La
idea de que otro la tuviera en sus brazos era la que más dolía. Transcurrieron
dieciocho meses para que la perversa figura tuviese un rostro, y aunque sin
nombre aún, ya comenzaba a perfilarse las maneras en que la arrancó de mí. La
imagen los mostraba abrazados, en un perfecto y genuino gesto de amor; él
atrás, rodeándola con sus brazos, ella tomando sus manos; ambos sonriendo con
orgullo y el clásico gesto de timidez frente a la negra lente de la cámara. Eso
era todo lo que tenía por el momento, pero era mucho más que lo obtenido el
último año y medio, mucho más pero aún no suficiente. No sólo necesitaba saber
su nombre, también era necesario el de su escuela, su dirección, su maldito
teléfono celular... Una sola cosa me reconfortó: él no era más guapo que yo, de
hecho tenía un rostro un tanto cómico, como si fuera muy propenso a decir
bromas. Tal vez ése había sido su gancho, haciéndola reír en un momento en que
estábamos distanciados, un poco, por necesidad. El recuerdo de aquellos tiempos
en los que ella era mía sacudieron mis miembros como siempre solía pasar.
Jamás, jamás te perdonaré, perra, perra, perra. Miré de nuevo la fotografía y
la analicé en busca de detalles que esclarecieran un poco el origen del
usurpador, pero su calidad deficiente y cerrado encuadre impedían ver gran
cosa. Un apagador sucio a media pared color melón. Nada más lejano al buen
gusto, pensé con una mezcla de burla y dolor. Alguna de sus amigas podría
decirme, incluso preguntándole directamente a ella, pero de esa manera sospecharían
algo, estarían sobre aviso y así el plan no podía funcionar. Guardé con cuidado
la fotografía dentro del diario que solía escribir cuando aún ella no era mía y
nuestro largo cortejo me llenaba de impaciencia y satisfacción. En la cajetilla
nueva los cigarros parecían una multitud, encendí el primero y me recosté en mi
cama. Hacía frío, grandes vientos del norte castigaban los árboles sin piedad y
se colaban por los resquicios con su helado e indiferente aliento. El humo
surcaba en volutas el claro aire de mi cuarto, brillando por un momento
mientras iban pasando por el rayo de luz de la lámpara de noche. Debía acabar
con los dos, primero violarla a ella frente a él y luego matarlo a él frente a
ella. Y después... No podía decidirme sobre el final perfecto, no sabía si era
prudente traerla hasta mi cuarto y torturarla lentamente o de plano darle un
tiro de gracia y dejarla ahí mismo. Pero la idea de que los encontraran juntos,
de que murieran juntos, de que aun después de haber consumado mi venganza permanecieran
uno al lado del otro, triunfando así incluso en la muerte, me era intolerable.
No, a ella debía sacarla de ahí, y luego ocultar perfectamente su cuerpo, que
nunca nadie lo encontrara para así borrarla por completo. Ningún ruido excepto el
del viento se escuchaba fuera de mi cuarto. Lo que debía hacer entonces era
traer a ambos aquí primero, y una vez con él muerto, hundirlo en el centro del
Lago Norte y posteriormente a ella en el pozo de la mina abandonada. Todo
parecía encajar entonces.
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