20 junio, 2011

3. José. Y eso a mí qué

Al Bale lo conocí allá en la de Abastos hará dos años. Tenía yo catorce y andaba en un jale del tío de Medina, el cabrón de Medina que empanzonó a mi carnala pero me consiguió esa chamba: acarrear cajas de aguacate, limón chupatas, mango, rábanos, cuanta verdura pueda uno ver. En esas lejanas épocas andaba yo atontado por una morra de la Santo Domingo que trabajaba en el puesto de don Raúl, ruco tripón, de bigotazo, manolarga, siempre tras las viejas que trabajaban con él. La morra se llamaba Ana, Anita, chiveada pero guiñona; le encantaba traer los pantos bien untadotes pa lucir la nalga, que pues verdá de Dios era cosa excepcional. El rabo verde de su patrón la estaba chingue y chingue, luego la veías salir corriendo y el don en el puesto, rojo de coraje porque siempre se le iba. Fue la Anita la primera en contarme sobre el Bale.
            Bueno, no es cierto, yo desdenantes lo había escuchado mentar en las pláticas de mis jefes o en la tiendita de doña Rosa y así, pero pa mí era puro chisme de verdulera. Una vez, según Crístofer, en el periódico del Gráfico dijeron que el “Balero” era dizque culpable de no sé cuantos crímenes pero siempre se le escapaba a la tira. Un chisme, pues, ni me iba ni me venía; ora sí que y eso a mí qué.
Luego estaba besando a la Anita, ella no quería y se tapaba la cara, pero poquito a poquito enseñaba los labios y ahí iba yo. Andábamos tras del puesto de don Raúl y ya era de tarde, acabábamos de guardar las cosas y barrer; los otros mais se estaban yendo a sus chantes. Anita miró cómo se iban y me dijo vámonos con ellos, no quería quedarse hasta noche porque habían visto al Bale vagar por la Central. Me reí y quise besarla, pero ella me dijo hazte y se fue tras los mais. Eso me enchiló, pinche vieja. Corrí a jalonearla, ella nomás me miró con sus ojotes y la rabia se me fue. Chingar, era yo pendejón en aquella época. En la micro rumbo al metro me dijo muy quedito, cerca de la oreja, que ayer había visto al Bale. Lo juró por Dios y la santísima. Yo ese día me había ido temprano porque me dio raite el primo del Macetón, ella se había quedado para guardar las últimas cosas. Terminó, agarró sus cosas y se topó de frente al Bale. Según ella es pelón, lleno de cicatrices y de ojos de diablo. En la mano llevaba un balero grandotote de madera. Nomás le hizo una sonrisa, pero a la Anita se le fue el alma del cuerpo. Al final no pasó nada. Me reí. Ella casi se pone a moquear. Asegún vio fotos en un periódico y estaba segura, era el Bale, el Balero, mentado desde Izacalli hasta Milpa Alta.
No le dije nada a la Anita, le creía a medias. Tiempo después descubrí que no decía la verdad, porque nunca ha salido una foto del Bale en los periódicos o la tele. Nadie sabe cómo es. Bueno, yo sí, y otros, pero casi nadie.
Las dos tardes siguientes me quedé en el puesto después de la salida. Daba vueltas hasta la mera noche, pero nomás nada del chingado Bale. Han de pensar que estoy pendejo, pero quién sabe porqué me habían nacido una ganotas de toparme con el güey ese que traía tan pendeja a la Anita, a mis jefes y a quién sabe cuántos. No me daba miedo, bueno, sí un poco, pero desde chamaco soy cabrón. Lo quería conocer, eso nomás, ver si era de carne y hueso.
Llegó el viernes de raya y ya había apalabrado a la Anita para ir a un dance con los Bravíos de Sinaloa, y pos ella dijo sí y yo ya me veía quitándole los pantaloncitos. El cabrón de don Raúl, que llevaba un rato craneando cómo se la iba a chingar, se platicó con mi patrón y no sé qué ni cuánto le habrá dado, pero a propósito me pusieron a embalar un chingo de cebollas llegadas en la mañana y a propósito nadie guardó; y ni pues cómo decir nel, el jale es el jale. La Anita dijo te espero en el dancin, y entre mentadas de madre me puse a guardar las pinches cebollas. No sabía entonces que el culero de don Raúl había preparado todo, por eso ni acompañé a la Anita a la micro. Si lo hubiera hecho no hubiera pasado nada. Pero tampoco hubiera visto al Bale.
Iba como en la cuarta caja cuando oí atrás un ruido. La piel se me hizo de gallina, clarito sentí que me estaban viendo. Voltié con un chingo de miedo. El Bale estaba recargado en el mostrador de enfrente, ensartaba su balero una y otra vez, y eso hacía el ruido. Ahí estaba el cabrón. De jeta fea y como de lija, moreno, rapado, flaco pero fuerte y los brazos llenos de un chingo de cicatrices como si le hubieran dado con un machete. Tenía unas botas militares negras, boleaditas, pantalones cortos de esos llamados bermudas y una playera negra con unas letras que no leí en ese momento. No podía dejar de ver el balero, tan grande como un melón. Siguió ensartando hasta que en una no le salió. Se acercó a mí así bien rápido, yo la neta temblaba. Me olió, de seguro jedía a cebolla.
—Ven.
Me agarró el brazo y nos fuimos corriendo. El cabrón no me soltaba, y yo no tenía la fuerza para zafarme, de por sí estaba perro seguirle el paso. Ya casi era de noche. Salimos de la Central a una de esas calles largas bien jodidas, nos metimos por un callejón y llegamos a donde estaba el sentra del don Raúl. Había una puerta toda herrumbosa, y por esa puerta salió uno de los sobrinos del don, un pinche changote huevonísimo que se la pasa pedo. El Bale me jaló y me aventó para atrás, me di un chingadazo en la espalda bien ojetote, luego mi maceta rebotó en la defensa del sentra y me cai que hasta la doblé. Cuando se me quitó lo apendejado no vi al Bale ni al sobrino. Me levanté recargándome en el carro y clarito oí a la Anita gritar como si la mataran. Puta madre, no sabía si ir o qué pedo. Ya estaba en la puerta cuando el que gritó fue don Raúl, y después un madrazo fuerte pero esponjoso, como si alguien aplastara un chingo de gansitos. Me hice patrás, el callejón ya estaba oscuro; la mera verdá me estaba cagando. Por un rato no se oyó nada.
La Anita llamó de pronto. ¿Estás ahí?, me decía, y luego se puso a llorar. No se escuchaba muy adentro del edificio, pero estaba todo oscuro. ¿Y el Bale? La Anita seguía diciéndome ven por favor entre llanto y llanto. Me amarré los huevos y entré. Prendí mi celular, bien viejito pero daba algo de luz. Seguí la voz de la Anita, el lugar eran ruinas con cascajo, basura y cagada de perro por todos lados. Más adelante un bulto negro tirado en el piso me sacó un puta madre de la boca. Era el sobrino de don Raúl. Pensé que estaba muerto, aunque asegún me dijeron después nomás quedó lelo y lo ingresaron a una granja. Pasé a su lado, había sangre en su jetota de pendejo. Me metí en un pasillo pidiéndole a Dios que no me saliera el Bale para matarme a mí también.
Llegué a donde la Anita. Estaba de rodillas en el piso con la ropa toda rota. Junto a ella el gordo de don Raúl estaba tirado bocarriba en un charcote de sangre. Yo me dije no mames, el Bale, el pinche Bale, y agarré a la Anita, que se retorcía, pero no me importó y la jalé y corrimos fuera de ese lugar y no paramos hasta las luces de Abastos. En el camino a la parada me contó todo. La neta no le deseo a nadie lo que le pasó. El pinche don Raúl, ojalá nunca descanse en paz el hijo de puta, tuvo tiempo de violarla. Asegún sólo recuerda que a don Raúl le pegaron y se cayó sobre ella, luego alguien lo jaló y le estuvo pegando más veces, pero no vio nada porque se tapó la cara con las manos. Yo digo que sí lo vio pero no quiere contarle a nadie.
Eso fue hace dos años, ya no he visto a la Anita ni al Bale, aunque dicen que el cabrón sigue en los barrios haciendo sus madres. Por cierto, ya me acordé de lo que llevaba escrito en su playera, no lo leí la primera vez pero tuve chance después: Pobres los hombres pobres que a lejanas tierras van, si en sus tierras son pendejos, en las otras qué serán.




 

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