“Leer y escribir es muy
dañoso, como el diablo”, dijo a mediados del siglo XVI un español que vino con
la tradición OHL de chuparle las venas a la tierra y a los habitantes de lo que
llamaban Nuevo Mundo. Inicio con esta cita porque tal vez el señor tenía razón.
Soy
escritor. En mi caso, la triada a la que fui invitado me remite en primera
instancia a la ciencia ficción. Cyborgs, fusión humano-máquina, sueños
metálicos de un mundo preapocalíptico que se ha alejado más allá del límite de
Chandrasekhar
de eso que nombramos “naturaleza”. Sin embargo no quiero aproximarme a estas tres
palabras así, por más seductor y natural que parezca. Más ingenuo y ambicioso,
intentaré explicar por qué (para mí) la apropiación que hemos hecho del mundo
es una ficción que vemos a través de la prótesis que significa el lenguaje. Y
por ende, el pensamiento, principalmente su versión occidental. Tema demasiado
amplio y complejo para este breve tiempo, mas la modorra de después de la
comida, así que voy directo a la médula y seré breve.
En
primer lugar, el lenguaje; es decir: la palabra. "Ser humano" y "palabra"
podrían ser sinónimos. El tamaño y la refinación del cerebro del homo sapiens sapiens se debe a la cada
vez más compleja manera en que nuestros ancestros primates aprendían a
comunicarse y registrar información. Formamos el lenguaje y el lenguaje nos
formó. Y después nosotros, ese dúo código-conciencia, nos apropiamos del mundo.
Quitando detalles como virus, terremotos o la muerte, a nadie en esta sala le
queda duda de que el mundo pertenece al ser humano.
Ensoberbecidos
por el poder que esto confiere, nos apropiamos de cada aspecto de la realidad. Sabemos
cada vez más. A la vez, preferimos ignorar que entre más abstracto se vuelve
nuestro código sígnico, más nos alejamos de la realidad. Por realidad me
refiero al universo en todas sus escalas. Sabemos que formamos parte de él
aunque nunca nos dejó instrucciones para entenderlo o el por qué de nuestra
existencia.
Volvamos.
¿En verdad el lenguaje nos aleja de lo real? Borges en Funes el memorioso, modesto adolescente que tras un accidente
adquirió la capacidad de recordar de forma milimétrica cada vivencia, lo
explica así: "[Funes] No sólo le costaba comprender que el símbolo
genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y
diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de
perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de
frente)".
Las
palabras son únicamente descifrables para quien conozca el código de tal idioma
de tal época, es decir, son acuerdos sociales para definir un concepto, no la
cosa en sí. Sé que es una perogrullada, sin embargo en lo cotidiano se esconden
dios y el diablo: estamos tan acostumbrados a la convención del lenguaje que
hemos llegado a confundir la palabra con la cosa en sí, el mapa con el
territorio. Los perros de Funes son infinitos, y una sola palabra para
describirlos le resulta grosero, falto de toda lógica y elegancia. Obviamente,
la comunicación sería imposible si le diéramos un nombre único a cada cosa en
cada estado, así que lo único que nos queda es la abstracción. Abstraer es una
de las habilidades más sobresalientes del ser humano, y a la vez una maldición
que nos gobierna.
En el
momento en que abstraemos a todos los perros en una sola palabra nos alejamos
de la realidad. Por extensión, cuando abstraemos, por ejemplo, el sentimiento
de amor hacia otra persona en un cúmulo de palabras, nos alejamos de lo que realmente
sentimos. Es obvio, podrán decir, y un costo menor comparado con la capacidad
de profundizar el conocimiento y transformar el mundo que nos otorga la
abstracción. ¿Cómo habríamos llegado al cálculo diferencial, la poesía, los
barcos o la bolsa de valores sin este maravilloso poder? Estoy de acuerdo, sin
embargo estos triunfos nos distraen de la verdad que enuncié unas líneas
arriba: las palabras son signos que hacen referencia a la cosa, no la cosa en
sí. ¿Y qué tiene eso de malo?, podrían preguntar con justa razón. A eso voy.
En el
momento en que ponemos al lenguaje, los signos, entre y nosotros y la realidad,
colocamos un filtro, un colchón, una fisura entre los humanos y el universo. En
vez de mirar el universo, miramos los signos. Y claro, podemos manipular los
signos tanto como queramos. El asunto no para ahí. Somos dramaturgos de
nosotros mismos, y narradores-detectives del resto de lo que nos rodea. Pero al
universo en sí apenas y le hacemos una marca que rápidamente desaparecerá. Como
nos gusta pensar que somos lo Más Cabrón Que Ha Existido evitamos fijarnos en
esta minucia mientras pregonamos el poder cuasidivino que nos fue entregado
cuasidivinamente. La arrogancia es otra de las características sobresalientes
del homo sapiens, pero a eso volveré
más tarde. Los signos, como decía, no sirven únicamente para comunicarse y
almacenar información, sino como campo de juego para la mente y los talentos.
Es delicioso navegar los signos, sumergirse en su océano, tan vasto como la
conciencia humana, hacerles un cambio por aquí, uno que revolucione la época
por allá, o incluso sabotearlos o hacerles hijos. A mí también me encanta esa
gimnasia de piscina. Sin embargo, los signos no son la realidad.
Robé
la palabra "fisura" para referirme a este divorcio entre nuestro
imperio sígnico y el universo del filósofo catalán Salvador Pániker. Él enuncia
muchas de estas ideas en Aproximación al
origen, libro que considero excepcional. Ahora, a esta fisura prefiero
llamarla prótesis. El lenguaje, la palabra, el pensamiento es una prótesis que
adquirimos paulatinamente durante la infancia, por lo tanto, es artificial. A
través de esta prótesis miramos, clasificamos, intervenimos y entendemos la
realidad.
En
resumen, el lenguaje es una prótesis que nos ha permitido apropiarnos del mundo
pero hace que, inevitablemente, poseamos una ficción. (Llegamos a la ficción.)
Y toda ficción es manipulable. Este es el corazón de mi hipótesis de esta tarde
de viernes en el Aula Magna del Cenart, gracias a este encuentro al que
agradezco mucho haber sido invitado aunque haya venido a decir obviedades. Toda
ficción, todo código es manipulable. Y aunque todos tengamos la capacidad para
intervenir en esta manipulación en una escala del uno al cien, que no del cero
al cien, quienes llevan la batuta son los grupos de poder.
De
forma llana, Philip K. Dick lo describe así: “si eres capaz de controlar el
significado de las palabras, puedes controlar a la gente que las usa”, y su
compatriota George Carlin advierte que “los grupos de poder buscan controlar la
información y buscan controlar el lenguaje porque así controlan el pensamiento
[...] si quieres saber si algún grupo desea controlarte sólo basta darte cuenta
si pretenden controlar tus palabras”.
No
estoy diciendo nada nuevo, el taoísmo y el budismo, entre otras muchas
filosofías prácticas, llegaron a esa conclusión siglos atrás. Del lado
occidental tenemos, entre otros, a Wittgenstein, quien con su Tractatus de 1921 le mordió la cola a la
filosofía oriental. Globalización del pensamiento sin Internet. Su frase “sobre
lo que no podemos hablar debemos guardar silencio” bien podría decirla un
maestro zen. Otro silogismo de ese librito reza “la mayor
parte de los interrogantes y proposiciones de los filósofos estriban en nuestra
falta de comprensión de nuestra lógica lingüística”. Y otro más, una joya:
"los límites de mi lenguaje son
los límites de mi mundo". De nuevo, el asunto no es el universo, sino
nuestro código, nuestros lentes.
Occidente
es la palabra que sumaría para volver la triada una tétrada en esta hipótesis. Por
Occidente me refiero a Europa del Oeste, los humanos actualmente conquistadores
del código gracias a los avances tecnológicos e intelectuales que le
permitieron sojuzgar al resto de la humanidad del planeta, ya sea de forma
directa como en América, África y buena parte de Asia, o indirecta como en
China o la Antártida; esto desde hace cinco siglos. La visión de los países al
noroeste del Mediterráneo domina a pesar de las múltiples y valiosas
contribuciones de nosotros, la resistencia de América Latina. Tenemos a Bolívar
Echeverría, Juan Rulfo, José Martí, Willie Colón, Teresa Margolles o Casa tomada de Cortázar. Somos un
poderoso reflujo que se viene recuperando de el tsunami occidental. Esto es un
buen ejemplo de la danza interminable de la fuerza-resistencia, movimiento eterno
que es la base del universo. Resulta poético o mecánico, depende desde qué
código se vea.
El
triunfo de Occidente, entonces, nos ha llevado para bien o para mal a esta
cotidianidad, la que vivimos desde nuestros individuales asientos en este
edificio: los antibióticos, la música, los Voyager saliendo del sistema solar, esa
pintura que sin advertencia nos dejó boquiabiertos, la tecnología que llevamos
en el bolsillo. Y a su vez, a la zombificación que implica seguir las mismas
directrices, estéticas y canales de información que nos imponen los ganadores
de esta guerra de clases, los famosos "los dueños del mundo", porque
se imponen tano en Madagascar como en Grecia. Sí, es el pensamiento dominante
el que ha preparado el campo para esta existencia preapocalíptica. Respiramos
mierda, comemos productos tan manoseados que han perdido su espíritu, somos
esclavos del lento transportarse de la multitud, nos gusta poseer objetos
brillantes, imponentes o que emitan luces, consumimos de la forma más
desenfrenada que nos permita el dinero recibido por las buenas o las malas, en
fin, nuestra existencia está enfocada en satisfacernos únicamente a nosotros
mismos. Es la joya de la corona de nuestro sistema sígnico reinante: el Yo
absoluto. Nos miramos el ombligo muy satisfechos en una forma que en los siglos
y milenios pasados resultaría absurda o al menos impráctica. Victoria del
capitalismo, del ultraindividualismo que nos conduce como ovejas adormiladas a
la crisis más grande en la breve historia de la especie. Estamos entrando al
vórtice, las sacudidas son graves porque ya vemos venir el cambio climático o
el ascenso de los fundamentalismos, pero no se compara con lo que vivirán los
humanos del futuro próximo. Qué bueno que les tocará a ellos y no a nosotros.
Este
hiperindividualismo es fruto del pensamiento occidental. Odio repetirme de
forma tan grosera, pero es claro que otras maneras de ver/entender el universo
no son tan dañinas. Como ejemplo quiero mencionar la gran inundación de Ciudad
de México, la famosa CDMX, cedemex, qdms o como se pronuncie, que ocurrió en 1629.
La zona del Lago de Texcoco llevaba al menos tres siglos albergando una gran densidad
poblacional (un millón de personas según varios historiadores), que descendió
dramáticamente tras la Conquista y sólo se recuperó hasta el siglo XIX. Tenemos
entonces ciudades, reinos, muéganos de personas prehispánicos que debían
satisfacer necesidades muy similares a las nuestras. Como sea, tras la
colonización los invasores decidieron que sobre las ruinas de la capital mexica
edificarían la capital de esta parte del reino de Castilla. Para levantar los
macizos edificios necesitaban, además de mano de obra gratis, materia prima
como la madera. Y qué forma más sencilla para obtener madera que hacer traer
los árboles de cerros y montañas aledaños. La deforestación no es algo que
preocupe a alguien que desea ver pronto concluido su hogar. Importo yo, ¿no es
así? Entonces vino una época de lluvias especialmente severa. Las montañas que
rodean la cuenca no pudieron contener el aluvión porque carecían de la
vegetación para hacerlo. El lago subió de nivel de forma tan desastrosa que la
ciudad fue abandonada por más de dos años. Hay un mascarón de piedra colocado
en la esquina de Madero y Motolinía que pueden ver por ustedes mismos que
indica el nivel que alcanzó el agua. La pregunta es, ¿por qué una inundación de
ese calibre no sucedió antes (aunque como toda zona lacustre representaba
dificultades para quienes la poblaban)? ¿Tendrán algo que ver los espesos
bosques que rodeaban el lago? ¿Qué código organizacional impediría por lógica
básica siquiera pensar en un acto de deforestación de ese calibre?
No el
que tenemos ahora, eso es claro. El que tenemos ahora, la prótesis occidental,
no solo deforestó los cerros de la cuenca de México, sino los bosques y selvas
de todo el paneta, ha ensuciado ríos, lagos, mares y océanos, la atmósfera e
incluso la órbita, y esto es porque ha ensuciado nuestras conciencias poniendo
en lo más alto el binomio "produce-consume" como el camino más alto
para satisfacer al Yo absoluto.
Con
esto termino la exposición de la hipótesis que han sido tan amables de escuchar:
la apropiación que hemos hecho del mundo es una ficción que vemos a través de
la prótesis que significa el lenguaje. Y por ende, el pensamiento,
principalmente desde su versión occidental.
Leer
y escribir es dañoso, como del diablo.
Termino con un cinismo
de Philip K. Dick: "el problema con educarse es que toma un largo tiempo;
utiliza la mejor parte de tu vida y cuando terminas lo que sabes es que te iría mejor si te hubieras dedicado a ser
banquero".
Gracias.