Chapter cuacuá - Dragones, ríos, udón y filósofos caminantes
5月16日 (木)
9:00 (朝) 大阪 (新幹線)
A punto de salir a 京都
(Kioto), penúltima escala del viaje. Me quedan diez días en la isla del sol
naciente. El plan kiotesco es ir por la mañana a templos y así, y por la tarde
a la zona comercial a ver si topo a alguien. Llegando dejaré la mochilota en el
ryokan y después encaminaré mi humanidad hacia el Kinkakuji y el Ryoanji (les
temples més fameses). Me pregunto qué hacía mi amiga Mariana, que vino sola por
un mes, además de dormirse temprano.
Kioto desde el Ōkōchisansō. |
5月17日 (金)
9:00 (朝) Kyoto Station
El bosque de bambú de Arashiyama. Gupi stuff. |
A punto de salir rumbo al Ginkakuji. Ayer no escribí por andar
chateando con la familia y la banda. El ryokan es una reliquia del pasado, pero
mucho más chira que el hotel de Hiroshima. Los cuartos eran de tatami y dormí
en un auténtico futón. Tras dejar las cosas salí de inmediato a Arashiyama (嵐山, montaña de la tormenta) en el tren. Las afueras de Kioto son
hermosas. Acompañado —como siempre— por una turba de estudiantes de secundaria
avancé entre las coquetísimas casas suburbanas hasta la entrada del bosque de
bambú, lugar que todos conocen por películas y animés. Había, para variar
también, muchos turistas chinos y las omnipresentes japonesas guapas como
supermodelos. El bosque de bambú te remite de inmediato a batallas de samuráis
y ninjas. Lo digo para crear empatía entre ustedes y yo, claro, porque para ser
sincero estando ahí no pensé en katanas ni shurikens, sino en la inmanencia de
la Vida sobre las vidas individuales, pero de eso nada les interesa. Pero
bueno, regresando, hay un estanque y toda la cosa. Llegué a uno de los templos
más famosos por su jardín de musgo: ¥400. Y sí, pinche jardín
chingón lleno de musgo sano como economía china.
Jardín más cuidado que la imagen de Peña Nieto. |
Entrada al jardín del Ōkōchisansō. |
Después fui a la villa de un
antiguo movie star (Denjirō Ōkōchi) cuya pasión eran los
jardines y la paz budista que traen a la mente. El lugar se llama Ōkōchisansō (大河内山荘), y
aunque vale ¥1,000 entrar vale la pena si usted es amante de los
"natural landscapes" creados centímetro a centímetro por la mano del
hombre. De ahí fui, siempre andando entre senderos montañosos interrumpidos a
veces por mansiones —una de las cuales era un taller de muñecas tradicionales—,
al Tenryūji.
Pero antes debo mencionar que en el tren me había encontrado con una pareja de
gringos viejos (ni tanto, andaban en sus cincuentas) que cuando les dije que
era mexicano se sorprendieron de sobremanera, el wey me dijo "well
done", como si fuera un auténtico milagro que alguien proveniente del
pantano de pobreza y mediocridad que es México pudiera elevarse tan alto como
Japón. Lo odié, como pueden imaginar. Regresemos a Tenryūji. Es el templo budista más viejo de
la isla. Fue quemado por completo 6 o 7 veces (ya hablamos de que el budismo no
significa pueblos pacíficos), por lo que los edificios actuales apenas tienen
siglo y medio. Sin embargo el trazado y el estanque central son los originales.
Desde el interior del Tenryūji te vigilan. |
Acompañado por el clásico jardín cuidadísimo y estúpidamente hermoso, el templo
—o el complejo de templos— ya no me impresionó tanto debido al exceso de oteras
y jinjas (recintos budistas y sintoístas, respectivamente) que he visto, aunque
en este caso la presencia de un dragón pintado en el interior fue lo más
chingón (frase tan mexicana como los chilaquiles del sábado por la mañana,
¿edá, Octavio Peace?). Pausa etimológica de gran interés entre el electorado:
Tenryūji
está compuesto por tres kanji: 天, ten, que significa cielo o
paraíso, 龍, ryū (ryuu),
dragón, y 寺, tera
o ji, templo budista, así que el lugar significa algo así como "Templo del
Dragón Celestial". Échense ese trompo de uña. Muy chipocles el estanque
lleno de koi (鯉,
carpas) negros, rojos y blancos.
De ahí volví al tren, y de la Estación Kioto
al ryokan. Estaba agradablemente nublado, así que tras comer un yakisoba (que
horas después me hizo doler la panza) y tomar un baño me fui alegre y decidido
—las duchas suelen darnos fuerza equiparable a las drogas como el café— a la
zona comercial de la noble ciudad (Kioto fue por mil años —¡mil putos años!— la
capital de Nihón). Kioto no se distingue por su abundancia de negocios en cada
esquina como el resto de los lugares visitados por ustedes lectores vía yo el
torpe narrador, así que en su zona comercial se concentra TODO. Desde los
infaltables establecimientos tradicionales japoneses Gucci y Louis Vuitton
hasta un mercado de pescados y verduras (Mercado Nishiki, 錦市場, Nishikiichiba, en funciones desde el siglo XV, o sea, contemporáneo del
Mercado de Tlatelolco), pachinkos, librerías, karaokes, antros, bares,
casas de geishas y demás. Pasé a una tienda de cómic y no pude resistirme ante
un libro de obras de Sadamoto, el diseñador de personajes y mangaka de
Evangelion (ya habrán adivinado mi cariño por dicha serie). ¥3,000.
Aquí termina (o comienza) el Mercado Nishiki. |
De ahí fui
al Mercado Nishiki y demás negocios infestados de niponas guapérrimas que
entonaban el 'dialecto kansai' —variante del japonés de la zona; incluye giros
fonéticos que te harán pensar que no sabes nada, oh estudiante del oficialista japonés
tokiota— y turistas gringos (para que no extrañen Playa del Carmen o Los
Cabos). Descubrí un negocio de pachinko y videojuegos de cuatro pisos y entré a
probar suerte. Primera diferencia con las que fueron nuestras 'maquinitas'
antes del seXbox/pleisteishon: hay
mujeres, muchas. Incluso varias acompañando a hábiles maquinetos nipones
como si fueran campeones de la eurocopa. La mayoría (alivio feminista) jugando
para su propia gloria. Pues no, los nipones están demasiado cabrones, no sólo
en mi juego de peleas, King of Fighters, sino en todos. Vi a dos de ellos
competir en Tetris a una velocidad que humillaría a cualquier ruso. Jodido de
la panza por el estúpido yakisoba de la tarde volví a pie (largo trayecto en el
que se mezclaron las imperiosas llamadas de la diarrea con la maravilla de
estar lejos de todo y de todos) al ryokan dispuesto a leer mi nuevo libro —que
resultó ser una colección de portadas del manga de Evangelion— y dormir
temprano, aunque el chateo me 'obligó' a dormir hasta las 11:30.
Ma qui ni tas . |
Hoy, viernes 17, estoy a bordo de un
autobús rumbo al Ginkakuji (銀閣寺, Templo del Pabellón de Plata)
con dos beldades adolescentes paradas frente a mí (dejen de juzgarme, amantes
de lo políticamente correcto, la belleza no tiene edad). Al regresar debo de
cambiarme del ryokan al hotel al que originalmente quería venir —el cual,
víctima de su popularidad, no tenía disponible habitación la noche anterior—, y
luego no sé qué procederá —oh dulce incertidumbre, te tememos tanto—. Por
cierto, el fuckin' Ginkakuji sí que está lejos.
Gion al atardecer. |
2:14 (昼) Gion
Restaurante de udón. Sentado
al lado de un trío de alemanes con una actitud mamoncísima, como si acabaran de
ganar la Segunda Guerra Mundial. Tras de mí tres niponas treintañeras con toda
la jeta de esposas-florero platican y fuman. Porque en Japón no puedes fumar en
la calle pero sí en los lugares más impensados. Frente a mí una pareja de
novios o prenovios veinteañeros, el wey es todo un douchebag. He descubierto
que es mejor fingir que no sé japonés si se trata de establecimientos
comerciales. La gente se esfuerza más en comunicarse y hasta te trata mejor. O
es mi mal humor, porque (no tomen en cuenta me tendencia a la hipocondría)
desde la mañana me han estado dando punzadas en el corazón. Odio sentirme mal
justo cuando estoy a la mitad del viaje. Bueno, odio sentirme mal, punto.
Gente peinando arena en el Ginkakuji. |
Ginkakuji
es un fraude, y aunque el jardín que lo rodea está chipocles, no supera al
templo del musgo, y mucho menos al Ōkōchisansō (después me explicaron que los nipones prefieren
el Pabellón de Plata sobre el de Oro por su modestia, la cual es más acorde con
su espíritu reservado). Ahora, del Templo del Pabellón de Plata nace —o muere— el Camino
de los Filósofos (哲学の道), que
es otra cosa. Discurre a la vera de un riachuelo con peces y tortugas y a lo
largo de muchos cerezos que en primavera hacen que se te bajen los calzones
—supongo—. Según la leyenda el prominente filósofo Kitaro Nishida solía
recorrer esa ruta para aclarar su mente. Eligió bien el cabrón. A pesar de las
punzadas cardiacas que desde entonces me atormentaban (exagero, ¿por supuesto?)
el recorrido me llenó de una serenidad semejante a la tranquilidad/impunidad de
la niñez. De paso di rienda suelta a mi consumismo —que debe ser despreciado,
condenado y frito en las llamas de la Realidad— comprando una playera de
Taringa.
El Camino de los Filósofos. |
Tras el regreso (no tan dilatado como la ida cuesta arriba) fui por
mis cosas al ryokan y de ahí a mi hotel en Gion, barrio vecino del río Kamo en
el que habitan geishas desde siempre, coreanos, tiendas de ropa, restaurantes
(en Nihón hay más restaurantes por persona que en la Condesa) y sitos de paseo
propios para artistas ambulantes. Joder, el udón —que pedí de res, mi favorito—
no me llenó por completo. Pero, como suele suceder en situaciones frustrantes,
tampoco me quedó suficiente fuerza como para pedir otro y zanjar la cuestión.
5月18日(土)
8:45 (朝) Bus hacia 金閣寺
Rodeado de auténticas lolis. Sin desayunar. Ayer, tras comer ese udón
de carne, bajé a la orilla del río Kamo (鴨川, Río
de los Patos) y me puse a pensar en mi muerte, que en ese momento parecía tan
próxima como el siguiente segundo. Tardé un rato en aceptar que mientras
siguiera vivo debía gozar el momento, y gozarlo hasta la última gota sin
importar cómo. Porque un hombre muerto no puede admirar las chicas guapas en la
calle, ni hablarles, ni tocarlas. No puede nada. Y yo seguía vivo. Así que para
aclarar mi mente fui a la sala de pachinko/videojuegos, en donde completé —una
vez más— mi ciclo terror-aceptación. Compré un par de playeras a un precio
escandaloso.
No sólo trenes y metros, también los autobuses tienen horarios que respetan al dedillo. |
Volví (o más bien fui a registrarme) al hotel. Me tocó una litera
sobre una francesa de veintitantos, a mi lado su mamá y abajo el novio de la
mamá (información importante: la mamá estaba mejor que la hija). El dueño del
hotel nos invitó a acompañarlo a cenar. Nos sumamos los franceses, cuatro
coreanas y su servilleto. El sitio elegido era un restaurante
"secreto" por estar en un segundo piso. Todavía no asimilaba la
disposición comercial vertical de los japoneses, acostumbrado a los negocios de
una planta de mi país. El lugar estaba adornado con motivos cincuenteros,
afiches de películas, anuncios de la época y banderitas de países (imposible
advertir que faltaba México). Yoshi, el dueño del hotel, pidió de todo un poco.
De entrada un gran plato de col fresca, cortada en trozos grandes y una salsa
para acompañarla. Botanita. Lo demás también estaba bueno (desde yakitori hasta
calamar). Confraternicé (egalité, ecualité) con los franceses.
Excelente foto del restaurante cincuentero. |
A las 8 terminó
la cena y cada quién a su rollo. Vagabundeé por la zona, llena de chicas y
chicos vestidos de fiesta. Vi tanta guapura que me deprimí. Extrañé a mi mujer,
mucho. No me animé a entrar solo a los bares pletóricos de juventú, así que
compré una Asahi y me la fui a tomar frente al hotel, lo que me hizo sentir
patético como gusano desenterrado por la lluvia. Jajaja, es nefasto eso de
sentir lástima por uno mismo, pero es que desde la pubertad me deprime no poder
fiestear cuando los demás andan en reven. ¡Hay un modelo de auto llamado moco!
¡¡Muahahahhhaaa!! Bueno, me fui a dormir y hoy amanecí con ganas de templear de
nuevo. Como no encontré ningún lugar para desayunar subí al autobús con la
panza vacía. Una parada adelante un tropel de estudiantes de secu retacó el
bus.
¿Apoco no quisieran vivir aquí? |
4:44 (昼) Kamogawa
(Shinbashi)
Comienza —por fin— a caerse el
velo de majestuosidad de las niponas. Demasiado maquillaje. Y rehúyen gacho mi
mirada (casi todas, claro). Kinkakuji (金閣寺,
Templo del Pabellón Dorado) está chingón, nada que ver con su hermano plateado.
El jardín que lo rodea está poca madre. De ahí caminé junto a un grupo de
secundarios hasta Ryōanji (竜安寺,
Templo del Dragón en Paz o el Dragón Tranquilo). Una de las chicas iba
cantando. Su voz cuasi infantil, la calle repleta de árboles con casi ningún
coche usándola y el sol matinal pegando de lleno crearon un ambiente que me
causó escalofríos. De los mejores
momentos del viaje. Ahora que he conseguido identificar los cerezos me doy cuenta
de su increíble abundancia y de lo genial que debe verse la ciudad cuando
florecen.
Kinkauji en toda su gloria. |
Con razón arman tanto barullo al respecto, barullo que deberíamos
armar nosotros cuando las jacarandas florean —en la misma época, por cierto— y
embellecen con su lluvia púrpura la Ciudad de México y muchos otros sitios de
esta nuestra República que es cada vez menos nuestra. Ryōanji es lo que
esperaba, aunque el famoso jardín zen (este tipo de jardines se llaman karesansui,
枯山水, la definición es algo así como "jardín japonés seco") es
mucho más pequeño de lo que suponía. Me he rendido a hablar japonés, en verdad
que mis habilidades de conversación son casi nulas. Pero lo entiendo bien,
ventaja que los nipones nunca sospechan. Tras extasiarme con el jardín seco
zen caminé por la zona del templo hasta un ancho estanque con las acostumbradas
carpas y tortugas, aunque en esta ocasión vi una serpiente de agua, lo tomé
como un buen augurio —yo que no creo en horóscopos ni predestinaciones—.
Colegialas en Ryōanji. |
Agarré
un bus a la estación central y de ahí otro a Kiyomizu-dera (清水寺). El lugar donde se encuentra dicho templo budista es de los más
"antiguos" de Kioto, lleno de geishas, restaurantes caros y tiendas
de dulces tradicionales y suvenires. Además de, of course, un chingo (medida
mexicana por excelencia) de turistas, sobre todo chinos, coreanos, franceses y
gringos. Vi una pareja de güeros israelíes mamoncísimos. El templo es una
excelsa obra de ingeniería en madera, y el paisaje arbolado está para cagarse
pa dentro de lo chinguetas.
Dragón de agua afuera del Kiyomizu-dera. |
Hacía demasiado calor, así que no seguí la ruta de
templos entre el bosque y caminé por las calles montañosas en busca del templo
Chionin (知恩院), que según el mapa que
me regaló mi sensei en México estaba cerca. No di con él, pero mi hambre me
hizo parar en un restaurante de udón. Pedí un karei-udón de res y resultó ser
el mejor udón que he probado en mi vidorria. Al salir del restaurante me di
cuenta que estaba a tres cuadras del hotel. Kioto debe tener el tamaño de
Morelia o Querétaro. Fui a bañar los abundantes residuos de sal en mi piel (31°
C al mediodía) y luego reemprendí la búsqueda del Chionin, que está enclavado
en un montañoso parque nacional atiborrado de cerezos, que ya echaban fruto.
Arranqué una cereza —en apariencia— madura, sabía amargagrio. Cuando, tras
vueltas y vueltas entre árboles y riachuelos (y parejas echando novio) di con
el templo, lo acababan de cerrar. Así que vine a 真橋
(Shinbashi), que es un pequeño río prístino (como mente de bebé) rodeado de
árboles y comercios que le dan cierto aire a rambla junto al cual los nipones
fuman y echan chela. Porque en Japón puedes beber en la vía pública, aunque no
es tan común verlos hacerlo.
Cerezas (サクランボ). |
Es mi última tarde en Kioto, cierta nostalgia
anticipada me invade. Mañana tempra voy a Tokio, y por la tarde veré a Nobu
san. Y en una semana estaré en Mexicalpán de las Tunas. A las 7 el dueño del
hotel convoca a una cena junto al río Kamo. Ojalá vayan los franceses, aunque
si no será mi oportunidad para confraternar con las coreanas.
Kioto es llamado el corazón de Japón, y no es vano. |