27 junio, 2011

4. Mauricio. El trato

La llamada de la agente Alexandra Ibarra llegó a mi teléfono móvil a las quince horas con treinta minutos de un jueves. La fecha exacta no importa, pues toda referencia fue borrada de los archivos y esta confesión es de carácter personal, carece de implicaciones legales. Analizaba en el laboratorio huellas procedentes del último caso.
El atropellado informe de la agente, repleto de circunflexiones  y adjetivos inadmisibles, demostraba que la emoción no le permitía pensar con claridad. Le prohibí acudir al sitio en cuestión, primero se debía presentar un informe a Ríos-Gómez. Lamentablemente el coronel participaba en una importante junta con los altos mandos; dichas reuniones suelen prolongarse hasta el anochecer, y no hay poder humano, al menos en mi nivel, capaz de hacerlos salir de ahí para atender una llamada.
Ante la necedad de Ibarra me vi obligado a tomar una decisión. Le rogué esperarme en el lugar, no soy de gran utilidad durante las acciones policiales pero podía llevar a un par de agentes como apoyo. Ella ni siquiera se tomó la molestia en fingir que me esperaría. Pedí la dirección y colgué. Del escritorio saqué mi arma reglamentaria y una polvosa cartuchera. Tal vez las necesitaría por primera vez en mi vida.
Debo decirlo: en esas fechas existía un sentimiento generalizado de irritación en mi contra derivado del problema relatado páginas atrás, debido a esta situación absolutamente ninguno de mis respetables colegas quiso acompañarme. Un agente de nuestro cuerpo está en peligro, expliqué con vehemencia, por simple solidaridad debemos acudir. Nadie me hizo caso, sólo burlas y desprecio. Desesperado, abordé mi automóvil, saqué el intrincado mapa de la ciudad y partí hacia Tláhuac.
Noventa minutos después entré en una diminuta fonda de comida corrida. La delgadísima propietaria y dos muchachas bajitas recogían y lavaban trastes. Tras presentarme brevemente, de forma amable pregunté sobre la agente Ibarra. La señora delgada me miró de arriba abajo y con una breve frase, tan seca como ella, informó sobre el edificio en construcción. Me dio la espalda y continuó fregando trastes. Agradecí con sinceridad, quienes van directo al grano y no se andan con titubeos o extensas fórmulas sociales gozan de mi simpatía.
Me puse en marcha, metros adelante encontré el auto compacto de Ibarra. Un indefinible presentimiento me asaltó en el instante en que vi la construcción. Saqué la pesada escuadra de la cartuchera y con paso vacilante me interné en el edificio; mi sombra se extendía sobre bultos de cemento y montones de azulejos. Vino a mí el rumor de una conversación procedente de los cuartos del fondo. Levanté la pistola, pude notar el temblor que invadía mis manos. La conversación era llevada principalmente por una voz masculina. Di tres o cuatro pasos con lentitud producto del miedo. Escuché claramente una de las frases:
            —Voy por algunos, a otros los hago venir a mí.
            Me congelé mientras la otra voz, femenina o infantil, contestaba de forma ininteligible. El sudor corría a chorros por mi rostro, cubría mi espalda, empapaba mis axilas. Di dos pasos más. La voz femenina sin duda pertenecía a la agente Ibarra. ¿Estaría conversando con el Balero? La odié entonces, odié su inmadurez y falta de profesionalismo, odié el haberme arrastrado hasta ahí. Ningún pensamiento cruzó mi mente antes de dar el paso definitivo y entrar al cuarto.
            De pie, un sujeto delgado y moreno, cubierto de cicatrices y dueño de una sonrisa irónica, jugaba con un balero gigante. Sentada en una silla de plástico, la agente Ibarra lo miraba con vergonzante admiración. Apunté mi arma y grité, aunque no recuerdo lo que dije. El Balero caminó hacia mí, algo murmuraba pero yo no escuché, los latidos de mi corazón martilleaban en mis tímpanos. No me resistí cuando me quitó la pistola, así como no me resistí cuando con suavidad me colocó la palma de la mano sobre el pecho y me empujó hacia el maloliente catre arrumbado en el fondo de la habitación. La agente Ibarra y él intercambiaron frases, incluso una breve risa. Me miraron como quien contempla a una mascota que no ha realizado el truco pedido por su amo. Un escalofrío partió mi espalda. Fue como si la muerte respirara en mi nuca.
            —Lo siento Toledo —los ojos color almendra de Ibarra relumbraban con la luz cruda e imbécil del enamoramiento—, se supone que no vendrías.
            Noté entonces la ropa arrugada de la agente, un botón de la blusa colocado en el ojal equivocado, el cabello sin su habitual orden, los restos de sudor y saliva en el mentón y garganta.
            —Lo siento en verdad —insistió Ibarra y volteó a mirar al Balero con ojos ebrios.
            El delincuente y multiasesino torció los labios mientras se acercaba a la nariz mi arma reglamentaria.
            —Heckler & Koch semiautomática nueve milímetros —masticó las palabras—, no disparada en al menos los últimos seis meses —extrajo el cargador—. Sí, esta fusca no ha sido usada nunca contra alguien —me la arrojó, yo intenté capturarla en el aire pero mi torpeza lo impidió, la pistola rebotó sobre el catre y rodó hasta el rincón—. Sin duda es un científico, tal como lo contó Alexa.
            ¿Alexa? Jamás había escuchado al alguien referirse así a Ibarra. Un golpe de adrenalina acompañó la súbita idea de que la agente y el criminal se conocían desde antes. Sin duda ambos notaron cómo la palidez invadió mi rostro. Guardé la pistola en la cartuchera, lancé un suspiro, me puse de pie y miré primero al Balero y luego a la agente.
            —¿Qué harán conmigo?
            Ibarra rió sin delicadeza alguna, en su risa creí detectar el embrutecimiento de la mariguana o el alcohol. Lo sucedido entre su última llamada y el momento presente la había transformado en una hembra vulgar, entregada. ¿Dónde estaba su antigua seriedad, su compromiso con la ley, su inexperto pero sincero profesionalismo? El Balero encendió un maltrecho aparato de radio, una melodía tropical e indescifrable se apoderó de la habitación. Me sentí irreal, absurdo. Ibarra agitó la cabeza al ritmo de la música.
            —No hay nada de qué preocuparse, hemos llegado a un acuerdo —Ibarra sonrió, sus palabras eran pronunciadas con una dulzura como nunca nadie me había dedicado jamás—, a partir de hoy dejaremos de esforzarnos inútilmente en capturar a quien no debe ser atrapado.
            Caminó hasta mí, colocó sus manos en mis hombros y me miró directo a los ojos. Jamás había estado tan cerca de ella. Su olor, mezcla de niñez y libido, me desorientó por unos segundos. Comprendí: no comprendía.
            —Toledo, querido Toledo, eres el mejor científico del cuerpo, te necesitamos, en serio te necesitamos. A partir de hoy los criminales de la ciudad lo pensarán dos veces antes de violar a una mujer, apuñalar a su vecino o vender droga a estudiantes de secundaria. La justicia tendrá la fuerza que siempre ha merecido.
            No necesitaba escuchar más, era obvio ahora el monstruoso trato celebrado minutos atrás entre la joven agente y el delincuente del balero. Monstruoso sin duda, casi tanto como su sangriento objetivo, pero frágil también: un par de palabras mías, testigo presencial obligado por ley a no engañar a la ley, y la absurda alianza se derrumbaría. Por eso, y no debido a mis capacidades científicas, Ibarra y el Balero precisaban de mi cooperación. Obviamente, no podía aceptar. Miré de nuevo los ojos almendra de Ibarra y vi de nuevo su esperanza sin límites, su alegría ingenua e inútil.
            —Lo siento, pero yo no...
            No pude terminar la frase, el Balero hizo a un lado a la agente y colocó su rostro a un par de centímetros del mío. En sus ojos habitaba una fiereza insondable. Conozco a pocos capaces de sostener una mirada así. Yo no, sin duda.
            —No te pedí venir pero aquí estás, tú no pediste formar parte de esto pero, de nuevo, aquí estás —sus palabras, lentas y bien articuladas, parecían lanzas incrustándose en mi cuerpo—. No puedes cerrar los ojos. No puedes darte la vuelta e irte como si nada hubiera pasado. Sabes muy bien lo que puede suceder tanto si aceptas como si no. Es tu elección. Pero necesitas decidirte ahora, tenemos que movernos de aquí.
            Pasé saliva. ¿Cómo explicar mi imposibilidad para actuar al lado de un delincuente? Me sería imposible vivir con eso. Miré a Ibarra. Lo supe entonces: jamás podría, tampoco, echarla de cabeza. Si dentro de su joven mente había espacio para creer en esta utopía y la empujaba con el suficiente ardor y dedicación posiblemente podía hacerla real. Tal vez funcionara la disparatada idea de utilizar a un asesino para eliminar criminales inalcanzables por la ley a pesar del dilema moral que esto significa. Combinar el poder del cuerpo policial de investigación con la falta de escrúpulos y libertad para actuar de un delincuente sonaba irresistible. Comprendí la excitación de Ibarra, incluso comprendí la extraña pero aparentemente sincera disponibilidad del Balero. Ambos tenían la misma retorcida idea de justicia. Bien por ellos, pero yo no podía formar parte.
            Suspiré con el tono de un viejo cansado.
            —Nunca estuve aquí, ni estoy enterado sobre trato alguno. Hagan lo que quieran. Tengo suficiente trabajo en mi laboratorio.
            Sin más, les di la espalda y salí del cuarto. Ibarra me alcanzó y colocó un delicado beso en mi mejilla.
            —Gracias. Te mantendré informado si así lo quieres.
            —No será necesario chiquilla, me enteraré de todos modos.
       Apreté su mano por un segundo y salí de la construcción. La noche se cernía sobre Tláhuac. Respiré hondamente y emprendí el camino de regreso. 





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