07 agosto, 2011

El Inimaginable


El Inimaginable trepa por las tuberías rotas de la pesadilla, las uñas de sus patas palmípedas raspan las paredes de herrumbre. Las tuberías son intrincadas tripas de aluminio debajo del inconsciente colectivo. Antiguamente, un hervidero de mitos las recorría, pero ahora los hidrantes están secos y sólo las habitan algunos terrores submarinos ocultos en los sedimentos de la mente humana.

Las válvulas chirrean como si bostezaran al unísono después de un sueño eónico. Las arañas primitivas huyen del Inimaginable, mientras se acerca centímetro a centímetro a la boca del grifo.

El apartamento es fantasmal y polvoriento. Tres estatuas de salitre están sentadas alrededor de la mesa, una estatua más carga un bowl de vegetales desintegrados. El ojo del Inimaginable rueda alrededor de la piscina del lavamanos. Con el rabillo atisba a una perra negra y a sus cachorros echados sobre un montículo de cenizas. Respiran acompasadamente, como si fueran un solo perro de cinco cabezas. Un cancerbero de los suburbios.

El Inimaginable se yergue sobre sus cuartos traseros como el ancestro de un oso destripado: sus rugidos son tormentas de arena.

La perra se despereza y saborea los residuos de carne entre sus dientes. Es la única criatura viva en kilómetros a la redonda. Con los cachorros colgados de sus tetas olfatea el aire viciado de la cocina. El grifo bufa algunas gotas de agua sucia. No hay rastros del Inimaginable. La perra ladra dos veces y se ovilla en el piso para continuar con su sueño monocromático y despreocupado. En el fondo del desagüe se escuchan los mugidos confusos de cientos de crías del Inimaginable, extraviadas en el colapso de sueños y realidades.

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