador los había turnado a mi propio cuerpo de policía. Pedí a mis superiores ser asignada a la investigación debido a mi conocimiento sobre la materia, pero no hubo respuesta. Después vino lo del comandante Elías. Le apodaban El Mugroso por corrupto y corruptor; debía vidas, era un secreto a voces, y había encubierto a numerosos criminales. Nadie lloró en su funeral. De cualquier forma matar un policía era una afrenta, El Balero sin duda sabía que ahora iríamos tras él.
En un inicio fue casi imposible seguirle la pista. Jamás dejaba evidencia en la escena del crimen, ni siquiera huellas dactilares. Las víctimas no tenían relación entre sí. Nunca actuaba en la misma zona dos veces consecutivas. Nuestras líneas de investigación terminaban en el vacío una y otra vez, sin embargo pudimos construir un modus operandi que, a juzgar por los hechos subsecuentes, resultó bastante acertado: El Balero escuchaba rumores sobre ciertos delincuentes, se mudaba a esa zona de la ciudad, rentaba una habitación en un sitio modesto y procedía a analizar a su víctima. Siempre atacaba cuando el posteriormente occiso se encontraba solo; si era necesario limpiaba la escena del crimen y desaparecía de inmediato. Probablemente tenía uno o varios refugios desperdigados por la ciudad donde regresaba tras cometer el ilícito, pero no existía evidencia alguna sobre procedencia, familia o lugares de trabajo. Debía ganarse la vida en empleos temporales, nunca robaba a sus víctimas. Este modo de actuar lo hacía prácticamente infalible. Pero no hay plan humano libre de error, sólo Dios es perfecto.
El equipo de investigación era dirigido por el coronel Ríos-Gómez, especialista en criminología; los subalternos éramos Mauricio Toledo y yo. El genio de Toledo era famoso, no por su inteligencia, sino por su mal humor. Químico de carrera, acreditado como perito en siete materias distintas, desde documentoscopía hasta microbiología forense, era tan solicitado que se daba el lujo de gritarle a todos. Seis meses atrás se vio inmiscuido en un caso sobre falsificación de documentos financieros, salió lo más limpio posible pero ya no volvió a gritar. Poco después se inscribió en la Policía de Investigación. Únicamente obedecía a Ríos-Gómez, era el único capaz de sacarlo de su laboratorio. A pesar de ser un sujeto extraño y nada popular siempre me trató con respeto.
La primera línea de investigación que tuvo éxito, aunque fuese moderado, fue la conducida por él en el laboratorio. Encontró restos de cacahuates japoneses en tres de las escenas del crimen; según el peritaje forense las migajas no pertenecían a las víctimas. Posteriores análisis determinaron la marca de los cacahuates: Kyoto, vendidos sobre todo en los vagones del metro. Ríos-Gómez regresó entonces, porque había abandonado la idea tras semanas infructuosas, a buscar alguien con un balero gigante en los videos de seguridad del subterráneo.
Por mi parte continué indagando en la palabra del barrio. Hacía entrevistas por doquier, volvía a interrogar a los pocos testigos disponibles, incluso recorrí las jugueterías tradicionales en busca del creador del balero. No obtuve nada limpio, pero no abandoné. Una fuerza interna me mantenía firme.
 Todo cambió un jueves. Estaba siguiendo una línea de investigación al sur de Iztapalapa. Una señora de la Granjas Cabrera iluminó mi camino. Un mes atrás le había rentado un cuarto a un sujeto dueño de “un balero grandotote y una mochila”. Estuvo por poco más de una semana, pagó siempre a tiempo y no dio nada de qué hablar. Era innecesario revisar mis notas: en la fecha indicada, a pocas manzanas fue ejecutado Santiago Pérez El Cocol, presunto asesino, muerto en circunstancias similares al resto de los casos analizados por mi grupo. Pedí revisar la habitación, pero no encontré ninguna evidencia. Seguí cuestionando a la señora, quien recordó entonces que “el muchacho del balero” solía desayunar gorditas en el puesto de una tal doña Lola.
Doña Lola, señora rolliza de lengua suelta, se acordaba muy bien de él porque “es de los pocos que le echan de esta salsa de perón a su gordita”, y claro, por el balero gigante. Me guiñó el ojo cuando dijo “hasta me gustó para yerno” mientras señalaba a una de sus hijas, tan entrada en carnes como ella, pero al parecer el “muchacho” no estaba interesado. Después, y aquí es donde la investigación (y mi vida) tomó rumbo, mencionó que su comadre Concha, cocinera de una fonda en Tláhuac, había visto a El Balero trabajar como albañil en una construcción cerca de su negocio, “eso me dijo antier”.
Pedí la dirección de su comadre, y tras agradecerle ampliamente intenté comunicarme con Ríos-Gómez mientras me dirigía a Tláhuac. Fue imposible hablar con él, se encontraba en una reunión con altos mandos. Telefoneé a Toledo, quien me dijo que volviera a las oficinas y esperáramos al jefe. Perderíamos tiempo, insistí, la información debe ser recopilada de inmediato. “No cometas una estupidez”, respondió, pero yo no lo escuchaba. La emoción era demasiado fuerte, después de meses finalmente estaba cerca de El Balero. Toledo me gritó que iba para allá con refuerzos. Algo dije en respuesta y colgué. Estaba entrando a Tláhuac.
Doña Concha era vieja y flaca y no me vio con buenos ojos. Quitó su rostro de suspicacia cuando le conté sobre su comadre. Me informó que el edificio en construcción estaba a dos cuadras de ahí, pero llevaban dos días parado porque no habían pagado la raya, “a lo mejor hasta se suspende la obra”. Si eso era verdad El Balero podría desaparecer en cualquier instante. Deseché la idea de esperar a Toledo, nunca habíamos estado tan cerca y el tiempo apremiaba.
Caminé hasta la construcción, un edificio de tres pisos sin duda destinado a convertirse en almacén. Eran las cuatro, poca gente transitaba por la calle. El lugar permanecía en silencio. Entré esquivando montañas de arena y torres de ladrillos. El olor a cemente fresco empapaba cada rincón. La planta baja estaba prácticamente concluida, sólo faltaban acabados y pintura. Al fondo alcancé a ver varios cuartos de servicio, en uno de ellos había un catre. Desenfundé mi arma reglamentaria, una escuadra nueve milímetros, y me dirigí al sitio. Sonó un ruido, como el golpear de un pedazo de madera. Mi cara se inundó de sudor. El ruido se repitió. Atravesé la puerta de la habitación. Sentado en el catre, un sujeto moreno, de cabello rapado y múltiples cicatrices en brazos y cara, ensartaba un balero gigante. Me sonrió. Yo le apunté mientras le gritaba que se rindiera.




14 junio, 2011

Lineal


La hilera de corbatas a cuadros alineadas en el armario. Los cables de alta tensión: paralelogramos que carga un ejército de sísifos alargados. Las líneas de tu mano: vectores primigenios de una vida retocada en Photoshop.
Los trazos tangenciales con los que la noche boceta una ciudad en alto contraste. Las costuras de los empleados: carreteras nuevas para las hormigas, peregrinas perdidas en la hendidura de la banqueta.
Los renglones vacíos como estacionamientos ruinosos, excepto por un guión largo (—), cual si fuera el horizonte de ese hombre que pasa revista a sus corbatas, preparándose para ser el punto de fuga de un futuro geométrico, desde donde un anciano suelta la cuerda de su papalote.


11 junio, 2011

1. Anastacio. El Bale está muerto


No hables a lo pendejo si no sabes, güey. El Bale está muerto. Quedó has de cuenta como un perro atropellado, las tripas de fuera y los ojos salidos. ¿Y sabes cómo lo sé? Pues porque yo mesmo fue el que se lo quebró justito antes de venir a dar aquí. Nadie lo sabe, y me vale madre si lo creen o no, pero fue hace dos meses en Lomas de Zaragoza.
Así como me ven entambado y jodido, allá juera en la calle todos me respetan, desde la tamalera hasta el pordiosero de la puerta del metro me hablan de usté y enveces me regalan cosas pa que no los mire torcido, porque todos saben bien quién soy y qué tan chingón muevo la fusca, ningún Juan y ninguna María me dan miedo, yo los asusto, yo los quiebro, yo los veo a los ojos justito cuando están soltando el último suspiro y les pido que le hablen de mí a los otros pendejos que he mandado al otro mundo.
Soy cabrón por más peinadito que me tengan aquí los pinches tecolotes, y por eso el patrón me dio a mí el encargo de chingarse al Bale; a mí entre todos sus gatos, a mí porque no me tiembla el pulso y conozco los barrios, conozco a la raza, a los valedores cabrones y a los maricas, a las morras que prestan y las persignadas, a los taqueros que compran cualquier carne, a los tamarindos y azules de tres pesos. Además soy fiel al patrón hasta la muerte, él lo sabe y por eso enveces me invita a desayunar a su casa de Cuernavaca y una vez hasta me dejó dormir con una de sus hijas, que pus no son sus hijas pero viven con él.
Y si creen que por estarles contando todo esto el patrón me va a dejar entambado se equivocan, pendejos, porque no van a decir nadita saliendo de aquí, nada de nada, ojetes, o ya saben, van a acabar igual al Bale, abriendo la boca como pescados en un charco rojo rojo.
Estuvo cabrón dar con él, no se vayan a creer, darle aire no fue lo mesmo como con cualquier otro pendejo. Imposible madrugarlo, el güey tenía unas pinches antenas como de cucaracha que le avisaban cuando la cosa se ponía jodida; justito antes de que lo chingaras ya estaba corriendo para esconderse en la alcantarilla o abajo de la estufa; pinche rata ponzoñosa criada en los respiraderos del metro, siempre nos andaba jodiendo a nosotros, al patrón y al negocio.
Primero, el culero se quebró al Latas allá por Azcapozalco. No voy a mentir, el Latas cargaba su par de muertitos, pos quién no, de hecho muertitas, un par de huilas cabronas y rejegas. Él se las manejaba al patrón. Las traía de Oaxaca y Guerrero vía la Tapo y luego luego a chambear; las pasadas de lanza amanecían frías en algún baldío por querer robarle tres pesos o mentir cuando decían “no tuvimos clientes” y pos sí habían tenido. Era una riata el Latas, sabía apalabrarlas y la verdá algunas hasta bonitas eran, mira si yo conocí algunas.
Como haiga sido, una mañana amaneció ahorcado en su casa y luego luego supimos quién fue. Todos lo sabían, el Bale tiene una forma de matar reconocible de Cuautitlán a Xochimilco: nunca usa cuete ni pico y ataca siempre cuando el valedor anda solo.
El Bale, el pinche Bale. No contento el cabrón con chingarse al Latas, le anduvo siguiendo los pasos al Rober, que ese güey pa que vean no la debía, nomás llevaba las cuentas del patrón y le checaba los pordioseros de la zona del bordo. No sé por qué el pinche Bale fue tras el Rober, tal vez porque era más fácil enfriarlo a él y no a cualquier otro, como a mí por ejemplo, o al mismísimo patrón.
Bueno, el güey tenía sus pecados. A sus dos hijas, unas chuladas, las pasaba a visitar a su cuarto cuando se ponía pedo. A las dos, el cabrón, y desde que eran niñas. Todos lo sabíamos, hasta su vieja, pero al patrón no le importaba mientras llevara bien la contabilidá.
Al mes de lo del Latas apareció el Rober frío bajo un puente cerca del bordo. Los amigos de la procu le avisaron luego luego al patrón: “fue el Bale”. El patrón, encabronadísimo, me mandó llamar y dijo: “quiero la cabeza de ese hijo de la chingada”, así tal cual, la cabeza. Quería ir yo solo, pero me mandó con el chamaco Solís.
El chamaco venía del norte y asegún juraba había sido zeta y había mochado cabezas y torturado y bla bla bla. Yo no le creía, una vez zeta zeta hasta la muerte, pero el patrón sí le creía y quién soy yo para discutirle al patrón. No era muy de mi confianza el Solís, me ahueva la gente cuando habla nomás de ellos mesmos. Así era el pinche chamaco, se la pasaba chachareando sobre el norte y las madres que asegún hizo y yo nomás escuchaba calladito calladito.
En el bordo no averiguamos mucho, la raza estaba apanicada y no soltó, y eso que también nos temen al patrón y a mí. Nos vimos obligados a darle una calentadita a un tendero, y eso nos llevó al Rosario, donde tras sacarle un susto a una ñora que renta cuartos supimos que el Bale andaba escondiéndose en Lomas de Zaragoza porque se había chingado a un comandante de la tira, el famoso Chamagoso, con quien el patrón también hacía sus bisnes. Puta, me dije, cuando se entere se va a poner como diablo, y le dije al chamaco Solís “¿ya vistes lo cabrón del pedo?”, y el güey nomás se reía y asegún él el Bale era un pendejo y nos lo íbamos a cojer así facilito.
Fuimos a Lomas de Zaragoza y en dos días ya estábamos oliéndole los pedos, una vez llegamos a su cuarto justo cuando se acababa de juir y hasta nos quedamos con su ropa apestosa y algunas cosas, pero el culero se nos fue por los pelos. El patrón llamó, nos daba tres días para terminar el trabajo. Nunca lo había visto encabronado así, pero pos era con justa razón.
Fuera como fuera, al día siguiente nos cojimos al Bale. Fue gracias a una de las viejas del difunto Latas, conocía gente en la zona y asegún lo habían visto. Eso le pasa por llevar su pinche balero a todos pinche lados, el pendejo. Supuestamente se andaba juntando con una bola de chemos, segurito pa disimular y esconderse de nosotros. El chamaco ya se hacía mochándole la cabeza, pero a mí la cosa me olía mal. Ese güey no es cualquier pendejo, algo traía entre manos. Como sea, no le salió, porque nosotros nos lo chingamos.
Desde una casa abandonada nos pusimos a espiar la vecindad de los chemos. Cuando oscureció salieron todos en bola, de seguro el Bale iba también. Los seguimos, llegaron a una fiesta reguetón llena de morros, ya saben, casi cojiendo y poniéndose todos hasta la madre. El Bale estaba escondidito tras las bocinas de la música, tenía su balerote y una botella de agua (asegún el cabrón no chupa ni se mete nada) y se estaba quieto nomás licando. Gracias al ruidero el güey no nos sintió llegar. Le saqué la fusca en la jeta y lo arreamos pa fuera. El patrón iba a estar contentísimo.
Lo llevamos a un baldío bien oscuro y le preguntamos si prefería que lo matáramos ahí mesmo o lo lleváramos con el patrón. El güey no dijo nada, nomás nos miraba con ojos de sentirse muy verga, como si juéramos nosotros los apañados. Eso encabronó al Solís, sacó su cinturón y se puso a madrearlo con la hebilla, una grandota de fierro con forma de hoja de mariguana. Yo apuntaba la fusca y dejaba al chamaco, a ver si sacaba lo zeta y se ponía cabrón. Quién sabe cómo estuvo la cosa, pero el Bale se zafó de las manos y agarró al chamaco, no vi nada porque estaba muy oscuro, pero clarito escuché huesos quebrarse y el Solís ni se quejó, nomás cayó al suelo.
Disparé, el Bale brincaba de un lado a otro como pinche chango poseído. Cuando se terminaron las balas saqué mi navaja y lo apuñalé, porque todavía se movía, hasta que se quedó quieto. En eso llegó la tira, algún soplón de seguro nos vio ir para allá, pero conseguí juirme justito antes del baldío.
Por cierto, al patrón no volví a verlo porque cuando regresé a mi cantón me esperaban unos judas. No fue por lo del Bale, nadie sabe que fui yo, sino por unos negocios del patrón allá por Texcoco que terminaron mal. Me tocaba pagar a mí, y pos ni quejarse, ya saldré y de seguro el patrón sabrá recompensarme, estoy haciendo mi parte.
             Les cuento esto porque hay algún pendejo allá afuera sigue enfriando cristianos usando el nombre del Bale, y pos no es cierto, yo al Bale me lo cargué de diez plomazos y cincuenta piquetes. Y ni se les ocurra ir a contarlo, cabroncitos, no me quieren de enemigo, ya me aprendí sus nombres y conozco sus jetas. De mi patrón o de mí no se pueden esconder. Ya vieron, ni el Bale pudo.