01 abril, 2013

Geminga





Genaro aspiró hondo antes de cruzar la puerta. Miró el vestido floreado de Julieta, el largo exacto de la tela para dejar a la vista sus piernas sin parecer vulgar. La puerta se cerró tras él, el sonido le recordó el de la reja de una prisión. El olor de la casa de entrada no lo gustó, mezcla de tocino y flores tropicales. Pinturas abstractas saturaban cada espacio de la pared, acomodadas de tal forma que componían una sola obra de arte. Una mesa de centro y sillones de peluche blanco completaban la sala, sobre uno de los respaldos un gato negro lo miró con desdén.
            —Voy por ellos —la alegría de Julieta no era lo suficientemente auténtica como para ocultar su nerviosismo—, espera aquí, amor.
            La vio alejarse y se maravilló de su andar como cuando la conoció. Aún no podía acostumbrarse a ser poseedor de una mujer tan bella. Movió los dedos de los pies dentro de los apretados zapatos y puso las manos detrás de la espalda. Se acercó a examinar una pata de elefante que crecía en una pesada maceta de cerámica, atraído por el brillo de sus alargadas hojas. Ninguna relación con los dos despelucados helechos supervivientes en su árido departamento. Junto a los sillones, guardando el paso hacia lo que debía ser el comedor, un mueble de madera coronado por dos vitrinas exhibía una colección de muñequitos de barro en posiciones obscenas. Había desde parejas y tríos teniendo sexo hasta hombres con falos gigantes y mujeres incrustando los puños dentro de sus orificios. Sintió vergüenza automática y regresó la vista a los cuadros y después al gato negro. Tenía ojos amarillos con rombos por pupilas; grande como un perro chihuahua, esbelto y con un collar rojo con cascabel. La impecable limpieza de la mesa de centro le causó un escalofrío. Quería vivir así. Y quería vivirlo junto con Julieta. Tal vez con menos cuadros en las paredes, pero sí con plantas resplandecientes, mascotas finas, y lo mejor de todo, la mujer más guapa posible de conseguir. Sonrió, y con la sonrisa regresó el nerviosismo, ausente durante el primer análisis de la casa, la casa de sus suegros, a quienes apenas iba a conocer.
         —Bienvenido, joven, bienvenido —un hombre con una calva reluciente, ancho bigote blanco, camisa polo y sonrisa gigante entró a la sala—; por favor, tome asiento, está en su casa.
            Genaro se sentó de sopetón espantando al gato, que maulló y se fue con paso iracundo.
            —¿Algo de beber? Tenemos whisky, tequila, ron, vodka, cervecitas, lo que quiera joven —el hombre se recargó en uno de los sillones mientras con la cabeza seguía el recorrido del gato—, sin pena, por favor, está en su casa.
            —Un whisky está bien —contestó Genaro, atento también al lento caminar del felino que se dirigía a la cocina.
            —Perdona, soy un grosero —dijo el hombre dándose una palmada en la frente y acercándose con la otra mano extendida—, mi nombre es Jesús y soy el padre de Julieta, como ya te habrás imaginado —Genaro estrechó su mano sintiéndose ridículo por hacerlo en el sillón mientras su futuro suegro permanecía de pie—. Entonces, ¿un whisky?
            —Pero ninguno para ti, Jesús, que ya sabes cómo está tu hígado —se escuchó, como una campana, la voz de una mujer acercándose por el pasillo—, no quiero llevarte otra vez al hospital a las cinco de la mañana.
            La suegra de Genaro hizo aparición. Era alta y delgada, ojos verdes, cabello corto sin tinte que cubriera su incipiente blancura y un rictus de severidad plasmada en las arrugas alrededor de los labios. Llevaba un amplio chal de colores oscuros sobre un vestido chiapaneco negro. Genaro se puso de pie mientras ella extendía la mano presentando el anverso. Se sintió impelido a besarla, conteniéndose y estrechándola con suavidad. La suegra sonrió, entre pícara y desdeñosa.
            —El famoso Genaro, es un gusto conocerte finalmente. Soy Josefina —sin interrupción se volvió hacia Julieta—. Tienes razón, tiene todo el aire de médico.
            —¿Eres doctor? —preguntó Jesús, quien volvía con dos vasos de whisky y soda en las rocas—, porque fíjate que últimamente he tenido un zumbido el oído que por las noches es insoportable.
            —Papá, te dije mil veces que era doctor, estudiante de neurocirugía —se quejó Julieta sentándose al lado de Genaro.
            —Ya conoces a tu padre, hasta la fecha no ha podido aprenderse nuestro número telefónico —la puya de Josefina no fue escuchada por su marido, que había vuelto a la cocina. Regresó con un caballito de tequila que le ofreció a su esposa y una cerveza para Julieta—. Entonces el whisky es para ti, ya veo —insistió Josefina levantando los hombros—, allá tú y tu hígado.
            —Brindemos —ignorando a su mujer levantó Jesús el vaso—, por el gusto de tener a nuestra hija y a este apuesto joven con nosotros.
            —Recuerda, les contaremos cuando llegue el postre —murmuró Julieta en el oído de Genaro tras el brindis.
            El trago le supo amargo.
      Cuarenta minutos después terminaban el estofado de res con huitlacoche guisado por doña Bere, la cocinera de Julieta. De fondo sonaban sonatas de Mozart y preludios de Bach. El comedor era de madera negra, adornado a la espalda de Genaro por una colección de platos pegados a la pared de estilos dispares y coloridos. El muro y los ventanales de enfrente miraban al jardín, adormecido en el fin del atardecer; junto a la puerta a la cocina había un cuadro gigante, vertical, que representaba a una prostituta parada en la calle de noche. El artista había deformado el entorno hasta convertirlo en manchones planos, casi irreconocibles, que daban idea de la banqueta, un cartel pegado en la pared, luz de neón y los faros de los autos; en cambio la mujer estaba delineada con pulcritud, simplista pero conteniendo la esencia de cada detalle. Debía tener menos de treinta años, y a pesar de la fatiga presente en el rostro y la melancolía de los ojos conservaba una hermosura casi inocente. Genaro pensó, palideciendo moralmente como a todos nos sucede de vez en cuando, en que precisamente la tristeza de esa mirada la hacía apetecible: se debía mancillar esa belleza descarriada, hundirla en el fango y después no voltear atrás. Miró a su novia, sentada a su lado, y por un segundo la sintió ordinaria, lejana de todo sufrimiento. Después miró el gesto serio de su suegra y sintió miedo, el conocido miedo venido en súbitos accesos el último mes. ¿Estoy tomando la decisión correcta? Volvió a ver a su novia, y después al cuadro de la prostituta. Sí, lo es, se dijo.
            La conversación fue dominada por Jesús y Julieta, una larga perorata sobre las últimas reformas del gobierno, repulsivamente dañinas para el país y denigrantes para la gente, coincidieron los dos, partidarios de la rama más crítica de las izquierdas. Jesús recitaba nombres de políticos, economistas y teóricos con una fluidez que contrastaba con su pacífica y bonachona fisonomía. Josefina comía en silencio, dando discretos sorbos a su tequila. Llegó el postre, flan horneado, y con él unos golpecitos del pie de Julieta en la pierna de Genaro que le dijeron "es hora de hablar con ellos". El estómago del novio sufrió una contracción. Había llegado el temido y esperado momento. Para su suerte, buena o mala, Josefina decidió que era momento de intervenir.
            —¿Y qué te ha parecido la casa? —preguntó mirándolo a los ojos—, ¿qué diferencias encuentras entre quienes habías imaginado cuando mi hija te contaba sobre nosotros y la realidad?
            El futuro yerno se congeló por un segundo, oliendo una trampa. Obviamente no podía contestar con un simple "está bonita su casa, señora, y ustedes son maravillosos", con seguridad se esperaba de él alguna observación notable, el análisis de la ironía de los sillones de peluche blanco y el gato negro, un lucimiento intelectual así. Pero era un simple médico general en vías de convertirse en neurocirujano y poseer un BMW, había tenido metida la nariz durante años en libros de bioquímica, anatomía, farmacología y nefrología como para además saber de arte, política y literatura. Claro, se había ganado a Julieta tras una veloz cadena de acontecimientos inevitables para los dos, pero lo hizo siendo él mismo, no fingiendo ser un gimnasta intelectual.
        —Me parece provocadora la decoración, y ustedes son decididamente más interesantes que las versiones de Julieta, aunque hay que ver que los quiere en grande.
            —Sí, le he hablado mucho de ustedes —intervino inmediatamente su novia buscándole la mano bajo la mesa—, es importante que se conozcan. Tenemos algo qué decirles.
            La música de fondo hizo una pausa. Él sintió los ojos de sus suegros clavados en su cara, sin duda intuían la frase por venir; a su vez, su novia volteó a verlo, y encontró en esas pupilas la correspondencia de quien se ha entregado completamente. Era el momento.
            —Vamos a casarnos...
            Dijeron al unísono, aunque sus palabras se perdieron en el vigoroso inicio de una pieza de Beethoven e inmediatamente después en la oscuridad y silencio de un apagón. Los últimos estertores de la tarde en el jardín se convirtieron en la única luminiscencia. Doña Bere, desde la cocina, lanzó un "se fue la luz" que vino a restarle solemnidad al momento.
            —Los veo decididos —habló la figura negra correspondiente a Josefina—, y que el ritual de pedir la mano a los padres de la novia y demás piezas de museo han sido exitosamente desechadas por ustedes. Me alegra tener una hija tan acorde a sus tiempos. Y me alegra su noticia, aunque debo catalogarla de un tanto inesperada. ¿No hay algo que los esté empujando, algún accidente nuevemesino?
            —Permítanme asumir el papel de abogado del diablo aquí —intervino Jesús, su calva relucía con la poca luz que entraba del jardín. En la cocina se encendieron velas—, pero como padre de la primera hija que se me quiere casar debo hacerlo. ¿Cuánto llevan de novios? ¿No más de cuatro meses?
            —Seis meses papá, aunque eso no importa; y no hay ningún accidente, mamá, me ofende tu insinuación —contestó Julieta con voz dignísima; doña Bere, rechoncha y morena mujer de caminar tropical y eterna sonrisa, llegó con un par de candelabros de tres velas a la mesa—. Jamás he sentido esto por alguien y sé que no lo sentiré por nadie nunca más. La decisión está hecha, no me voy a arrepentir, y ustedes no tienen derecho a cuestionarme.
            —Pero debes escuchar nuestra opinión —dijo Josefina con el caballito semivacío en la mano—, al fin de cuentas tampoco tienes derecho a cuestionarnos.
            En la danzante luz de las velas Genaro creyó ver en sus suegros la chispa de la furia. ¿Se convertiría la velada en una serie de recriminaciones entre padres e hija en vez del deseado escenario de felicidad por el futuro matrimonio, como había ocurrido cuando se lo dijo a sus propios padres, la semana pasada?; vaya, hasta su madre le regaló a Julieta las joyas con las que se casó la abuela. Pero los singulares suegros estaban forjados en otro molde. La luz del ocaso se tornó blanquecina, renuente a desaparecer. Doña Bere salió al jardín. Genaro no podía permanecer con la boca cerrada.
            —Ustedes no me conocen, pero para mí esto también es fuera de lo normal. Su hija es la mujer más increíble que cualquier hombre pueda conocer. La quiero siempre a mi lado. Y si ella me ama también, aunque seamos muy jóvenes dentro de los estándares de la generación, sólo un idiota la dejaría ir. Por eso estoy aquí ante ustedes.
            —Y lo agradecemos, Genaro, te lo aseguro —la voz de Josefina era tan seca que costaba creerle—. Pero debimos conocernos antes. Esto es un proceso. Y si eligen con el estómago en vez de con la cabeza tomarán decisiones equivocadas. Porque se están yendo muy rápido...
            —Señora, tiene que venir a ver esto, por favor —interrumpió doña Bere muy agitada, sus cachetes rojos parecían grandes manzanas en la escasa luz.
            Molesta, Josefina se puso de pie con ánimo de regañar a su cocinera, pero ésta la tomó de la brazo y la arrastró hasta el jardín.
            —¿Qué pasa papá? —preguntó Julieta con un dejo de temor que le trajo a Genaro la imagen de una niña asustada en medio de la noche.
            Tras la ventana podían ver que doña Bere le señalaba algo en el cielo a Josefina, quien asentía con la cabeza. Julieta se acercó al oído de su novio, dispuesta a decirle una frase, cuando su madre regresó del jardín impidiendo la confidencia.
            —Parece que tenemos un cometa en el vecindario —parecía de buen humor—, único acontecimiento astronómico capaz de interrumpir semejante ocasión. Pero vengan, no pueden perdérselo. Tal vez sea una señal sobre su matrimonio.
            Tropezándose, los demás abandonaron la mesa. Genaro sintió el frío de la noche sobre sus brazos desnudos. La falta de energía al parecer había afectado a toda la ciudad, la oscuridad era casi completa. Abrazó a Julieta antes de levantar la vista hacia el cielo en la dirección señalada por múltiples dedos. Vio un objeto similar a un cometa, aunque sin cauda, más grande y azulado. Había pocas nubes y la luna era nueva; el cielo negro, fresco y profundo, inundado de estrellas, parecía resplandecer.
            —¿No debería tener cola? —preguntó Julieta como si hablara sólo por hablar, en su voz Genaro detectó una felicidad plena, en posesión del momento.
            —Posiblemente esté exactamente atrás de él —teorizó Jesús—; lo sorprendente es su cercanía, en la prensa los astrónomos debieron decir algo.
            —Y justo ahora que se fue la luz —intervino doña Bere en voz baja, como si estuviera en la iglesia—, es una señal de Dios.
            —El fin del mundo —se le escapó a Genaro.
            Los tres miembros de la familia voltearon a verlo. Había roto el encanto. Julieta dejó de abrazarlo. Genaro se replegó dentro de sí mismo.
            —Patrona, se está haciendo más grande.
         Los demás volvieron la mirada arriba. En efecto, la luz había crecido. El color azul parecía provenir de las orillas, fulgores alargados que amenazaban con lastimar los ojos.
            —Comienzo a dudar que se trate de un cometa —enunció Jesús; su esposa lo abrazó y le dio un beso en la cabeza clava. La diferencia de tamaños, ella mucho más alta que él, los hacía parecer madre e hijo—, cada minuto crece sensiblemente tanto en tamaño como en luminosidad. Posiblemente estemos viendo una supernova.
            Nadie respondió a esto. Genaro enfocaba su mente en el hecho de que sus suegros al parecer ya habían aceptado el inminente matrimonio. Cuando volviera la luz, ya en un tono más calmado, podrían determinar alegres detalles como la fecha, los posibles destinos de la luna de miel y demás diligencias. El ser dueño y esclavo de la mujer de su vida estaba por tornarse oficial. El regocijo de saber esto hinchó su pecho. Josefina también parecía haber perdido interés en el fenómeno celeste, e impaciente, tamborileaba con el pie sobre el pasto del jardín. El frío crecía en la apagada ciudad.
            —Deberíamos regresar a la mesa —dijo—, para terminar el postre.
            —¿Y perdernos un evento así? —replicó su marido— Sucede cada miles de años.
            Genaro se sorprendió cuando volvió a mirar hacia arriba. La luz había crecido al menos tres veces su tamaño, tan grande como jamás se ha visto una estrella. Contempló la corona de destellos azules que la rodeaba, perdiéndose por un momento en su danzar. Se dio cuenta entonces. El círculo de luz crecía rápidamente, en pocos segundos superó el tamaño de la luna llena y aún más. Con un golpe, el miedo se expandió por su cuerpo.
            —¡Julieta! —gritó.
            Ella y su madre habían regresado al comedor para servir flan en platitos. Ambas salieron con las porciones de postre en las manos. Un resplandor blanco azulado cubría la ciudad, aplanando las formas y deslavando los colores. Doña Bere se persignó. El círculo de luz era más grande que el sol y continuaba creciendo. Los resplandores azules de los bordes se veían como relámpagos y llamaradas incesantes. Julieta dejó caer los platos con flan, Genaro la abrazó con tanta fuerza que por un momento le hizo daño. La luz creció todavía más, tornando blancos el cielo y la tierra; blancas eran las facciones de Julieta, blanco el pasto del jardín y el muro que delimitaba la propiedad. Jesús gritó en un tono tan poco varonil que por un momento Genaro pensó que había sido su mujer. El resplandor se expandió por todo el firmamento, las llamaradas azules refulgían en el horizonte.
            Comenzó a temblar, sacudidas trepidantes que llenaron el aire blanco de gemidos y destrozos provenientes de la casa y las vecinas. Doña Bere perdió el equilibrio y cayó de una sentada sobre el pasto movedizo. La luz del cielo brilló tan fuerte como el sol del mediodía, encegueciendo a los cinco presentes. A tientas, Genaro buscó a Julieta, pero sus manos sólo tocaron el vacío. Había ido a guarecerse en los brazos de su madre; Jesús rodeaba a las dos. El temblor enfureció, permanecer de pie se hizo difícil. El fragor de edificios derrumbándose a lo lejos y el profundo gruñido de la tierra acompañaron un aumento tan brutal de la luminiscencia que penetraba debajo de los párpados. Genaro sintió el aliento de la muerte en su nuca. La explosión de unas tuberías de gas dos calles adelante casi le revienta los oídos.
            —Julieta, Julieta —gritó, pero ni él sabía si se escuchaba su voz.
            A gatas, ciego, la seguía buscando sin encontrarla. Un sonido agudo, al principio lejano y perdido detrás del estruendo del temblor y los sollozos de doña Bere, vino desde arriba. Parecía el silbido de una caldera tan grande como una montaña. Aumentó hasta que, sin previo aviso, dejó de estar ahí.
            El temblor y la luminiscencia se extinguieron al mismo tiempo.
            Al recuperar la vista, Genaro se enfrentó a un cielo lleno de estrellas. Sonidos de sirenas y el humo de incendios acompañaban la ciudad destruida. Doña Bere seguía llorando sobre el pasto. Las ventanas del comedor estaban rotas, pedazos del techo aparecían regados por el jardín; un pequeño árbol de durazno quedó inclinado, con algunas raíces de fuera. Sollozos y gritos llegaban desde todas direcciones.
            Genaro se puso de pie. Julieta yacía entre sus dos padres, que se incorporaban con gestos atrofiados por el miedo. Le ofreció la mano, que se quedó en el aire, ella se puso en pie por sí misma y tomó el brazo de su papá. La pareja se miró, Genaro no pudo reconocer a quien había elegido ser la compañera de sus días.
            Agobiado, como si el aire con su olor a humo no le bastaran para respirar, revolvió el cuello y miró el jardín destrozado, la desgarrada pared y el resplandor de los incendios a los lejos. Se preguntó si estaba muerto. Julieta seguía refugiada en los brazos de su padre.

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