07 septiembre, 2012

人殺し


La idea de que otro la tuviera en sus brazos era la que más dolía. Transcurrieron dieciocho meses para que la perversa figura tuviese un rostro, y aunque sin nombre aún, ya comenzaba a perfilarse las maneras en que la arrancó de mí. La imagen los mostraba abrazados, en un perfecto y genuino gesto de amor; él atrás, rodeándola con sus brazos, ella tomando sus manos; ambos sonriendo con orgullo y el clásico gesto de timidez frente a la negra lente de la cámara. Eso era todo lo que tenía por el momento, pero era mucho más que lo obtenido el último año y medio, mucho más pero aún no suficiente. No sólo necesitaba saber su nombre, también era necesario el de su escuela, su dirección, su maldito teléfono celular... Una sola cosa me reconfortó: él no era más guapo que yo, de hecho tenía un rostro un tanto cómico, como si fuera muy propenso a decir bromas. Tal vez ése había sido su gancho, haciéndola reír en un momento en que estábamos distanciados, un poco, por necesidad. El recuerdo de aquellos tiempos en los que ella era mía sacudieron mis miembros como siempre solía pasar. Jamás, jamás te perdonaré, perra, perra, perra. Miré de nuevo la fotografía y la analicé en busca de detalles que esclarecieran un poco el origen del usurpador, pero su calidad deficiente y cerrado encuadre impedían ver gran cosa. Un apagador sucio a media pared color melón. Nada más lejano al buen gusto, pensé con una mezcla de burla y dolor. Alguna de sus amigas podría decirme, incluso preguntándole directamente a ella, pero de esa manera sospecharían algo, estarían sobre aviso y así el plan no podía funcionar. Guardé con cuidado la fotografía dentro del diario que solía escribir cuando aún ella no era mía y nuestro largo cortejo me llenaba de impaciencia y satisfacción. En la cajetilla nueva los cigarros parecían una multitud, encendí el primero y me recosté en mi cama. Hacía frío, grandes vientos del norte castigaban los árboles sin piedad y se colaban por los resquicios con su helado e indiferente aliento. El humo surcaba en volutas el claro aire de mi cuarto, brillando por un momento mientras iban pasando por el rayo de luz de la lámpara de noche. Debía acabar con los dos, primero violarla a ella frente a él y luego matarlo a él frente a ella. Y después... No podía decidirme sobre el final perfecto, no sabía si era prudente traerla hasta mi cuarto y torturarla lentamente o de plano darle un tiro de gracia y dejarla ahí mismo. Pero la idea de que los encontraran juntos, de que murieran juntos, de que aun después de haber consumado mi venganza permanecieran uno al lado del otro, triunfando así incluso en la muerte, me era intolerable. No, a ella debía sacarla de ahí, y luego ocultar perfectamente su cuerpo, que nunca nadie lo encontrara para así borrarla por completo. Ningún ruido excepto el del viento se escuchaba fuera de mi cuarto. Lo que debía hacer entonces era traer a ambos aquí primero, y una vez con él muerto, hundirlo en el centro del Lago Norte y posteriormente a ella en el pozo de la mina abandonada. Todo parecía encajar entonces.

06 septiembre, 2012

Sierpes de plata


La chica de la falda india caminaba pocos metros delante de mí sobre la acera. El viento matutino revoloteaba la falda revelando por breves instantes la delgadez de sus piernas. Su abundante cabello, negro con tonos café, caía sobre su espalda con el suficiente peso para casi no ser afectado por la brisa. Se detuvo bruscamente a unos pasos de la caseta de espera del microbús, casi choco con ella pero conseguí esquivarla, la rebasé y me paré a su espalda. Esperábamos el mismo transporte. Volteó discretamente para espiarme con el rabillo del ojo con la calculada frialdad de las mujeres guapas. Esto me permitió ver su rostro, moreno y mucho más joven de lo que esperaba. Su nariz, afilada y pequeña, recordaba la belleza árabe, hecho reforzado por el color canela de su piel. Sus ojos eran negros y llenos de la luz característica de las personas inteligentes. Su boca formaba una línea recta, inamovible, gesto perfectamente situado entre la indiferencia y la vanidad. Era realmente hermosa. No volvió a voltear durante los dos minutos que esperamos, pero el viento seguía jugueteando con su larga falda. La tela era cruzada por series de coloridos dibujos abstractos, elefantes, soles y árboles. Extensos hilos de plata brillante colgaban de la parte inferior de la prenda, arrastrándose por el suelo como delgadas sierpes. Su pie izquierdo se doblaba rítmicamente sobre el empeine, el único gesto de impaciencia —o humanidad— presente en su cuerpo siempre alerta, siempre hermoso como si en todo momento la siguieran cámaras de cine o flashes de paparazis. Llegó el microbús, ella subió primero. Se perdió entre el mar de gente somnolienta rumbo al trabajo. Sentado entre un oficinista que olía a colonia barata y una señora rolliza, rodeado de gente de pie, lo único que podía ver de la princesa india eran sus pies, el final de la falda y los hilos de plata que se continuaban moviendo como si estuvieran vivos. En el cruce con una importante avenida descendió entre personas fácilmente olvidables y se perdió entre la multitud.

Tambor



La chica esperaba de pie. Tenía una de esas miradas que parecen estar cansadas de no ver a nadie tan hermoso como ella. Recargaba la parte alta de la espalda en una columna de metal (diseño moderno-intrascendente), el largo pelo castaño se retorcía sobre su cara en ondulados espasmos. No parecía molesta por el frío invernal, el sol amarillento o las miradas de conductores y transportistas; continuaba la espera mientras las máquinas habitadas desfilaban interminables sobre la cinta de asfalto. En la mano llevaba un tambor. No uno de esos hechos a mano por artesanos aficionados a la percusión o de los fabricados por la industria para músicos profesionales, recordaba más bien los de los rarámuris-tarahumaras, breve y circular como un queso. Lo llevaba en la mano izquierda (con él se golpeaba rítmica y suavemente el muslo) con la misma naturalidad con la que cualquier persona carga una sombrilla o juguetea con las llaves de la casa. La miré y lo supe: muchos la habían amado y muchos más lo harían en el futuro, pero su corazón era sólo para uno, uno que no era yo. Proseguí mi camino, un tanto triste.