¿Sabes
por qué es necesaria la escuela? Porque necesitan rompernos para que quepamos
en sus moldes.
No hay nada más peligroso que el pensamiento infantil. Por eso
cuando son niños nos encargamos de incorporarlos a la realidad, que no es otra
cosa que nuestra realidad modelada y
dirigida por los intereses de los poderosos.
Los rompemos porque si estuvieran
completos no funcionarían en nuestro sistema, hábil para exprimir lo necesario
de almas con poca voluntad pero poco capaz de lidiar con espíritus completos,
especímenes necesarios dentro de diez o quince siglos, no ahora que la guerra
se basa en el interés personal; gente como esa únicamente estorba en una
reyerta común y corriente como la disputa actual por el poder.
Por eso mismo
debemos aprender a mantener la mente infantil, porque en ella reside la
grandeza de la humanidad: la capacidad de saber que la existencia significa
mucho más que poseer, vengar o humillarse, que el regalo precioso de la
conciencia nos ata a una realidad enorme y a la vez sagrada en la que caben
tanto los apetitos como las enfermedades, del dolor de ver a un hijo pequeño
ser torturado a la belleza de la música, la miel de abeja y la necesidad de una
muchacha virgen de entregar su corazón a un hombre deseoso de complacerla.
Nuestros límites cuando somos niños son tan escasos como la lluvia en mayo. En
cambio, después de pasar por su rasero somos capaces de caer en los más simples
engaños, alquilar nuestras vidas para su beneficio y creer que somos mejores
que alguien porque tenemos en las manos un brillante y refinado producto lo
suficientemente caro para que exista una satisfactoria barrera entre quienes
pueden poseerlo y quienes no. Con eso me mido, con eso soy feliz y especial. Para
eso se necesita a la escuela. Porque reconocemos que estamos demasiado
atrasados conforme a nuestras capacidades.
Porque el éxito de nuestro sistema
se basa en la dominación de la parte salvaje de nosotros, la parte que al final
del día nos hace avanzar. Y la que nos espera.
En nosotros reside la semilla de
la verdadera humanidad. Pero estamos demasiado atemorizados para reconocerlo.
¿De qué tenemos miedo, seres sensibles y mortales? De atrevernos a ser dentro de un mundo dominado por los
menos insignes pero suficientemente inteligentes y ambiciosos.