22 abril, 2011

VIERNES



Desperté tres horas y media más tarde que un viernes natural. Encontré un par de ojos cafés cerca de mi mano, que bueno. Algunas canciones que suenan en el estereo de un automóvil. Una ciudad que se quedó en pausa y un sol que respira tranquilo y se infla a sus anchas en el asfalto. El filete de un pez en mi plato. Un abrazo infinito a mi hermana. Una tienda a punto de cerrar. Otra vez el asfalto corriendo frente al parabrisas de un auto. Un pequeño pájaro que no puede volar y se esconde debajo del lavamanos. Noticias. 32 muertos más encontrados en otra fosa. 152 muertos que no caben más en los refrigeradores. Un puto gobierno que debe alquilar maquinaria para almacenar a los cuerpos que tal vez nunca serán identificados. Un país que tampoco puede volar pero no se esconde, más bien se desmorona. Puta madre. Escenas de gente flagelándose. Un papa que parece haber salido del apocalipsis de algún comic americano. Un cielo que esta noche parece más grande porque tiene estrellas. Una cita en la página de un libro. "La vida es peligrosa, no por los hombres que hacen mal, sino por los que se sientan a ver qué pasa". NO. No quiero ser devorado por un sofá. Quiero ser pez y perro, quiero ser relámpago y timbre postal, quiero ser ventana y un putazo en la cara. Otra vez los ojos cafés cerca de mi mano, otra vez, que bueno.

19 abril, 2011

Heriberto Yépez: qué chula mi ligereza intelectual


“Seguir siendo humano en estas condiciones es inhumano”.

Horst Matthai Quelle

Se suponía que en esta entrada subiría una serie de minificciones que acabo de escribir, pero me topé en el camino con la columna sabatina de Heriberto Yépez, publicada en Milenio Diario, (la cual, pueden leer AQUÍ). En principio quedé un tanto decepcionado, ya que no creí que un personaje tan docto como el señor Heriberto, poeta, filósofo y ensayista; tuviera tal pobreza argumentativa, ya no digamos poco documentada. Después analicé un poco más a fondo, e incluso percibí cierta prosa golpista.

Aproveché que Carlos Marín había escrito en su columna de ayer lunes sobre el asunto para verter mis opiniones y contrapropuestas, y resulta que mi comentario fue censurado sin más, por esos paladines que se llenan la boca de libertad de expresión. ¿Por qué en mi país no se pueden hablar de estos temas sin hacer a un lado ese maniqueísmo perverso que sitúa a los críticos de la estrategia gubernamental de combate al narcotráfico en el margen del renglón, casi casi peleando hombro con hombro con la delincuencia organizada?

Veamos lo que dice el primer párrafo: “Tras el asesinato del poeta Javier Sicilia se ha intensificado la oposición de intelectuales a la ‘guerra contra el narco’. Los intelectuales mexicanos básicamente piden que pare la guerra y se legalicen drogas”. ¿A qué intelectuales se está refiriendo Yépez?, no hay nombres ni apellidos (y eso me extraña viniendo de Milenio Diario, un medio que casi todo el tiempo exige profesionalismo y cifras, cabrones, cifras).

Qué chingón hubiera sido toparme con una disertación filosófica-sociológica sobre el problema del narcotráfico. En lugar de ello, encontré fanfarronería dolosa: tal parece que incubar el odio se ha convertido en un deporte nacional. Haciendo a un lado el análisis, Yépez, impulsado por la línea editorial de su periódico, llega al paroxismo de pasarle la factura de las muertes del narcotráfico a los adictos: "Vamos al grano: el consumidor de droga mexicano, junto con el gringo, es el patrocinador directo de todos esos asesinatos".

Partiendo de esta tesis se podrían repartir las culpas de la siguiente manera: son culpables las chicas que son enganchadas en las redes de prostitución con drogas adictivas; son culpables los niños de la calle que inhalan chemo y cuya realidad es más infernal que la de cualquier intelectual (incluyendo a Yépez); son culpables los drogadictos que venden hasta los tenis por obtener un poco de cocaína; son culpables los heroinómanos que mueren de sida o de un pasón en los callejones más mal pedo de la ciudad. Todos ellos son culpables porque no pueden controlar su síndrome de abstinencia y siguen arriesgando la vida buscando un dealer en colonias de mala muerte.

He tenido amigos que han logrado salir del círculo vicioso de la adicción, pero pocos logran hacerlo. Si Yépez tuviera un poco de sensibilidad pediría perdón a todos esos enfermos por haberles dicho asesinos y de paso a Javier Sicilia (por burlarse así de la muerte de su hijo).

Yépez también reclama a los intelectuales no haber protestado contra la narcoviolencia que ya existía antes de Calderón (tampoco dice nombres, yo pienso que para no enojarse con sus amigos). En ese sentido yo podría reclamarle por no haber protestado por tantas y tantas muertes, desapariciones y violaciones que están hoy en los registros de las organizaciones defensoras de los derechos humanos, muchas de ellas, relacionadas directamente con autoridades de todos los niveles. ¿Por qué no protestó él cuando en Atenco policías violaron mujeres y mataron a un estudiante y a un niño? ¿Por qué no le reclama a José Agustín, Parménides García Saldaña, Roberto Bolaño, Arturo Pérez Reverte y Élmer Mendoza por fomentar esa narcocultura a través de sus obras?

En este punto quisiera hacerle una propuesta todavía más radical que prohibir los narco-corridos y renunciar al consumo (es más, yo propongo renunciar al consumismo en general, ya que él no quiere entrar en particularidades): mientras siga habiendo muertes en el contexto de la guerra contra el narcotráfico, no sólo dejemos de enaltecer el consumo de drogas en novelas, cuentos, obras de teatro, etcétera; sino que hagamos quemas masivas de ejemplares de Los detectives salvajes, De perfil, Se está haciendo tarde y toda aquella literatura que nos remita a esos drogadictos asesinos y causante de tantas muertes a los que él se refiere. Ya entrados en gastos también podríamos incinerar Diablo guardián de Xavier Velasco por fomentar la trata y el comercio sexual.

Yo la verdad tampoco le creo al señor Yépez cuando dice: “Es frecuente que la intelectualidad nacional pida la legalización. Yo también estoy a favor de ella, pero más a favor de que mientras la droga sea traficada por personas sin escrúpulos —narcos o policías, militares, funcionarios corruptos— seamos radicales: renunciemos al narco-consumo”. Dudo que el orgullo literario de Tijuana esté a favor de la legalización, dado que desconoce que uno de los principales argumentos de sus promotores es que ese dinero que se invierte en maquinaria de guerra se invertiría en campañas de prevención para evitar el consumo en niños y jóvenes, además de que también se legalizaría el autoconsumo, con lo cual prácticamente se acabaría con la dependencia a los cárteles de la droga. Pero que no se malentienda: la legalización no es la solución al problema del narcotráfico y tampoco acabaría con la violencia. Para ello se requiere de una solución integral, una que destruya los tres principales pilares de los que se nutre la delincuencia organizada: la ignorancia, la pobreza y la corrupción. Una que reconstruya el tejido social barrio por barrio, que le ponga un alto a esa cultura del consumismo y la frivolidad que nos transmite la televisión y su parrilla de programas chatarra, solapados a su vez por la cultura hegemónica. Que les dé una esperanza de vida a esos adolescentes que son orillados a formar parte de los ejércitos de la delincuencia organizada por desesperación y falta de oportunidades. Al menos mi ¡Ya Basta!, va en ese sentido. Seamos radicales: renunciemos a la estupidez.

14 abril, 2011

La pausa


Al microbús se subió una chica con mallas negras y una blusa-camisa lo suficientemente larga para tapar su trasero, rostro redondo y nada feo, y el cabello lacio peinado coquetamente hacia el lado derecho. No hice caso, embebido en mi libro sobre los Templarios. Tras pagar, balanceándose debido al furioso manejo del chofer, caminó por el pasillo del microbús mirando con ojos desdeñosos a los pasajeros que no utilizaban el asiento de la ventanilla, dejándolo vacío como una muestra de poder: si quieres sentarte aquí deberás pedirme permiso. Gracias a mi inveterada costumbre de sentarme hasta el fondo, antes de la puerta de salida y del lado de la ventana, el asiento del pasillo junto a mí era el único desocupado. Ella me miró con curiosidad glacial, tan característica en ciertas mujeres, realizó un sencillo cálculo en su cabeza y se sentó a mi lado. Desde ese momento no pude seguir leyendo. Mis ojos recorrían las líneas de tinta sobre el papel, pero las letras se habían tornado en diminutos bichos que bailaban a ritmo cardiaco. La belleza femenina siempre tiene ese efecto en mí. En mi ayuda acudió la Experiencia, señora oronda que camina bamboleante por la calle mientras alecciona con enfático dedo, y me impidió voltear hacia la chica y disciplinadamente mis ojos siguieran persiguiendo los insectos del libro. Ella abrió su bolso y sacó un estuche de maquillaje con un espejo pequeño manchado de polvos rojizos. De reojo la vi fingir retocarse el casi inexistente maquillaje de su rostro, y digo fingía porque la almohadilla para el colorete estaba técnicamente limpia. Aparentaba indiferencia cuando no era así. Porque, y esto me llevó años entenderlo, resulta obvio cuando eres realmente indiferente para una mujer; su energía, su atención, su mirada, nada está dirigido hacia ti. Puede estar a tu lado y estar sola. Pero cuando le resultas atractivo aunque sea en un ínfimo grado esta indiferencia es Teatro, el primer acto del Juego, una tímida invitación: la señal de que podrías/deberías hacer algo. Obviamente no me pedía lanzarme sobre ella, no, simplemente quería disfrutar de un breve coqueteo durante el trayecto. No me agrada gran cosa el coqueteo porque de inmediato los demoniacos químicos ocultos en mi cuerpo salen disparados por mi sangre y me obligan a cometer estupideces. A las mujeres se les conquista con una mezcla de frialdad y arrojo, y para ser frío y arrojado se debe tener la mente clara. Además, sentarse junto a mí había sido una pésima elección, estábamos demasiado cerca para intercambiar fugitivos duelos de miradas, generalmente lo más atrevido a que llega la coquetería en una unidad de transporte público citadino. Por lo tanto, estábamos obligados a vernos con descaro o de plano iniciar una conversación. Durante años había fantaseado que una mujer hermosa se sentaba junto a mí en un microbús y comenzábamos a platicar, media hora después fornicábamos en un motel. Con el tiempo, la señora oronda e implacable de la Experiencia habíase encargado de debilitar, transparentar y volver en fantasmas esta fantasía. Era mejor así. Pasé de página en el libro sabiendo que tendría que volver a ella después, ya había perdido el hilo de la historia. La chica se hartó del maquillaje y guardó el estuche en su bolso. Un rápido vistazo, por demás arriesgado y hasta vulgar, me confirmó la esbelta belleza de sus piernas. Arrepentido por tan lúbrica mirada, una vez más víctima de mi funesta cachondez, dirigí los ojos a la ventanilla con lentitud, como si me diese pereza el hecho de estar vivo. Afuera un grupo de obreros trabajaba haciendo una nueva banqueta. Llevaban haciéndolo desde la semana anterior. Un joven moreno, delgado y con el pelo peinado en picos endurecidos por el gel que me recordaron a los personajes de Dragon Ball, regaba la tierra apisonada que serviría de base al colado con una manguera mientras con la otra mano revisaba su celular, un modelo tan barato como el mío. Otro obrero, tan joven y cuidadosamente peinado como el primero, se acercó por detrás, lo tomó por la cintura y fingió uno, dos, tres, cuatro embates pélvicos. El segundo obrero se retiró riendo con dientes blanquísimos mientras era perseguido por el agua de la manguera que el primer obrero le aventaba en venganza, riendo también, ofendido nada más en la superficie.
            —¿De qué es tu libro?
            La voz de la chica tenía un eco empalagoso, de mujer acostumbrada a reír y ser consentida. El terror acudió a mí, al mismo tiempo la máscara, aquella que se fue construyendo sola sobre mi cara a base de golpes, derrotas y malentendidos, respondió con tono casual, o lo que yo entendía como tono casual mientras estuviera atrapado dentro de mi cráneo, sitiado por mi epidermis, etcétera:
            —Otro canto a la poderosa cultura europea.
            Sonrió mi máscara, la sorna afloró en el rostro de la chica.
            —Ah.
            Volteé a verla. Joder, era bonita. Bajé los ojos. Mierda, qué buenas piernas tiene. La máscara y yo luchábamos por decir la siguiente frase. No sé quién la dijo:
            —Es un libro puramente fantástico sobre los caballeros Templarios —le mostré la portada, multicolor y obscenamente comercial—, sin duda mucho menos interesantes que lo aquí escrito.
            —Ah, qué bien.
            Era obvio: yo no era lo que ella esperaba. Sonreí tras mi máscara. Pude olerlo: la chica era miembro de ese mayoritario contingente de los que no sienten el mínimo interés por el conocimiento y prefieren el machacón y desabrido revolotear de las pláticas cotidianas. Pude imaginarla riendo, bailando, bebiendo, cantando en la ducha, trabajando, todo sin ser manchada por el conocimiento, la crítica, la fortaleza de espíritu. Seguramente, me reí a carcajadas bajo mi máscara, ella pasaba horas frente al televisor viviendo a través de los pésimos actores de las telenovelas, sintiéndose importante de alguna manera gracias a las celebridades y sus frívolas vidas, siendo insultada sin saberlo en cada comercial, tragando sin masticar cada ladrido del sistema informativo del Imperio, lánguida como espárrago hervido, insubstancial, aburrida y aterrada. Y yo, me desternillé de risa, tan sabio, tan culto, tan espiritual. Ella podría tener el cuerpo más hermoso del mundo, un arma que derrotaba a casi todos los hombres, e incluso ser dueña de una voz llena de coloridas reverberaciones, pero si pertenecía al submundo de los educados para no vivir estaba muy, pero muy lejos de mi liga, mi nivel, mi pequeño y solitario reino. La chica lanzó un nada discreto suspiro de burla.
            —¿No tienes nada mejor qué leer? No deberías perder el tiempo con esa basura.
            Fue como una bala que atraviesa la muralla, agujera el cuello del centinela, rompe la ventana y se va a clavar junto a mí, cómodamente refugiado en mi habitación-búnker.
            —¿Cómo?
            Pude detectar un dejo histérico en mi voz. Si sufriera asma en ese momento tendría un ataque. Ella había calificado como basura a mi libro. Eso quería decir una de dos cosas: o era más estúpida de lo que parecía e intentaba hacerse la chistosa, o conocía del tema y lo consideraba menor —lo cual es debatible—, y por lo tanto, de pronto pertenecía a mi club de los oh-soy-letrado; y si competíamos en la misma liga, su cuerpo generoso y su voz reluciente eran armas incólumes ante mi supuesta barrera de superioridad. Tragué saliva y le dirigí otra rápida mirada. En sus facciones relucía una burla que le daba fuerza, que la hacía verse tan bella como Brigitte Bardot a los diecisiete años.
            —Existen cientos de libros con temas realmente interesantes, libros llenos de literatura, de humanidad, de verdades, visiones personalísimas y universales del mundo. Un best-seller sobre los Templarios es perder tu tiempo.
            Mi sorpresa se tornó en furia. ¿Cómo podía ella juzgarme así sólo por ese libro? ¿Cómo podía saber que no estaba ahíto de leer a los Borges, Prousts y Kafkas y para variar quería algo ligero? Carajo, me sacaba de mis casillas que la gente juzgara así, al primer vistazo, siempre desde su estúpido punto de vista “superior”, como si todo lo pudieran, como si todo lo supieran. No hay nada más detestable que la gente prejuiciosa.
            —Estoy haciendo una investigación para mi novela —habló mi máscara con helada entonación—, está ambientada en la época de los Templarios.
            El golpe había sido dado. Ahora pasaba de ser un lector de obras menores a un escritor. Ella no tenía por qué saber que cuatro cuentos inconclusos y tres inicios de la Gran Novela Mexicana ganaban polvo en el último cajón de mi escritorio. Si yo decía “soy escritor” lo era, y ella no podría rebatirlo. Además, y lo más importante, me adelantaba varios metros, le demostraba que yo era un creativo, un artista, alguien con licencia para ser loco y cantarle a la vida, la guerra o el desamor.
            —¿Ah sí? ¿Y de qué trata tu novela?
            Seguía presente la burla en su voz, tan llena de matices infantiles como una fiesta de cumpleaños escuchada desde lejos. ¿Por qué demonios se sentía tan segura? ¿Quién era ella, qué hacía, qué sabía? Me di cuenta, mientras mi máscara se preparaba para responder, de la necesidad de llevar la plática hacia ella; hablar de mí podría resultar un campo minado frente a una chica no únicamente dueña de un cuerpo genéticamente superior, sino de una mente y un bagaje cultural posiblemente mayores a los míos.
            —No me gusta hablar de mis obras hasta que están terminadas, pero puedo darte un pequeño adelanto: es una fantasía sobre dos guerreros teotihuacanos llevados, gracias a un soplo divino, a la Europa del siglo XIV.
            Dios, soy ingenioso, pensé mientras hablaba. No únicamente había inventado un argumento sin pensarlo mucho, sino que al decir “mis obras” implicaba que era un escritor de callo grueso, de camino largo, dueño de lo que escribe y para quien la lectura de un best-seller sobre los Templarios es una excentricidad plenamente justificada. Alentado por mi sonoro éxito, me adelanté a su respuesta y apreté el torniquete:
            —¿Y tú, a qué te dedicas?
            Ella me miró a los ojos por primera vez. Fue como si agua helada y agua hirviendo escurrieran por mi espalda. No eran ojos los suyos, sino agujeros negros supermasivos que, estaba seguro, se habían tragado a tantos hombres que sería absurdo llevar la cuenta. No anunciaban crueldad, no anunciaban precipicios, eran de una pureza intoxicante, prohibitivamente arrasadora, en la que cualquiera quisiera enterrarse y nadar hasta el fondo porque el resto del mundo ya no tenía sentido. Mierda, no era su trasero redondo ni sus piernas torneadas ni su voz de polen y aguamiel, eran sus malditos ojos los que ahorcaban a los hombres. Ya no importaba si era culta, mundana o angelical. Ya no importaba nada. Me había derrotado en tres jugadas como un maestro ruso de ajedrez. En ese momento la máscara vino en mi ayuda. Ésa era su razón de ser: sobrevivir. Aparté mi mirada de sus ojos y aguardé la respuesta con la indiferencia de un viajero en la sala de espera; mi corazón comenzó a tranquilizarse y mis manos dejaron de sudar. No podía perder esa partida, no por mi honor, y mucho menos porque quisiera llevarla a la cama —lo consideraba imposible desde que se subió al microbús—, sino por el hecho de no dejar a mi género en el piso, de demostrarle que no todo los hombres caerían abatidos así nada más, sin luchar, sin morir con la cara al sol.
            —Trabajo en la Oficina Gubernamental que Otorga Becas a los Artistas —dijo como si escupiera delicadas bolas de fuego—, de hecho está a mi cargo el Departamento de Apoyos a la Literatura.
            Tantas mayúsculas en su diálogo no me distrajeron del borbotón de burla que cruzó mi mente: “si tienes un trabajo tan sonoro, ¿por qué usas microbuses y no tienes auto?”, lo cual era una estupidez, claro, y por eso el pensamiento borboteó y luego desapareció por la alcantarilla del subconsciente. Me había metido en la boca del lobo, o mejor dicho, los ojos de la loba se habían metido en mí. Ya no supe para dónde continuar. Decidí, cobardemente, emprender la retirada.
            —Increíble, debe ser un trabajo lleno de gratificaciones —dije con mi español aprendido en los subtítulos de las películas gringas mientras guardaba el libro en mi portafolio flexible que se lleva a la espalda—, pero aquí me tengo que bajar.
            —¿En serio?
           Por la ventana se veían mansiones y árboles. ¿Por qué no debería bajarme aquí, maldita mujer hermosa? ¡No me importa llegar tarde, quiero huir de ti! Ella me miró, taladrándome, y no se movió un centímetro sobre su asiento. Para ustedes, lectores que no conocen el transporte público de esta ciudad, el pasajero del lado de la ventanilla no puede salir si está ocupado el sitio adyacente a menos que pase por encima del ocupante. Esta aclaración, hecha con la velocidad de una avispa, atemperó mi mente. Ella había visto claramente el miedo mí. Estaba perdido. La máscara había fallado una vez más. Ahora ella sabía hasta dónde mis pies se plantaban firmes y en donde ya no. Con voz atragantada, como si estuviera por llorar, insistí:
            —En serio, esa es mi parada.
            Cruzó los brazos en caprichoso gesto y se hizo a un lado. Nervioso, casi frenético, rocé su pierna con la mía cuando pasé a su lado. Sin voltear, sintiendo los ojos del diablo posados en mi nuca, pulsé el botón de bajada. El microbús se detuvo. Descendí y me alejé casi corriendo. Esperé cinco minutos y volvía a la parada a esperar otro transporte. Se me había hecho tarde.
            Al día siguiente, a la misma hora, en un microbús similar pero con diferente chofer y diferentes compañeros de viaje, pasé por donde los obreros construían la banqueta. Estaban dándole los toques finales. No pude reconocer a los dos obreros bromistas entre quienes laboraban afanosos vaciando cemento y aplanándolo. Esto me hizo sentir un profundo alivio, era como un analgésico extinguiendo un dolor sentido durante horas. Lo que había pasado ya no era más. El miedo mostrado a la mujer, sus ojos terribles, mi vergonzosa huida, nada había existido. Volví los ojos a mi libro sobre los Templarios. Tras dos páginas miré por la ventanilla, estábamos donde me había bajado ayer. El microbús se detuvo y una mujer subió. Al verla caminar por el pasillo hacia mí supe que estaba perdido. En esta ocasión ella no permitiría mi escape. Cerré los ojos y deseé estar despierto.

11 abril, 2011

Debajo de todas esas luces están los Chemical Brothers













Vive Latino 2011: o mis aventuras en el Vive Cochino





Estaba en mi casa iniciándome en la lectura de Haruki Murakami (el ayatola de la nueva ola de intelectualillos jóvenes y anexas) para ver de qué lado masca la iguana, cuando me acordé que días atrás le había comprado un boleto del Vive para el domingo a la prima de una amiga. El caso es que como ya no alcancé tíquet para ver a los Chemical Brothers, decidí como premio de consolación toparlos aunque sea en ese festival que cada año reúne, asegún, a lo mejor del rock hispanoamericano y celebra la pluralidad y la buena onda (goeeeeey, con voz pluriculta de chavita de la Anáhuac).

El viernes estalkeé un poco de la transmisión en vivo por Internet. Me gustaron (por rifados, más no por buenos) Los Estrambóticos. Por divertidos, Los de Abajo (chido que le dedicaron una rola a Rita Guerrero) y Tokio Ska Paradise Orchestra (unos japonésidos que prendieron a la bandera bien gruexo). De Alika y Nueva Alianza soy fan, ni hablar, pero para ser sinceros, cantó un poco feíto esta vez, aunque después se compuso y transmitió sus vibras rastafarizescas pachequihipis. De lo que pasó el sábado no me interesa hablar (es más ni me enteré). Reconozco la estrategia de marketing que explota la nostalgia noventera, y quizás para muchos ver a Caifanes fue como regresar a las pedas de la primaria, pero pues yo francamente pasé sin ver.

Paradójicamente, el domingo también recibí un mensaje del Mateo Calavera vendiéndome un boleto, como buen mexicanote a la mera hora, ya sin tiempo para invitar a nadie (le hablé a mi manager, pero creo que le dio huevita nada más de pensar en la idea, ni modo, ella es más popera).

Como a eso de las 4 de la tarde llegué al Foro Sol, fui por mi boleto y atravesé la Calzada Ignacio Zaragoza. Los que ya se la saben, van primero a las tienditas de enfrente a comprar sus caguamones en vaso al dos por 50 y de paso le echan algo a la anaconda antes de entrar con los mercachifles del festival (que te dejan caer la chela en 70 varos y las hamburguesas en 80, ay güey, ¿no le pierden?). Yo me eché un par de tostadas y una Red Cola. No quería pistar, porque entonces probablemente hubiera llegado a dormir y no a escribir esta reseña.

Al entrar, me recibieron unas chicas vestidas de aborígenes que repartían programas y se tomaban fotos con la cochambrosa. Primero fui a ubicar el escenario Vive Latino (previendo que ahí terminaría el asunto a eso de las 12 de la noche). El look más socorrido de las chavas era blusita y shorts estilo Lara Croft, y la prenda unisex más abundante eran los jeans y las camisetas de colores y diseños locochones. La voz de Fidel Nadal (amigo personal de Alejandro Echavarría, alias El Mosh) emitía algunos cantos pachamámicos. Se escuchaba bien, nada que ver con aquel tristemente célebre toquín en la Facultad de Polacas organizado por el colectivo Conciencia y Libertad en donde hasta el público de orcos, trolls, súcubos y goblins lo hizo llorar.

Luego pasé por la Carpa Roja para ver a Los Daniels en acción. Estos chavillos rifan, prenden y manejan el escenario (sus sencillos Te puedes matar y Quisiera saber, ya son todos unos señores hits). Cuando terminaron su presentación, regresé al escenario principal, en donde Dr. Krápula, una banda colombiana, hacía de las suyas y dedicaba una canción de su repertorio pambolero a todos los chicharitos que juegan en la calle (ots, estos cabrones sí son la pura banda hincha). Compartió el escenario también con ellos, el ajonjolí de todos los moles, Rocco el de la Maldita Vecindad; con sus consabidos choros políticamente correctos de salvemos al mundo. Pero como la mayor parte de la banda es valemadrista (gracias a la cultura hegemónica del consumo y el agandalle), poco faltó para que le aventaran una botella con agüita amarilla.

Ya no alcancé a ver a Telefunka, pero en cambio me chuté algunas rolitas de Puerquerama (a quienes no les saqué foto por respeto a los lectores). Y todavía abordé a tiempo el Escenario Indio para disfrutar de la cachondería de la Mala Rodríguez, que salió al escenario con un traje de Dominatrix y medias de red. Como lo esperaba, cerró con La Niña.

Mientras esperaba a que el staff conectara los instrumentos de La Barranca, compré una cerveza sin alcohol para engañarme a mí mismo y me senté en el pasto un rato. El Vive desde el nivel de cancha es otro viaje. Ahí compruebas que digan lo que digan, la droga sigue llegando a sus hijos (y no sólo llega a ellos, sino que éstos son unos atascados), y que la hipocresía de las campañas televisivas no permea cuando tienes a un monopolio chelero como patrocinador principal de un festival juvenil (y todos sabemos que el alcohol es la puerta de entrada a la marihuana). Diría Ska-P: Lega, legalización.

Al nivel del piso ves de todo: morritos de menos de 4 años dando sus primeros pasos en el terreno del rock; novios durmiendo sobre la grava caliente debajo de los templetes; borrachos indecentes tratando de bajarse del avión; grupitos de amigos cheleando alegremente. En ese viaje andaba cuando salió José Manuel Aguilera al escenario, que aunque ya está cateadón, tiene su público. El sonido de La Barranca es muy diferente a los de las nuevas bandas, lo mismo que sus letras. Son músicos de largo aliento y se les nota. El Alacrán fue para mí lo mejor de su repertorio. Antes de que terminaran, me dirigí al escenario Vive Latino, con miras a alcanzar buen lugar cuando salieran los hermanitos químicos.

No sé a quién se le ocurrió meter con calzador a The National, espero que no haya sido uno de esos hombres de gris snobs que conocen a medio mundo y se los encontraron en una fiesta. Señores: The National no es Interpol, y si acaso pensaron que su sonido jalaría, se equivocaron. Aunque el público mexicano es tan chingón, que le aplaude a lo que le pongan enfrente… siempre y cuando cante en inglés.

Los siguientes en el programa, eran Los Babasónicos (algo así como Los Hombres G de Argentina, pero con un sonido menos meloso). Está bien, lo confieso: tengo mis historias con las canciones de estos güeyes y disfruté mucho desindividualizarme y unirme al público que las coreó. Empezaron poderosos con Sin mi diablo. Se podría decir que tocaron puro hit: Irresponsables, Cuello Rojo (con Sax, como invitado especial), Pijamas, Yegua, Y qué, Pendejo, El loco y El Colmo. También tocaron un par de rolas nuevas y entre la muchedumbre hubo insatisfacción porque les faltó Putita. No quiero imaginar el suplicio que sufrió el vocal con sus pantalones de cuero negro, bajo ese vendaval de luces y con este chingado calor.

El plato fuerte de la noche se retrasó un poco. Mientras tanto, el público se deleitaba con el ya clásico grito misógino y sexista de: ¡Chichis pa’ la banda!, ¡zórrale!; reproducido por los propios organizadores del festival. ¿A quién le den pan que llore?

Y entonces, el momento esperado llegó. El espectáculo de luces y sonido de los Chemical, no dejó lugar a dudas de porqué son los masters del sintetizador. Nos pusieron a saltar y a gritar como pacientes del psiquiátrico. Todos los sueños húmedos en 8 bits de la raza tachera se hicieron realidad: cabezas de clowns y arlequines, bailarines luminosos, robots de cuerda, volcanes en erupción, explosiones de pintura y criaturas computarizadas. Los momentos más energéticos fueron: Galvanize, Hey boy, hey girl, Horse Power y Block rocking beats. Con esta última cerraron en medio de fuegos artificiales y luces estereoscópicas.

EL RINCÓN DEL QUEJICA

En términos generales, el Vive Cochino tiene sus bemoles, pero está bien que siga existiendo, aunque pienso que cada vez recurre a trucos más baratos para alcanzar el máximo aforo. Aunado a ello, es falso que sea un festival plural. Hay cierta variedad, eso es innegable, pero para que sea realmente una fiesta de la diversidad le falta invitar a más bandas: metaleras, balkánicas, punks, hardcoreras, góticas, blueseras, etcétera. Sigue habiendo cierto favoritismo que beneficia a los grupos que son apadrinados por algún productor o amigo rico. Sin ir más lejos, todavía le tienen miedito al rock urbano, el único exponente invitado esta vez fue Charly Montana y me lo pusieron lejos y programado a una pésima hora. Y es que no les conviene que se descuelgue toda la banda de Neza York o Ecatepunk, como efectivamente pasa en esos conciertos en arenas y gimnasios deportivos donde hasta se meten al slam con la caguama en la mano. De lo que se trata es de que la banda rasposa no contamine su Disneylandia rockero; su Tierra de Nunca Jamás.

En cuanto al discurso políticamente correcto, cada vez está más fuera de lugar (pero no hay de otra, hay que seguir insistiendo). De eso me di cuenta cuando escuché algunos chiflidos en el momento en que en las pantallas gigantes salió la consigna de: No más sangre y El pueblo unido jamás será vencido. Ni siquiera pegó la campaña de reciclaje, ni su pretencioso afán de apertura al invitar a algunas ONG a poner su stand de información. Y es que la dialéctica es complicada: la banda va a alcoholizarse y a ver chichis. Resulta por lo menos contradictorio que todo ese discurso político (que está bien que se haga, porque es de los pocos eventos masivos en donde puede hacerse), provenga de un evento patrocinado, por ejemplo, por Coca Cola, una empresa que mientras se hace pasar por socialmente responsable, bajita la mano está acabando con los mantos acuíferos (tan sólo en Chiapas se ha apoderado del 40% de éstos y en Coatepec tiene permitido explotar 6 millones 417 mil y un millón 37 mil metros cúbicos de agua, la nota completa aquí). Me percate de ello al ver el piso: todo mundo tiró su vaso de Sol ahí, aun cuando había una organización ecologista que se comprometió a reutilizarlos si los echaban en los contenedores correspondientes. Espero que esos morrillos que correteaban por aquí y por allá sean más conscientes que sus hermanos mayores. Pero bueno chavitos, nos vemos el próximo año con más morbo y frivolidad para saciar su hambre de desmadre. My finger is on the button.

10 abril, 2011

TOKIO



Aproximadamente hace un año, llegó a mis manos una película que rompió mis paradigmas en la manera de contar historias, por esas fechas, yo reflexionaba acerca de las formas de narrar, las de la academia, nunca me han gustado. Afortunadamente "Tokyo" llegó a mi pantalla. Con un lenguaje cinematográfico lleno de metáforas, símbolos y sorprendentes vueltas de tuerca. Tres directores (Michel Gondry, Leos Carax y Boon Joon-Ho) abordan una realidad muy cotidiana, pero de alguna manera trastocada, cada una de las historias, por su apocalipsis muy particular. Tres historias que al mismo generan una especie de venganza poética en contra de los problemas más tangibles y cercanos de la sociedad actual, situaciones muy características del sistema económico y político en el que vivimos y el cual se ha encargado continuamente de demostrarnos, que la manera en que hemos configurado el mundo, no sirve. Hoy recordé esta cinta, porque gracias a la piratería, ja, llegó a mis manos una película del director francés, Leos Carax, "Mala sangre" de 1986, empecé a verla hoy por la tarde, el primer acercamiento resultó ser un éxito. Les contaré en el sigueinte post cómo resultó en su conjunto esta pelí protaginozada por la hermosa Juliette Binoche.

05 abril, 2011

Sueño de amor húmedo



 
Estaba con unos amigos y mi hermano cuando vi a mi padre. Caminaba directo hacia nosotros, con su afable sonrisa que a todos desarmaba, sin inmutarse por las cervezas en nuestras manos y los cigarrillos en nuestros dedos. Tras saludar, nos invitó a una reunión en la mansión vecina, en la que departía con sus antiguos amigos y en la que también estaba mi madre. Mi hermano y yo no lo dudamos, después de todo nuestra reunión tenía el tinte apagado de quienes ya se han dicho todo lo que quieren decir y se dedican a repetir anécdotas o a hablar mal de quienes odian. Así que apuramos nuestras copas de champán, apagamos los habanos y acompañamos a mi padre.
            El camino estaba lleno de perros amarillos que miraban un río cuajado de perlas, flores frescas y bolsas de basura. Sonaba, en las bocinas de los postes de luz, una canción del cantautor favorito de Natalie Portman. Pensé entonces, amparado por el veloz trote de mi hermano, que aquellos que acuden a todos los conciertos como vicio deben tener un problema en el oído tras tantos escandalosos decibeles cada fin de semana. Hasta entonces noté que algunos de los perros amarillos que miraba el agua eran en realidad señores disfrazados que filmaban (en secreto) el transcurrir del río, que además de pañales usados y diamantes llevaba en su cauce pequeñas manecillas de muñecas y relojes. Mi padre ya no estaba, pero supimos de inmediato a qué mansión se refería. Varios carricoches y palanquines estaban estacionados frente a un portón de lianas y mecates trenzados, de sorprendente elegancia, guardado por un soldado pálido como la nieve y alto como una ceiba. Mi hermano, que se arremangaba los pantalones, lanzó una carcajada de humo y pompas de jabón y nos dispusimos a entrar.
            El jardín de la mansión era enorme, abarcaba varios pueblos y la ciudad de México. A su vez era pequeño & cozy, con césped recortado y alberca de agua tan verde como el jägermeister. Grupos de ledos diletantes reían, bebían y conversaban con civilizada refinación. Algunas mujeres llevaban vestidos ampones y transparentes. Algunos hombres se ataviaban como castores constructores. Algunos niños chamagosos comían canapés. Sirvientas y mayordomos corrían de un lado a otro llevando bandejas con zapatos, copas de azúcar y jengibre y comida griega que olía mal pero chic. Chic & nice. Me fui topando con desagradables conocidos: la prima güera de la mujer que se rió de mí cuando declamé una poesía de Novo en la secundaria, el hermano del niño grandulón que me golpeaba en cuarto de primaria, el tatarabuelo de mi eterno rival en las clases de aikido de la preparatoria y varios más. A la luz de la sombra del atardecer, un eterno ocaso que más bien parecía un incendio en las nubes, me permití extrañar los guisos de mi abuela y los hotcakes de mi otra abuela. Me topé con una vieja amiga, de esas que alguna vez soñé con poseer y que ahora era una adulta de inteligente charla y sana preocupación por el estado político de las cosas. Conversé un rato con ella mientras con los ojos buscaba a mi hermano. Lo divisé contando chistes a un grupo de niñas hermosísimas que usaban pañuelos de colores oaxaqueños sobre el cabello. Aprovechando la llegada de más invitados me deshice de mi amiga y caminé a lo largo de una chaparra barda de piedra que dividía el jardín en dos: de un lado quedaban los desconocidos y del otro los que era vagamente familiares. Y sí, algún que otro amigo, ex suegra o profesor olvidado en la niñez pululaban por ahí. Me aburría como cigarrillo sin cerillos. Me dirigí hacia la mansión siguiendo la barda, que se curvaba cual muralla china. Entonces la vi, sentada, con su sempiterna sonrisa sarcástica.
            <Maldigo el momento en que tropecé con mis agujetas, tantos y tantos años atrás, y choqué de frente con ella. El golpe que nos dimos fue tal que terminamos en la sala del quirófano, donde con bisturíes brillantes y ultrasónicos separaron nuestros cuerpos, fundidos en el choque. Los cirujanos tardaron catorce meses en separar cada cabello, músculo y vaso sanguíneo, aunque claro, millares de células de su nariz quedaron en mis orejas, y un racimo de finos nervios de mi garganta quedó envolviendo para siempre su pulmón izquierdo. Otros catorce meses de dolorosas terapias físicas y emocionales fueron necesarios para separar nuestros espíritus entre sí. Teníamos sexo con frecuencia en aquella época, especialmente porque ella juraba que varias células epiteliales de su pubis se habían quedado en mis testículos, y que ella poseía un sinnúmero de vellos púbicos que originalmente alfombraban mi sobaco. Nunca descubrimos si eso era cierto, pero en el camino fornicamos de todas las formas posibles en que una mujer, un hombre y a veces una mascota puede hacer el amor. Y digo hacer el amor porque, a pesar de los tacones de aguja, las nalgadas salvajes y el placer de la asfixia antes del orgasmo, nuestros encuentros carnales estaban forrados con una luz líquida y dorada que nos hacía sentir más felices que príncipes daneses o campeones mundiales de ajedrez. Cuando la rehabilitación hubo terminado, siguieron otros catorce meses en los que nos fuimos alejando. Ella se embarcó en un crucero en órbita con tres chicos que yo odiaba porque estaban enamorados de ella. Yo me sumergí bajo los dedos de una diosa binaria que ofrecía impúdicos y narcóticos juegos de video. Ella me exigió que le pagara sus cuentas de pedicuras y bolsas Louis Vuitton que compraba cada semana para guardar el papel higiénico y las rocas que lanzaba a los pericos australianos del vecino. Yo perdí la mano izquierda intentando ganar un concurso de abridores de latas de cocacola, y el costo de la mano biónica que la reemplazó me impidió cubrir las deudas que ella contrajo en el hipódromo apostándole a “caballo-lleno-de-drogas”. Al final, ella me apuñaló varias veces mientras yo reía como un trozo de carne grasosa achicharrándose al fuego. Y luego vino un vacío similar al espacio entre las galaxias, que se alejan la una de la otra como si de eso dependiera su existencia.>
            Pero ahí estaba, sentada sobre la barda de piedra, sorbiendo un jugo de fruta azul y mirándome con burla. Monté en cólera, estaba seguro que ella sabía que yo acudiría a esa fiesta y había ido para pavonearse frente a mí. Fue tanto mi enojo que mi ropa, húmeda de rocío y aguanieve, se secó al instante entre nubes de vapor. La saludé con educado besito en la mejilla. Luego comenzamos a pelearnos. Ella reclamaba lo suave de mi carne y lo fácil que era hundir el cuchillo en ella. Yo la acusaba a gritos de que sin duda se había acostado con el afilador. Ella vociferó algo sobre mi abandono y que no me hubiese opuesto a su viaje en órbita, donde los tres chicos que la adoraban la obligaron a comer platillos franceses y mirar las mejores películas de arte venidas de Finlandia, algo que ella no podía soportar. Yo la acusé de robar mis gustos musicales y dejarme únicamente con Calexico y Belle and Sebastian, a los que ya no soportaba escuchar un día más. La discusión subía de tono, y con el tono (trompetas o cornos ingleses de fondo) la fría brillantez de nuestras palabras. Sin inmutarse, como si le ordenara al cajero de aurrerá que le vendiera marihuana, me lanzó una estocada trapera: “no luchaste por mí, pussy”. Eché mano a mi arsenal secreto, el que guardo junto a los discos de jazz fusión, y le reclamé su gusto por el oro y las miradas suplicantes de los osos polares. Estábamos a un tris de reconciliarnos. En ese momento metió la mano a la abierta cremallera de mi pantalón y comenzó a masturbarme. No permití que eso me distrajera y continué lanzando dardos, adjetivos y espumarajos. Ella hacía lo propio mientras su mano trabajaba. Se detuvo de pronto. Descubrí por qué: la mitad de los asistentes a la fiesta habían formado un corrillo alrededor nuestro; dándose codazos y guiñándose los ojos comentaban entre sí sobre nuestra discusión y el tamaño de mi pene. No sentí vergüenza, sino alivio. Cuando volteé, ella ya no estaba ahí.
            Vagué por el jardín hasta toparla de nuevo. Era obvio que me estaba esperando. La besé. Su boca sabía a océano, a estalagmita, a dulce de regaliz. Le quité la ropa. Sus senos eran firmes y suaves como pan en el horno. Comenzamos a hacerlo sobre el pasto, pero no tardamos en ser interrumpidos por invitados borrachos que nos grababan con sus celulares y apostaban sobre en cuánto tiempo me vendría. Ella salió corriendo, yo aventé mis pantalones a la alberca y caminé por ahí con mi pene enhiesto canturreando una canción en japonés hasta que los curiosos se dispersaron. Entré a la mansión. Me dio frío, así que arranqué unas cortinas rojas y pesadas y fabriqué un nuevo pantalón con la facilidad con que se hace un avión de papel. Caminé por pasillos adornados con armaduras y esqueletos de celecantos. Pasé frente a reproducciones fieles de árboles tropicales y elefantes bebés. Atravesé habitaciones donde guardaban las camas de Juárez y Maximiliano, de Paul y Yoko, de Hércules y Dalila. Llegué a un baño, minúsculo como los que suelen ubicar bajo las escaleras, y ahí estaba ella, sentada sobre el retrete; tenía los pantalones y calzones bajados hasta las rodillas y se masturbaba haciendo ligeros gestos. Me miró como se mira a un compañero de la lejana infancia a quien no se desea reconocer. Sacó su dedo de la entrepierna y me lo ofreció. Lo chupé.
Agrio sabor del amor.

Oé, los escritores y la verdad


Kenzaburo Oé, disfrazado de personaje, da una opinión sobre los escritores y la verdad:

“—¿Los escritores? Es verdad que dicen cosas que se aproximan a la verdad, y que siguen viviendo sin que los maten a golpes y sin volverse locos. Esos individuos engañan a los demás con el entramado de su ficción. Pero lo que esencialmente mina la tarea de un escritor es el hecho mismo de que, una vez ha conseguido imponer un entramado de ficción, puede decir cualquier cosa, por muy horrible, peligrosa o vergonzosa que sea. Por muy seria que sea la verdad que dice, siempre tiene presente que en la ficción puede decir lo que quiera, por lo que es inmune desde el principio a cualquier veneno que contengan sus palabras. Y, a la larga, esto se le transmite al lector, quien se forma una pobre opinión de la ficción al considerarla algo que nunca llega a penetrar hasta los arcanos más profundos del alma. Mirándolo de esta manera, la verdad, en el sentido en que yo la imagino, no está presente en nada escrito o impreso. A lo sumo, todo lo que puedes encontrar es un escritor que dé un salto en la oscuridad al tiempo que pregunta <<¿Puedo decirte la verdad?>>”
 
De El grito silencioso, traducción de Miguel Wandenbergh.

04 abril, 2011

Epitafio para un corazombi (PARTE 2)


VIII

Salamandremos.

Olvida la reptación cavernícola,

la carcoma de mis medievales costillas,

El electrón y el protón,

la sopa primigenia de la materia,

la evolución reptocentrista de las especies,

y salamandremos.

Seamos bioquímicos,

quirópteros,

quirotétricos.

Seamos matemáticamente compatibles,

esdrújulos,

concatenados,

espiroquetos.

Ictiofaguemos,

anfisbebámonos como dodos arlequines;

pero salamandremos.

IX

Cuando llegue el cuarto creciente

escribiré con vaho sobre

el cristal de tus ojos

salmos de aguanieve

y nadie podrá borrarlos.

X

Poemópodos trovan

la cántica protónica prosopopeya.

Y lloros lo loan,

y gnomos lo roan,

y lloros y lloros,

y llorrosicleres.

Cronámbulos arbustos éan,

y si aqueste corazombi palpitare,

con un solesticio monocromo

musitaré lagacertijos.

XI

Estos son los ojos hundidos que se columpian

en el espejo retrovisor de nuestro destino.

Por ello te croo,

barrunto y siseo.

XII

Un truébano de luz,

una antropofagia.

Unas esqueléticas falanges

que traquetean sobre una plancha metálica.

Los colmillos de una tarántula hueca,

los líquenes húmedos de tu lengua martirizante,

los pasos de plomo que se acercan por las catacumbas

de esta pesadilla de malvavisco.

XIII

Por espacio de dos monotremas,

hablará por mi voz un salvoconducto divino.

Un monólogo dividido en tres quijadas quijotescas

será el hazmerreír de un público fofo

de trapos sucios:

ojitos de botón,

aplausos de felpa.

Posteriormente, sólo seré el hazmellorar heráldico

que subirá por las escaleras del trapecio para

malaconsejar al Gran Dios Taxidermista.

XIV

Aquí yace

el velador irredento que ronda el pericardio.

Aquí, su epitelio membranoso

se confunde entre las raíces

de la mala yerba, que nunca muere.


La imagen pertenece a Justin Novak: http://www.justinnovak.com/