I
Yo puse en ti un cuchillo esculpido
con el azote de una ola nocturnacida,
que cayó como un meteoro en los disfraces
de mi sastrería.
Fue mi sortilegio, el mismo sortilegio de aves astrales
que provocó un diluvio hace milenios.
Fue mi sombrero, el mismo sombrero
que utilizó un arlequín
para crear a las estrellas.
Yo metí en tu pecho un arpa y un violonchelo
para escuchar los conciertos de tu adolescente interior,
y un semidragón celta con ancianas historias que contar,
al pie del yunque donde martillaron los hierros de tu infancia.
II
Nuestra niñez es ahora un anticuario
que vende pedazos de sus dragones
de feria en feria.
Que exhibe nuestras pesadillas
en su carpa por una moneda de oro
y cuenta historias de castillos
en cuyas mazmorras
combaten a muerte
novilunios antropófagos
y caballeros templarios.
Luego lo guarda todo en su veliz
y se descubre como un cadáver fresco
y sin inocencia.
III
En tu respiración hay un redoble de peñascos
que se desmoronan
como una lluvia de perseidas.
Un cortejo de libélulas fúnebres que guía a las hadas
con candiles boreales,
extraídos de nocturnas cirugías
al cielóbrego de anémonas circuncenitales.
Aquí en la tierra, un jorobado liba orquídeas
de invernaderos antediluvianos;
botones de rosa despuntan en sus heridas.
IV
Solo tu materia es capaz
de viajar de colisión en colisión;
de pájaro en pájaro;
de centella en centella.
Mil años luz de embriones y brujaurías.
Mil bocas más que alimentar con pedazos
de mis miembros podridos.
Mil lunas llenas a merced
de los aquelarres.
Mil escondrijos distintos para
el pequeño navegante que todos llevamos dentro.
Para el outsider que está al tanto de
tus mutaciones.
Una taquicardia como fuego
a todo galope que consume
una dentellada.
Una canción extraterrestre
escrita en el pentagrama
de tus órbitas planetarias.
Las imágenes son de David Ho.
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