La chica
esperaba de pie. Tenía una de esas miradas que parecen estar cansadas de no ver
a nadie tan hermoso como ella. Recargaba la parte alta de la espalda en una
columna de metal (diseño moderno-intrascendente), el largo pelo castaño se
retorcía sobre su cara en ondulados espasmos. No parecía molesta por el frío invernal,
el sol amarillento o las miradas de conductores y transportistas; continuaba la
espera mientras las máquinas habitadas desfilaban interminables sobre la cinta
de asfalto. En la mano llevaba un tambor. No uno de esos hechos a mano por
artesanos aficionados a la percusión o de los fabricados por la industria para músicos
profesionales, recordaba más bien los de los rarámuris-tarahumaras, breve y
circular como un queso. Lo llevaba en la mano izquierda (con él se golpeaba
rítmica y suavemente el muslo) con la misma naturalidad con la que cualquier
persona carga una sombrilla o juguetea con las llaves de la casa. La miré y lo
supe: muchos la habían amado y muchos más lo harían en el futuro, pero su
corazón era sólo para uno, uno que no era yo. Proseguí mi camino, un tanto
triste.
Ps que tristeza
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