16 junio, 2011

2. Alexandra. Salsa de perón

Fui llamada al mes del homicidio del comandante Elías. En su oficina, el capitán Ruiz explicó brevemente el caso y me asignó al grupo especial responsable de dar con el presunto homicida, un delincuente apodado El Balero. No pude evitar sonreír. Durante meses había enviado solicitudes para colaborar en esa investigación, resultaba increíble que ahora formara parte de ella. Tras años de trabajo y esfuerzo mi carrera por fin alcanzaba la altura donde deseaba permanecer.
            Acababa de cumplir 28 años. De una familia dedicada a la abogacía, rompí el corazón de mi padre cuando revelé mi vocación. Para ganar su respeto estudié con ahínco, sin tiempos para novios o fiestas. Me gradué en criminalística con honores, a la vez obtuve acreditaciones como perito en balística forense e incendios y explosivos. Fui la más joven de mi generación, varios profesores aseguraron que era la más talentosa estudiante alguna vez presente en las aulas. Eso no me ayudó a conseguir amigos, al contrario, fui la única no invitada a la fiesta de graduación.
Laboré tres años en la policía judicial capitalina como perito en balística, un cargo inferior a mis talentos que soporté apoyándome en un dicho de mi abuela: “comienza desde abajo y sabrás siempre tu lugar”. Debo decirlo, no fue una época fácil. Colegas, superiores, incluso delincuentes, ninguno me tomaba en serio y no paraban de hacer insinuaciones repugnantes. Soporté cada vejación con la cara en alto, puedo decirlo hoy con orgullo.
Fui una de las primeras en pedir transferencia a la recién creada Policía de Investigación. Mi primer caso, el asesinato de siete menores narcomenudistas, predeciblemente resultó un ajuste de cuentas entre grupos de la delincuencia organizada, campo federal fuera de nuestra jurisdicción. Ningún caso me atraía realmente, el trabajo resultaba monótono como un largo viaje en autobús. Afronté con indiferencia la última investigación a la que estuve asignada, el brutal asesinato de Aparicio Solís alias El Chamaco, destripado a puñaladas en un baldío de Lomas de Zaragoza; apenas y me esforcé por seguir un par de pistas convencida de la inutilidad insoportable de cualquier asunto no relacionado con El Balero.
            La primera vez que escuché su nombre tuve una especie de revelación, un llamado del destino que no supe interpretar hasta meses después. Analicé los archivos de decenas de ministerios públicos en busca de cualquier referencia. Me suscribí a los pasquines policiales y recorté cada nota al menos indirectamente relacionada. Coleccionaba la información en la pared de mi departamento de manera poco distinta a la de una adolescente enamorada de una estrella pop.
Con los meses me volví experta en el tema, tarea poco sencilla debido a la falta de datos concisos. No había fotos ni retratos hablados, las evidencias eran nulas, incluso la prensa sensacionalista imprimía sólo rumores. Pocos afirmaban haberlo visto, y las descripciones eran tan variadas que se podían aplicar a casi cualquier capitalino. Pero había dos cosas en común en estas voces dispersas. Primero: el balero gigante. La mayoría de los testigos o charlatanes juraba que siempre lo llevaba en la mano; según algunos con eso mataba a sus víctimas. La segunda coincidencia, avalada por las averiguaciones previas, era que El Balero únicamente mataba presuntos delincuentes nunca utilizando armas blancas o de fuego.
Intenté acceder a los peritajes de estos asesinatos, pero se les consideraba restringidos. No tardé en saber que el procurador los había turnado a mi propio cuerpo de policía. Pedí a mis superiores ser asignada a la investigación debido a mi conocimiento sobre la materia, pero no hubo respuesta. Después vino lo del comandante Elías. Le apodaban El Mugroso por corrupto y corruptor; debía vidas, era un secreto a voces, y había encubierto a numerosos criminales. Nadie lloró en su funeral. De cualquier forma matar un policía era una afrenta, El Balero sin duda sabía que ahora iríamos tras él.
En un inicio fue casi imposible seguirle la pista. Jamás dejaba evidencia en la escena del crimen, ni siquiera huellas dactilares. Las víctimas no tenían relación entre sí. Nunca actuaba en la misma zona dos veces consecutivas. Nuestras líneas de investigación terminaban en el vacío una y otra vez, sin embargo pudimos construir un modus operandi que, a juzgar por los hechos subsecuentes, resultó bastante acertado: El Balero escuchaba rumores sobre ciertos delincuentes, se mudaba a esa zona de la ciudad, rentaba una habitación en un sitio modesto y procedía a analizar a su víctima. Siempre atacaba cuando el posteriormente occiso se encontraba solo; si era necesario limpiaba la escena del crimen y desaparecía de inmediato. Probablemente tenía uno o varios refugios desperdigados por la ciudad donde regresaba tras cometer el ilícito, pero no existía evidencia alguna sobre procedencia, familia o lugares de trabajo. Debía ganarse la vida en empleos temporales, nunca robaba a sus víctimas. Este modo de actuar lo hacía prácticamente infalible. Pero no hay plan humano libre de error, sólo Dios es perfecto.
El equipo de investigación era dirigido por el coronel Ríos-Gómez, especialista en criminología; los subalternos éramos Mauricio Toledo y yo. El genio de Toledo era famoso, no por su inteligencia, sino por su mal humor. Químico de carrera, acreditado como perito en siete materias distintas, desde documentoscopía hasta microbiología forense, era tan solicitado que se daba el lujo de gritarle a todos. Seis meses atrás se vio inmiscuido en un caso sobre falsificación de documentos financieros, salió lo más limpio posible pero ya no volvió a gritar. Poco después se inscribió en la Policía de Investigación. Únicamente obedecía a Ríos-Gómez, era el único capaz de sacarlo de su laboratorio. A pesar de ser un sujeto extraño y nada popular siempre me trató con respeto.
La primera línea de investigación que tuvo éxito, aunque fuese moderado, fue la conducida por él en el laboratorio. Encontró restos de cacahuates japoneses en tres de las escenas del crimen; según el peritaje forense las migajas no pertenecían a las víctimas. Posteriores análisis determinaron la marca de los cacahuates: Kyoto, vendidos sobre todo en los vagones del metro. Ríos-Gómez regresó entonces, porque había abandonado la idea tras semanas infructuosas, a buscar alguien con un balero gigante en los videos de seguridad del subterráneo.
Por mi parte continué indagando en la palabra del barrio. Hacía entrevistas por doquier, volvía a interrogar a los pocos testigos disponibles, incluso recorrí las jugueterías tradicionales en busca del creador del balero. No obtuve nada limpio, pero no abandoné. Una fuerza interna me mantenía firme.
 Todo cambió un jueves. Estaba siguiendo una línea de investigación al sur de Iztapalapa. Una señora de la Granjas Cabrera iluminó mi camino. Un mes atrás le había rentado un cuarto a un sujeto dueño de “un balero grandotote y una mochila”. Estuvo por poco más de una semana, pagó siempre a tiempo y no dio nada de qué hablar. Era innecesario revisar mis notas: en la fecha indicada, a pocas manzanas fue ejecutado Santiago Pérez El Cocol, presunto asesino, muerto en circunstancias similares al resto de los casos analizados por mi grupo. Pedí revisar la habitación, pero no encontré ninguna evidencia. Seguí cuestionando a la señora, quien recordó entonces que “el muchacho del balero” solía desayunar gorditas en el puesto de una tal doña Lola.
Doña Lola, señora rolliza de lengua suelta, se acordaba muy bien de él porque “es de los pocos que le echan de esta salsa de perón a su gordita”, y claro, por el balero gigante. Me guiñó el ojo cuando dijo “hasta me gustó para yerno” mientras señalaba a una de sus hijas, tan entrada en carnes como ella, pero al parecer el “muchacho” no estaba interesado. Después, y aquí es donde la investigación (y mi vida) tomó rumbo, mencionó que su comadre Concha, cocinera de una fonda en Tláhuac, había visto a El Balero trabajar como albañil en una construcción cerca de su negocio, “eso me dijo antier”.
Pedí la dirección de su comadre, y tras agradecerle ampliamente intenté comunicarme con Ríos-Gómez mientras me dirigía a Tláhuac. Fue imposible hablar con él, se encontraba en una reunión con altos mandos. Telefoneé a Toledo, quien me dijo que volviera a las oficinas y esperáramos al jefe. Perderíamos tiempo, insistí, la información debe ser recopilada de inmediato. “No cometas una estupidez”, respondió, pero yo no lo escuchaba. La emoción era demasiado fuerte, después de meses finalmente estaba cerca de El Balero. Toledo me gritó que iba para allá con refuerzos. Algo dije en respuesta y colgué. Estaba entrando a Tláhuac.
Doña Concha era vieja y flaca y no me vio con buenos ojos. Quitó su rostro de suspicacia cuando le conté sobre su comadre. Me informó que el edificio en construcción estaba a dos cuadras de ahí, pero llevaban dos días parado porque no habían pagado la raya, “a lo mejor hasta se suspende la obra”. Si eso era verdad El Balero podría desaparecer en cualquier instante. Deseché la idea de esperar a Toledo, nunca habíamos estado tan cerca y el tiempo apremiaba.
Caminé hasta la construcción, un edificio de tres pisos sin duda destinado a convertirse en almacén. Eran las cuatro, poca gente transitaba por la calle. El lugar permanecía en silencio. Entré esquivando montañas de arena y torres de ladrillos. El olor a cemente fresco empapaba cada rincón. La planta baja estaba prácticamente concluida, sólo faltaban acabados y pintura. Al fondo alcancé a ver varios cuartos de servicio, en uno de ellos había un catre. Desenfundé mi arma reglamentaria, una escuadra nueve milímetros, y me dirigí al sitio. Sonó un ruido, como el golpear de un pedazo de madera. Mi cara se inundó de sudor. El ruido se repitió. Atravesé la puerta de la habitación. Sentado en el catre, un sujeto moreno, de cabello rapado y múltiples cicatrices en brazos y cara, ensartaba un balero gigante. Me sonrió. Yo le apunté mientras le gritaba que se rindiera.




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