Genaro aspiró hondo antes de cruzar la puerta. Miró
el vestido floreado de Julieta, el largo exacto de la tela para dejar a la
vista sus piernas sin parecer vulgar. La puerta se cerró tras él, el sonido le
recordó el de la reja de una prisión. El olor de la casa de entrada no lo
gustó, mezcla de tocino y flores tropicales. Pinturas abstractas saturaban
cada espacio de la pared, acomodadas de tal forma que componían una sola obra
de arte. Una mesa de centro y sillones de peluche blanco completaban la sala,
sobre uno de los respaldos un gato negro lo miró con desdén.
—Voy
por ellos —la alegría de Julieta no era lo suficientemente auténtica como para
ocultar su nerviosismo—, espera aquí, amor.
La
vio alejarse y se maravilló de su andar como cuando la conoció. Aún no podía
acostumbrarse a ser poseedor de una mujer tan bella. Movió los dedos de los
pies dentro de los apretados zapatos y puso las manos detrás de la espalda. Se
acercó a examinar una pata de elefante que crecía en una pesada maceta de
cerámica, atraído por el brillo de sus alargadas hojas. Ninguna relación con
los dos despelucados helechos supervivientes en su árido departamento. Junto a
los sillones, guardando el paso hacia lo que debía ser el comedor, un mueble de
madera coronado por dos vitrinas exhibía una colección de muñequitos de barro
en posiciones obscenas. Había desde parejas y tríos teniendo sexo hasta hombres
con falos gigantes y mujeres incrustando los puños dentro de sus orificios.
Sintió vergüenza automática y regresó la vista a los cuadros y después al gato
negro. Tenía ojos amarillos con rombos por pupilas; grande como un perro
chihuahua, esbelto y con un collar rojo con cascabel. La impecable limpieza de
la mesa de centro le causó un escalofrío. Quería vivir así. Y quería vivirlo
junto con Julieta. Tal vez con menos cuadros en las paredes, pero sí con
plantas resplandecientes, mascotas finas, y lo mejor de todo, la mujer más
guapa posible de conseguir. Sonrió, y con la sonrisa regresó el nerviosismo,
ausente durante el primer análisis de la casa, la casa de sus suegros, a
quienes apenas iba a conocer.
—Bienvenido,
joven, bienvenido —un hombre con una calva reluciente, ancho bigote blanco,
camisa polo y sonrisa gigante entró a la sala—; por favor, tome asiento, está
en su casa.
Genaro
se sentó de sopetón espantando al gato, que maulló y se fue con paso iracundo.
—¿Algo
de beber? Tenemos whisky, tequila, ron, vodka, cervecitas, lo que quiera joven
—el hombre se recargó en uno de los sillones mientras con la cabeza seguía el
recorrido del gato—, sin pena, por favor, está en su casa.
—Un
whisky está bien —contestó Genaro, atento también al lento caminar del felino
que se dirigía a la cocina.
—Perdona,
soy un grosero —dijo el hombre dándose una palmada en la frente y acercándose
con la otra mano extendida—, mi nombre es Jesús y soy el padre de Julieta, como
ya te habrás imaginado —Genaro estrechó su mano sintiéndose ridículo por
hacerlo en el sillón mientras su futuro suegro permanecía de pie—. Entonces, ¿un
whisky?
—Pero
ninguno para ti, Jesús, que ya sabes cómo está tu hígado —se escuchó, como una
campana, la voz de una mujer acercándose por el pasillo—, no quiero llevarte
otra vez al hospital a las cinco de la mañana.
La
suegra de Genaro hizo aparición. Era alta y delgada, ojos verdes, cabello corto
sin tinte que cubriera su incipiente blancura y un rictus de severidad plasmada
en las arrugas alrededor de los labios. Llevaba un amplio chal de colores
oscuros sobre un vestido chiapaneco negro. Genaro se puso de pie mientras ella
extendía la mano presentando el anverso. Se sintió impelido a besarla,
conteniéndose y estrechándola con suavidad. La suegra sonrió, entre pícara y
desdeñosa.
—El
famoso Genaro, es un gusto conocerte finalmente. Soy Josefina —sin interrupción
se volvió hacia Julieta—. Tienes razón, tiene todo el aire de médico.
—¿Eres
doctor? —preguntó Jesús, quien volvía con dos vasos de whisky y soda en las
rocas—, porque fíjate que últimamente he tenido un zumbido el oído que por las
noches es insoportable.
—Papá,
te dije mil veces que era doctor, estudiante de neurocirugía —se quejó Julieta
sentándose al lado de Genaro.
—Ya
conoces a tu padre, hasta la fecha no ha podido aprenderse nuestro número
telefónico —la puya de Josefina no fue escuchada por su marido, que había
vuelto a la cocina. Regresó con un caballito de tequila que le ofreció a su
esposa y una cerveza para Julieta—. Entonces el whisky es para ti, ya veo
—insistió Josefina levantando los hombros—, allá tú y tu hígado.
—Brindemos
—ignorando a su mujer levantó Jesús el vaso—, por el gusto de tener a nuestra
hija y a este apuesto joven con nosotros.
—Recuerda,
les contaremos cuando llegue el postre —murmuró Julieta en el oído de Genaro
tras el brindis.
El
trago le supo amargo.
Cuarenta
minutos después terminaban el estofado de res con huitlacoche guisado por doña
Bere, la cocinera de Julieta. De fondo sonaban sonatas de Mozart y preludios de
Bach. El comedor era de madera negra, adornado a la espalda de Genaro por una
colección de platos pegados a la pared de estilos dispares y coloridos. El muro
y los ventanales de enfrente miraban al jardín, adormecido en el fin del
atardecer; junto a la puerta a la cocina había un cuadro gigante, vertical, que
representaba a una prostituta parada en la calle de noche. El artista había
deformado el entorno hasta convertirlo en manchones planos, casi
irreconocibles, que daban idea de la banqueta, un cartel pegado en la pared,
luz de neón y los faros de los autos; en cambio la mujer estaba delineada con
pulcritud, simplista pero conteniendo la esencia de cada detalle. Debía tener
menos de treinta años, y a pesar de la fatiga presente en el rostro y la
melancolía de los ojos conservaba una hermosura casi inocente. Genaro pensó,
palideciendo moralmente como a todos nos sucede de vez en cuando, en que
precisamente la tristeza de esa mirada la hacía apetecible: se debía mancillar
esa belleza descarriada, hundirla en el fango y después no voltear atrás. Miró
a su novia, sentada a su lado, y por un segundo la sintió ordinaria, lejana de
todo sufrimiento. Después miró el gesto serio de su suegra y sintió miedo, el
conocido miedo venido en súbitos accesos el último mes. ¿Estoy tomando la
decisión correcta? Volvió a ver a su novia, y después al cuadro de la
prostituta. Sí, lo es, se dijo.
La
conversación fue dominada por Jesús y Julieta, una larga perorata sobre las
últimas reformas del gobierno, repulsivamente dañinas para el país y
denigrantes para la gente, coincidieron los dos, partidarios de la rama más
crítica de las izquierdas. Jesús recitaba nombres de políticos, economistas y
teóricos con una fluidez que contrastaba con su pacífica y bonachona fisonomía.
Josefina comía en silencio, dando discretos sorbos a su tequila. Llegó el
postre, flan horneado, y con él unos golpecitos del pie de Julieta en la pierna
de Genaro que le dijeron "es hora de hablar con ellos". El estómago
del novio sufrió una contracción. Había llegado el temido y esperado momento.
Para su suerte, buena o mala, Josefina decidió que era momento de intervenir.
—¿Y
qué te ha parecido la casa? —preguntó mirándolo a los ojos—, ¿qué diferencias
encuentras entre quienes habías imaginado cuando mi hija te contaba sobre
nosotros y la realidad?
El
futuro yerno se congeló por un segundo, oliendo una trampa. Obviamente no podía
contestar con un simple "está bonita su casa, señora, y ustedes son maravillosos",
con seguridad se esperaba de él alguna observación notable, el análisis de la
ironía de los sillones de peluche blanco y el gato negro, un lucimiento
intelectual así. Pero era un simple médico general en vías de convertirse en
neurocirujano y poseer un BMW, había tenido metida la nariz durante años en
libros de bioquímica, anatomía, farmacología y nefrología como para además
saber de arte, política y literatura. Claro, se había ganado a Julieta tras una
veloz cadena de acontecimientos inevitables para los dos, pero lo hizo siendo
él mismo, no fingiendo ser un gimnasta intelectual.
—Me
parece provocadora la decoración, y ustedes son decididamente más interesantes
que las versiones de Julieta, aunque hay que ver que los quiere en grande.
—Sí,
le he hablado mucho de ustedes —intervino inmediatamente su novia buscándole la
mano bajo la mesa—, es importante que se conozcan. Tenemos algo qué decirles.
La
música de fondo hizo una pausa. Él sintió los ojos de sus suegros clavados en
su cara, sin duda intuían la frase por venir; a su vez, su novia volteó a verlo,
y encontró en esas pupilas la correspondencia de quien se ha entregado
completamente. Era el momento.
—Vamos
a casarnos...
Dijeron
al unísono, aunque sus palabras se perdieron en el vigoroso inicio de una pieza
de Beethoven e inmediatamente después en la oscuridad y silencio de un apagón.
Los últimos estertores de la tarde en el jardín se convirtieron en la única
luminiscencia. Doña Bere, desde la cocina, lanzó un "se fue la luz"
que vino a restarle solemnidad al momento.
—Los
veo decididos —habló la figura negra correspondiente a Josefina—, y que el
ritual de pedir la mano a los padres de la novia y demás piezas de museo han
sido exitosamente desechadas por ustedes. Me alegra tener una hija tan acorde a
sus tiempos. Y me alegra su noticia, aunque debo catalogarla de un tanto
inesperada. ¿No hay algo que los esté empujando, algún accidente nuevemesino?
—Permítanme
asumir el papel de abogado del diablo aquí —intervino Jesús, su calva relucía
con la poca luz que entraba del jardín. En la cocina se encendieron velas—,
pero como padre de la primera hija que se me quiere casar debo hacerlo. ¿Cuánto
llevan de novios? ¿No más de cuatro meses?
—Seis
meses papá, aunque eso no importa; y no hay ningún accidente, mamá, me ofende
tu insinuación —contestó Julieta con voz dignísima; doña Bere, rechoncha y
morena mujer de caminar tropical y eterna sonrisa, llegó con un par de
candelabros de tres velas a la mesa—. Jamás he sentido esto por alguien y sé
que no lo sentiré por nadie nunca más. La decisión está hecha, no me voy a
arrepentir, y ustedes no tienen derecho a cuestionarme.
—Pero
debes escuchar nuestra opinión —dijo Josefina con el caballito semivacío en la
mano—, al fin de cuentas tampoco tienes derecho a cuestionarnos.
En
la danzante luz de las velas Genaro creyó ver en sus suegros la chispa de la
furia. ¿Se convertiría la velada en una serie de recriminaciones entre padres e
hija en vez del deseado escenario de felicidad por el futuro matrimonio, como
había ocurrido cuando se lo dijo a sus propios padres, la semana pasada?; vaya,
hasta su madre le regaló a Julieta las joyas con las que se casó la abuela.
Pero los singulares suegros estaban forjados en otro molde. La luz del ocaso se
tornó blanquecina, renuente a desaparecer. Doña Bere salió al jardín. Genaro no
podía permanecer con la boca cerrada.
—Ustedes
no me conocen, pero para mí esto también es fuera de lo normal. Su hija es la
mujer más increíble que cualquier hombre pueda conocer. La quiero siempre a mi
lado. Y si ella me ama también, aunque seamos muy jóvenes dentro de los
estándares de la generación, sólo un idiota la dejaría ir. Por eso estoy aquí
ante ustedes.
—Y
lo agradecemos, Genaro, te lo aseguro —la voz de Josefina era tan seca que
costaba creerle—. Pero debimos conocernos antes. Esto es un proceso. Y si
eligen con el estómago en vez de con la cabeza tomarán decisiones equivocadas.
Porque se están yendo muy rápido...
—Señora,
tiene que venir a ver esto, por favor —interrumpió doña Bere muy agitada, sus
cachetes rojos parecían grandes manzanas en la escasa luz.
Molesta,
Josefina se puso de pie con ánimo de regañar a su cocinera, pero ésta la tomó
de la brazo y la arrastró hasta el jardín.
—¿Qué
pasa papá? —preguntó Julieta con un dejo de temor que le trajo a Genaro la
imagen de una niña asustada en medio de la noche.
Tras
la ventana podían ver que doña Bere le señalaba algo en el cielo a Josefina,
quien asentía con la cabeza. Julieta se acercó al oído de su novio, dispuesta a
decirle una frase, cuando su madre regresó del jardín impidiendo la
confidencia.
—Parece
que tenemos un cometa en el vecindario —parecía de buen humor—, único
acontecimiento astronómico capaz de interrumpir semejante ocasión. Pero vengan,
no pueden perdérselo. Tal vez sea una señal sobre su matrimonio.
Tropezándose,
los demás abandonaron la mesa. Genaro sintió el frío de la noche sobre sus
brazos desnudos. La falta de energía al parecer había afectado a toda la
ciudad, la oscuridad era casi completa. Abrazó a Julieta antes de levantar la
vista hacia el cielo en la dirección señalada por múltiples dedos. Vio un
objeto similar a un cometa, aunque sin cauda, más grande y azulado. Había pocas
nubes y la luna era nueva; el cielo negro, fresco y profundo, inundado de
estrellas, parecía resplandecer.
—¿No
debería tener cola? —preguntó Julieta como si hablara sólo por hablar, en su
voz Genaro detectó una felicidad plena, en posesión del momento.
—Posiblemente
esté exactamente atrás de él —teorizó Jesús—; lo sorprendente es su cercanía,
en la prensa los astrónomos debieron decir algo.
—Y
justo ahora que se fue la luz —intervino doña Bere en voz baja, como si
estuviera en la iglesia—, es una señal de Dios.
—El
fin del mundo —se le escapó a Genaro.
Los
tres miembros de la familia voltearon a verlo. Había roto el encanto. Julieta
dejó de abrazarlo. Genaro se replegó dentro de sí mismo.
—Patrona,
se está haciendo más grande.
Los
demás volvieron la mirada arriba. En efecto, la luz había crecido. El color
azul parecía provenir de las orillas, fulgores alargados que amenazaban con
lastimar los ojos.
—Comienzo
a dudar que se trate de un cometa —enunció Jesús; su esposa lo abrazó y le dio
un beso en la cabeza clava. La diferencia de tamaños, ella mucho más alta que
él, los hacía parecer madre e hijo—, cada minuto crece sensiblemente tanto en
tamaño como en luminosidad. Posiblemente estemos viendo una supernova.
Nadie
respondió a esto. Genaro enfocaba su mente en el hecho de que sus suegros al
parecer ya habían aceptado el inminente matrimonio. Cuando volviera la luz, ya
en un tono más calmado, podrían determinar alegres detalles como la fecha, los
posibles destinos de la luna de miel y demás diligencias. El ser dueño y esclavo
de la mujer de su vida estaba por tornarse oficial. El regocijo de saber esto
hinchó su pecho. Josefina también parecía haber perdido interés en el fenómeno
celeste, e impaciente, tamborileaba con el pie sobre el pasto del jardín. El
frío crecía en la apagada ciudad.
—Deberíamos
regresar a la mesa —dijo—, para terminar el postre.
—¿Y
perdernos un evento así? —replicó su marido— Sucede cada miles de años.
Genaro
se sorprendió cuando volvió a mirar hacia arriba. La luz había crecido al menos
tres veces su tamaño, tan grande como jamás se ha visto una estrella. Contempló
la corona de destellos azules que la rodeaba, perdiéndose por un momento en su
danzar. Se dio cuenta entonces. El círculo de luz crecía rápidamente, en pocos
segundos superó el tamaño de la luna llena y aún más. Con un golpe, el miedo se
expandió por su cuerpo.
—¡Julieta!
—gritó.
Ella
y su madre habían regresado al comedor para servir flan en platitos. Ambas
salieron con las porciones de postre en las manos. Un resplandor blanco azulado
cubría la ciudad, aplanando las formas y deslavando los colores. Doña Bere se
persignó. El círculo de luz era más grande que el sol y continuaba creciendo.
Los resplandores azules de los bordes se veían como relámpagos y llamaradas
incesantes. Julieta dejó caer los platos con flan, Genaro la abrazó con tanta
fuerza que por un momento le hizo daño. La luz creció todavía más, tornando blancos
el cielo y la tierra; blancas eran las facciones de Julieta, blanco el pasto
del jardín y el muro que delimitaba la propiedad. Jesús gritó en un tono tan
poco varonil que por un momento Genaro pensó que había sido su mujer. El
resplandor se expandió por todo el firmamento, las llamaradas azules refulgían
en el horizonte.
Comenzó
a temblar, sacudidas trepidantes que llenaron el aire blanco de gemidos y
destrozos provenientes de la casa y las vecinas. Doña Bere perdió el equilibrio
y cayó de una sentada sobre el pasto movedizo. La luz del cielo brilló tan
fuerte como el sol del mediodía, encegueciendo a los cinco presentes. A
tientas, Genaro buscó a Julieta, pero sus manos sólo tocaron el vacío. Había
ido a guarecerse en los brazos de su madre; Jesús rodeaba a las dos. El temblor
enfureció, permanecer de pie se hizo difícil. El fragor de edificios
derrumbándose a lo lejos y el profundo gruñido de la tierra acompañaron un
aumento tan brutal de la luminiscencia que penetraba debajo de los párpados.
Genaro sintió el aliento de la muerte en su nuca. La explosión de unas tuberías
de gas dos calles adelante casi le revienta los oídos.
—Julieta,
Julieta —gritó, pero ni él sabía si se escuchaba su voz.
A
gatas, ciego, la seguía buscando sin encontrarla. Un sonido agudo, al principio
lejano y perdido detrás del estruendo del temblor y los sollozos de doña Bere,
vino desde arriba. Parecía el silbido de una caldera tan grande como una
montaña. Aumentó hasta que, sin previo aviso, dejó de estar ahí.
El
temblor y la luminiscencia se extinguieron al mismo tiempo.
Al
recuperar la vista, Genaro se enfrentó a un cielo lleno de estrellas. Sonidos de
sirenas y el humo de incendios acompañaban la ciudad destruida. Doña Bere
seguía llorando sobre el pasto. Las ventanas del comedor estaban rotas, pedazos
del techo aparecían regados por el jardín; un pequeño árbol de durazno quedó
inclinado, con algunas raíces de fuera. Sollozos y gritos llegaban desde todas
direcciones.
Genaro
se puso de pie. Julieta yacía entre sus dos padres, que se incorporaban con
gestos atrofiados por el miedo. Le ofreció la mano, que se quedó en el aire,
ella se puso en pie por sí misma y tomó el brazo de su papá. La pareja se miró,
Genaro no pudo reconocer a quien había elegido ser la compañera de sus días.
Agobiado,
como si el aire con su olor a humo no le bastaran para respirar, revolvió el
cuello y miró el jardín destrozado, la desgarrada pared y el resplandor de los
incendios a los lejos. Se preguntó si estaba muerto. Julieta seguía refugiada
en los brazos de su padre.
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