30 septiembre, 2014

Yo en Japón 4/5



Chapter cuacuá - Dragones, ríos, udón y filósofos caminantes


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9:00 () 大阪 (新幹線)
A punto de salir a 京都 (Kioto), penúltima escala del viaje. Me quedan diez días en la isla del sol naciente. El plan kiotesco es ir por la mañana a templos y así, y por la tarde a la zona comercial a ver si topo a alguien. Llegando dejaré la mochilota en el ryokan y después encaminaré mi humanidad hacia el Kinkakuji y el Ryoanji (les temples més fameses). Me pregunto qué hacía mi amiga Mariana, que vino sola por un mes, además de dormirse temprano.
Kioto desde el Ōkōchisansō.

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9:00 () Kyoto Station
El bosque de bambú de Arashiyama. Gupi stuff.
A punto de salir rumbo al Ginkakuji. Ayer no escribí por andar chateando con la familia y la banda. El ryokan es una reliquia del pasado, pero mucho más chira que el hotel de Hiroshima. Los cuartos eran de tatami y dormí en un auténtico futón. Tras dejar las cosas salí de inmediato a Arashiyama (嵐山, montaña de la tormenta) en el tren. Las afueras de Kioto son hermosas. Acompañado —como siempre— por una turba de estudiantes de secundaria avancé entre las coquetísimas casas suburbanas hasta la entrada del bosque de bambú, lugar que todos conocen por películas y animés. Había, para variar también, muchos turistas chinos y las omnipresentes japonesas guapas como supermodelos. El bosque de bambú te remite de inmediato a batallas de samuráis y ninjas. Lo digo para crear empatía entre ustedes y yo, claro, porque para ser sincero estando ahí no pensé en katanas ni shurikens, sino en la inmanencia de la Vida sobre las vidas individuales, pero de eso nada les interesa. Pero bueno, regresando, hay un estanque y toda la cosa. Llegué a uno de los templos más famosos por su jardín de musgo: ¥400. Y sí, pinche jardín chingón lleno de musgo sano como economía china. 
Jardín más cuidado que la imagen de Peña Nieto.

Entrada al jardín del Ōkōchisansō.

Después fui a la villa de un antiguo movie star (Denjirō Ōkōchi) cuya pasión eran los jardines y la paz budista que traen a la mente. El lugar se llama  Ōkōchisansō (大河内山荘), y aunque vale ¥1,000 entrar vale la pena si usted es amante de los "natural landscapes" creados centímetro a centímetro por la mano del hombre. De ahí fui, siempre andando entre senderos montañosos interrumpidos a veces por mansiones —una de las cuales era un taller de muñecas tradicionales—, al Tenryūji. Pero antes debo mencionar que en el tren me había encontrado con una pareja de gringos viejos (ni tanto, andaban en sus cincuentas) que cuando les dije que era mexicano se sorprendieron de sobremanera, el wey me dijo "well done", como si fuera un auténtico milagro que alguien proveniente del pantano de pobreza y mediocridad que es México pudiera elevarse tan alto como Japón. Lo odié, como pueden imaginar. Regresemos a Tenryūji. Es el templo budista más viejo de la isla. Fue quemado por completo 6 o 7 veces (ya hablamos de que el budismo no significa pueblos pacíficos), por lo que los edificios actuales apenas tienen siglo y medio. Sin embargo el trazado y el estanque central son los originales.


Desde el interior del Tenryūji te vigilan.

Acompañado por el clásico jardín cuidadísimo y estúpidamente hermoso, el templo —o el complejo de templos— ya no me impresionó tanto debido al exceso de oteras y jinjas (recintos budistas y sintoístas, respectivamente) que he visto, aunque en este caso la presencia de un dragón pintado en el interior fue lo más chingón (frase tan mexicana como los chilaquiles del sábado por la mañana, ¿edá, Octavio Peace?). Pausa etimológica de gran interés entre el electorado: Tenryūji está compuesto por tres kanji: , ten, que significa cielo o paraíso, , ryū (ryuu), dragón, y , tera o ji, templo budista, así que el lugar significa algo así como "Templo del Dragón Celestial". Échense ese trompo de uña. Muy chipocles el estanque lleno de koi (, carpas) negros, rojos y blancos. 
 
Calle central de Kioto, Shijōdōri (四条通).
De ahí volví al tren, y de la Estación Kioto al ryokan. Estaba agradablemente nublado, así que tras comer un yakisoba (que horas después me hizo doler la panza) y tomar un baño me fui alegre y decidido —las duchas suelen darnos fuerza equiparable a las drogas como el café— a la zona comercial de la noble ciudad (Kioto fue por mil años —¡mil putos años!— la capital de Nihón). Kioto no se distingue por su abundancia de negocios en cada esquina como el resto de los lugares visitados por ustedes lectores vía yo el torpe narrador, así que en su zona comercial se concentra TODO. Desde los infaltables establecimientos tradicionales japoneses Gucci y Louis Vuitton hasta un mercado de pescados y verduras (Mercado Nishiki, 錦市場, Nishikiichiba, en funciones desde el siglo XV, o sea, contemporáneo del Mercado de Tlatelolco), pachinkos, librerías, karaokes, antros, bares, casas de geishas y demás. Pasé a una tienda de cómic y no pude resistirme ante un libro de obras de Sadamoto, el diseñador de personajes y mangaka de Evangelion (ya habrán adivinado mi cariño por dicha serie). ¥3,000. 

Aquí termina (o comienza) el Mercado Nishiki.
 De ahí fui al Mercado Nishiki y demás negocios infestados de niponas guapérrimas que entonaban el 'dialecto kansai' —variante del japonés de la zona; incluye giros fonéticos que te harán pensar que no sabes nada, oh estudiante del oficialista japonés tokiota— y turistas gringos (para que no extrañen Playa del Carmen o Los Cabos). Descubrí un negocio de pachinko y videojuegos de cuatro pisos y entré a probar suerte. Primera diferencia con las que fueron nuestras 'maquinitas' antes del seXbox/pleisteishon: hay mujeres, muchas. Incluso varias acompañando a hábiles maquinetos nipones como si fueran campeones de la eurocopa. La mayoría (alivio feminista) jugando para su propia gloria. Pues no, los nipones están demasiado cabrones, no sólo en mi juego de peleas, King of Fighters, sino en todos. Vi a dos de ellos competir en Tetris a una velocidad que humillaría a cualquier ruso. Jodido de la panza por el estúpido yakisoba de la tarde volví a pie (largo trayecto en el que se mezclaron las imperiosas llamadas de la diarrea con la maravilla de estar lejos de todo y de todos) al ryokan dispuesto a leer mi nuevo libro —que resultó ser una colección de portadas del manga de Evangelion— y dormir temprano, aunque el chateo me 'obligó' a dormir hasta las 11:30.
Ma qui ni tas .
Hoy, viernes 17, estoy a bordo de un autobús rumbo al Ginkakuji (銀閣寺, Templo del Pabellón de Plata) con dos beldades adolescentes paradas frente a mí (dejen de juzgarme, amantes de lo políticamente correcto, la belleza no tiene edad). Al regresar debo de cambiarme del ryokan al hotel al que originalmente quería venir —el cual, víctima de su popularidad, no tenía disponible habitación la noche anterior—, y luego no sé qué procederá —oh dulce incertidumbre, te tememos tanto—. Por cierto, el fuckin' Ginkakuji sí que está lejos.
Gion al atardecer.

2:14 () Gion

Restaurante de udón. Sentado al lado de un trío de alemanes con una actitud mamoncísima, como si acabaran de ganar la Segunda Guerra Mundial. Tras de mí tres niponas treintañeras con toda la jeta de esposas-florero platican y fuman. Porque en Japón no puedes fumar en la calle pero sí en los lugares más impensados. Frente a mí una pareja de novios o prenovios veinteañeros, el wey es todo un douchebag. He descubierto que es mejor fingir que no sé japonés si se trata de establecimientos comerciales. La gente se esfuerza más en comunicarse y hasta te trata mejor. O es mi mal humor, porque (no tomen en cuenta me tendencia a la hipocondría) desde la mañana me han estado dando punzadas en el corazón. Odio sentirme mal justo cuando estoy a la mitad del viaje. Bueno, odio sentirme mal, punto.  

Gente peinando arena en el Ginkakuji.
Ginkakuji es un fraude, y aunque el jardín que lo rodea está chipocles, no supera al templo del musgo, y mucho menos al Ōkōchisansō (después me explicaron que los nipones prefieren el Pabellón de Plata sobre el de Oro por su modestia, la cual es más acorde con su espíritu reservado). Ahora, del Templo del Pabellón de Plata nace —o muere— el Camino de los Filósofos (哲学の道), que es otra cosa. Discurre a la vera de un riachuelo con peces y tortugas y a lo largo de muchos cerezos que en primavera hacen que se te bajen los calzones —supongo—. Según la leyenda el prominente filósofo Kitaro Nishida solía recorrer esa ruta para aclarar su mente. Eligió bien el cabrón. A pesar de las punzadas cardiacas que desde entonces me atormentaban (exagero, ¿por supuesto?) el recorrido me llenó de una serenidad semejante a la tranquilidad/impunidad de la niñez. De paso di rienda suelta a mi consumismo —que debe ser despreciado, condenado y frito en las llamas de la Realidad— comprando una playera de Taringa. 
El Camino de los Filósofos.
Taringa the cat.
Tras el regreso (no tan dilatado como la ida cuesta arriba) fui por mis cosas al ryokan y de ahí a mi hotel en Gion, barrio vecino del río Kamo en el que habitan geishas desde siempre, coreanos, tiendas de ropa, restaurantes (en Nihón hay más restaurantes por persona que en la Condesa) y sitos de paseo propios para artistas ambulantes. Joder, el udón —que pedí de res, mi favorito— no me llenó por completo. Pero, como suele suceder en situaciones frustrantes, tampoco me quedó suficiente fuerza como para pedir otro y zanjar la cuestión.
 
Río Kamo y garza.
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8:45 () Bus hacia 金閣寺
Rodeado de auténticas lolis. Sin desayunar. Ayer, tras comer ese udón de carne, bajé a la orilla del río Kamo (鴨川, Río de los Patos) y me puse a pensar en mi muerte, que en ese momento parecía tan próxima como el siguiente segundo. Tardé un rato en aceptar que mientras siguiera vivo debía gozar el momento, y gozarlo hasta la última gota sin importar cómo. Porque un hombre muerto no puede admirar las chicas guapas en la calle, ni hablarles, ni tocarlas. No puede nada. Y yo seguía vivo. Así que para aclarar mi mente fui a la sala de pachinko/videojuegos, en donde completé —una vez más— mi ciclo terror-aceptación. Compré un par de playeras a un precio escandaloso. 
No sólo trenes y metros, también los autobuses tienen horarios que respetan al dedillo.

Volví (o más bien fui a registrarme) al hotel. Me tocó una litera sobre una francesa de veintitantos, a mi lado su mamá y abajo el novio de la mamá (información importante: la mamá estaba mejor que la hija). El dueño del hotel nos invitó a acompañarlo a cenar. Nos sumamos los franceses, cuatro coreanas y su servilleto. El sitio elegido era un restaurante "secreto" por estar en un segundo piso. Todavía no asimilaba la disposición comercial vertical de los japoneses, acostumbrado a los negocios de una planta de mi país. El lugar estaba adornado con motivos cincuenteros, afiches de películas, anuncios de la época y banderitas de países (imposible advertir que faltaba México). Yoshi, el dueño del hotel, pidió de todo un poco. De entrada un gran plato de col fresca, cortada en trozos grandes y una salsa para acompañarla. Botanita. Lo demás también estaba bueno (desde yakitori hasta calamar). Confraternicé (egalité, ecualité) con los franceses. 

Excelente foto del restaurante cincuentero.
A las 8 terminó la cena y cada quién a su rollo. Vagabundeé por la zona, llena de chicas y chicos vestidos de fiesta. Vi tanta guapura que me deprimí. Extrañé a mi mujer, mucho. No me animé a entrar solo a los bares pletóricos de juventú, así que compré una Asahi y me la fui a tomar frente al hotel, lo que me hizo sentir patético como gusano desenterrado por la lluvia. Jajaja, es nefasto eso de sentir lástima por uno mismo, pero es que desde la pubertad me deprime no poder fiestear cuando los demás andan en reven. ¡Hay un modelo de auto llamado moco! ¡¡Muahahahhhaaa!! Bueno, me fui a dormir y hoy amanecí con ganas de templear de nuevo. Como no encontré ningún lugar para desayunar subí al autobús con la panza vacía. Una parada adelante un tropel de estudiantes de secu retacó el bus.
¿Apoco no quisieran vivir aquí?

4:44 () Kamogawa (Shinbashi)

Comienza —por fin— a caerse  el velo de majestuosidad de las niponas. Demasiado maquillaje. Y rehúyen gacho mi mirada (casi todas, claro). Kinkakuji (金閣寺, Templo del Pabellón Dorado) está chingón, nada que ver con su hermano plateado. El jardín que lo rodea está poca madre. De ahí caminé junto a un grupo de secundarios hasta Ryōanji (竜安寺, Templo del Dragón en Paz o el Dragón Tranquilo). Una de las chicas iba cantando. Su voz cuasi infantil, la calle repleta de árboles con casi ningún coche usándola y el sol matinal pegando de lleno crearon un ambiente que me causó escalofríos.  De los mejores momentos del viaje. Ahora que he conseguido identificar los cerezos me doy cuenta de su increíble abundancia y de lo genial que debe verse la ciudad cuando florecen.
Kinkauji en toda su gloria.
Con razón arman tanto barullo al respecto, barullo que deberíamos armar nosotros cuando las jacarandas florean —en la misma época, por cierto— y embellecen con su lluvia púrpura la Ciudad de México y muchos otros sitios de esta nuestra República que es cada vez menos nuestra. Ryōanji es lo que esperaba, aunque el famoso jardín zen (este tipo de jardines se llaman karesansui, 枯山水, la definición es algo así como "jardín japonés seco") es mucho más pequeño de lo que suponía. Me he rendido a hablar japonés, en verdad que mis habilidades de conversación son casi nulas. Pero lo entiendo bien, ventaja que los nipones nunca sospechan. Tras extasiarme con el jardín seco zen caminé por la zona del templo hasta un ancho estanque con las acostumbradas carpas y tortugas, aunque en esta ocasión vi una serpiente de agua, lo tomé como un buen augurio —yo que no creo en horóscopos ni predestinaciones—. 
Colegialas en Ryōanji.

Agarré un bus a la estación central y de ahí otro a Kiyomizu-dera (清水寺). El lugar donde se encuentra dicho templo budista es de los más "antiguos" de Kioto, lleno de geishas, restaurantes caros y tiendas de dulces tradicionales y suvenires. Además de, of course, un chingo (medida mexicana por excelencia) de turistas, sobre todo chinos, coreanos, franceses y gringos. Vi una pareja de güeros israelíes mamoncísimos. El templo es una excelsa obra de ingeniería en madera, y el paisaje arbolado está para cagarse pa dentro de lo chinguetas.  
Dragón de agua afuera del Kiyomizu-dera.

Hacía demasiado calor, así que no seguí la ruta de templos entre el bosque y caminé por las calles montañosas en busca del templo Chionin (知恩院), que según el mapa que me regaló mi sensei en México estaba cerca. No di con él, pero mi hambre me hizo parar en un restaurante de udón. Pedí un karei-udón de res y resultó ser el mejor udón que he probado en mi vidorria. Al salir del restaurante me di cuenta que estaba a tres cuadras del hotel. Kioto debe tener el tamaño de Morelia o Querétaro. Fui a bañar los abundantes residuos de sal en mi piel (31° C al mediodía) y luego reemprendí la búsqueda del Chionin, que está enclavado en un montañoso parque nacional atiborrado de cerezos, que ya echaban fruto. Arranqué una cereza —en apariencia— madura, sabía amargagrio. Cuando, tras vueltas y vueltas entre árboles y riachuelos (y parejas echando novio) di con el templo, lo acababan de cerrar. Así que vine a 真橋 (Shinbashi), que es un pequeño río prístino (como mente de bebé) rodeado de árboles y comercios que le dan cierto aire a rambla junto al cual los nipones fuman y echan chela. Porque en Japón puedes beber en la vía pública, aunque no es tan común verlos hacerlo. 
Cerezas (サクランボ).

Es mi última tarde en Kioto, cierta nostalgia anticipada me invade. Mañana tempra voy a Tokio, y por la tarde veré a Nobu san. Y en una semana estaré en Mexicalpán de las Tunas. A las 7 el dueño del hotel convoca a una cena junto al río Kamo. Ojalá vayan los franceses, aunque si no será mi oportunidad para confraternar con las coreanas.

Kioto es llamado el corazón de Japón, y no es vano.

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