19 marzo, 2013

La banca del jardín


Shabtai Zisel y Morgan McKinley caminan por una vereda de grava enmarcada por árboles y arbustos, el primero apoyando en un bastón de cedro y el segundo levemente jorobado. Resplandeciente, el otoño boreal cubre de flores la vegetación. El camino zigzaguea con la indolencia propia de las sendas destinadas al paseo reflexivo, ora dejando ver alguno de los edificios de la Universidad, ora mostrando la ciudad abajo en el valle. Tras un recodo se topan con un riachuelo que desciende bajo la vereda, rematada por una banca de hierro, de pintura descascarada, protegida por la sombra de un álamo. Los dos profesores deciden sentarse por un momento y contemplar las líneas obsesivas del trazado de la ciudad. El poblado valle se extiende por varios kilómetros hasta chocar con una cordillera de cerros achaparrados otrora repletos de árboles. Morgan busca su pipa en los bolsillos mientras Shabtai juguetea con la solapa de su abrigo de tweed.
            —Cuando nos toque partir esto seguirá ahí —refunfuña McKinley señalando la vasta ciudad—, cambiante pero siempre igual.
            —Lo único que no me aburre ver cambiar es la forma de vestir de las señoritas —responde Zisel con un brillo en los ojos—, hoy minifalda, mañana pantalones ajustados, siempre encontrarán la manera de verse bien.
            Morgan encuentra la pipa, la golpea con suavidad contra la banca, sopla por la cazoleta y la golpea nuevamente.
            —¿Cuántas mujeres tuviste? ¿Dos? ¿Seis? ¿Diez? —extrae una bolsa de tabaco picado y la desdobla con calma— Miles menos de las que nada más deseaste pero mencionabas sin parar.
            —Veintidós, tuve veintidós. Y mientras siga vivo la lista puede crecer.
            —¡Ja! —suelta McKinley— Perdiste demasiado tiempo pensando en ellas, persiguiéndolas y llorando. Si todo ese esfuerzo lo hubieras volcado en tu carrera tendrías el posdoctorado que te faltó para ser catedrático en el Tecnológico, y no seguirías en este lugar pulgoso, arrojándole margaritas a los cerdos.
            —Perlas, perlas a los cerdos es la variante oriental de ese dicho —contesta Shabtai mientras con el bastón escarba entre dos piedras cubiertas de musgo—, y si ese idiota posdoctorado hubiera llegado no estaría aquí para acompañar tu amarga decrepitud, así como acompañé tu amarga existencia desde hace más de cuarenta años.
            Morgan escupe al suelo mientras deja salir una bocanada de humo azulado.
            —Al menos yo no perdí mi tiempo —su sonrisa permite ver unos dientes manchados de nicotina—. Llegué a donde quise, y si no gané la medalla del Congreso fue por culpa de la vieja loca de Zárraga. ¡Es rectora porque todo lo hace con el recto!
            —Eres un anciano prosaico, si no la obtuviste fue por tu necedad antisocial y crónica falta de sensibilidad política —Zisel sonríe y con el bastón echa tierra encima del escupitajo de McKinley—. Pero eso no es lo importante, sino que tu obsesión por el trabajo te alejó de las mujeres, ¿hace cuanto tuviste la última, hace un siglo? Mírate: al final ni medalla, ni mujer, ni hijos, ni nada.
            —¿Y tú? Divorciado de la nipona, con hijos del otro lado del mundo y ningún reconocimiento académico válido más allá de los que te ha dado esta universidad apestosa.
            —Lisiados de por vida, uno por el trabajo, y otro por el desamor.
            —Lo sabía, siempre terminas hablando de Lorena —gorgoja Morgan con disgusto.
            —Lorena, el hoyo negro que se tragó mi pasado.
            —Por Cristo, eso fue hace más de treinta años. ¿Por qué no puedes dejarla ir?
            —El tiempo no importa cuando se trata del amor de tu vida —una antigua tristeza asoma en la mirada de Shabtai—. Al final ni margaritas ni perlas, ninguno de nosotros dos.
            Ambos suspiran al unísono. Un trío de pequeños pájaros de pecho rojo toman por asalto las ramas del álamo y se persiguen entre trinos. La pipa de McKinley, apagada, descansa en su regazo. Zisel juguetea con el bastón sin darse cuenta que ha desenterrado una pequeña roca bajo la cual descansaba un escorpión que se aleja con la cola enhiesta.
            Un bramido, primero casi imperceptible, se aproxima desde las alturas. Ni Shabtai ni Morgan lo advierten. Los profesores miran sin mirar el soleado valle donde yace la ciudad. El clamor crece, se agudiza y castañea en las profundidades de la tierra. Zisel es el primero en darse cuenta. Está por comentarlo con McKinley cuando el cielo súbitamente se torna rojo. Justo frente a ellos, lejos, tras las montañas, crece con claridad inaudita el hongo de una explosión atómica. Antecedida por un destello tan blanco como el sol del mediodía otra bomba estalla a la derecha, casi simultáneamente otro hongo se hincha en el centro de la ciudad entre relámpagos rojizos. Los amigos voltean a verse.
            —¿De qué hablarás, viejo camarada, ahora que sólo te quedan segundos de vida? —pregunta Shabtai Zisel con la misma calma con la que se dirigiría a su profesor asistente. Morgan McKinley contempla las explosiones crecer mientras juguetea con la pipa.
            —De mis tropiezos, de mis caídas. De mí. Del mayor error de mi vida motivado por una mujer quien sin duda ya me ha olvidado. Las mujeres sólo me desviaron del camino. No extraño a ninguna de ellas, ni siquiera a sus cuerpos; enderecé mi vida a pesar de ellas, porque nunca les importas. Y cuando llegué a la cumbre fue una de su género la que me impidió plantar mi bandera. La maldición se cerró como grillete.
            —¿Qué queda entonces?
            —El vigor, el esfuerzo, el haber vencido a quienes vencí, la fuerza de voluntad, la riqueza de mi propio camino, los aplausos, los amigos, la música y ese perro de mi niñez que como nadie me amó.
            —Nada entonces.
            —Nunca importó nada.
            Los hongos atómicos tocan las nubes mientras las ondas expansivas avanzan destrozando edificios como si fueran de papel, encaminándose directamente hacia la universidad. Ninguno de los dos amigos se inmuta. Morgan McKinley voltea a ver a Shabtai Zisel y le pregunta:
            —¿De qué te gustaría hablar, viejo amigo, si fueran estos los últimos instantes de tu vida?
            —De Lorena. De lo que pude conseguir. De la perfección que busqué, que arañé y se me escapó entre los dedos.
            —¿Qué queda al final?
            —La espuma de la primera ola del mar que toqué en mi vida, el calor de las sopa preparada por mi madre, cierta canción en un concierto rodeado de una multitud, el roce de los dedos de mi hijo en mi nariz, la noche en que supe que Lorena no volvería jamás, que ya no me amaría jamás.
            —No queda nada entonces.
            —Siempre fue nada.
            Ambos se encogen de hombros, se miran a los ojos y alcanza a sonreír antes de que la ola atómica los engulla. Otras explosiones se levantan alrededor de la ciudad que sucumbe entre alaridos de concreto ardiente y lágrimas de metal.




2 comentarios:

  1. Me gustó.
    —El tiempo no importa cuando se trata del amor de tu vida —una antigua tristeza asoma en la mirada de Shabtai—

    Eso.

    Saludos! Leo

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Pipicacamoco.