Los
ojos del tigre se han posado en ti. Levantaste la cabeza y los contemplaste.
Has sido seducido, hipnotizado. Es hermoso tu caso.
Yo viví en el lomo del
tigre por algunos años, disputando la sangre a las garrapatas, recibiendo en el
rostro la brisa con olor a dólar, amando la imposibilidad de ser lo que no soy.
Tú planeas domar al tigre, te pertrechas y afilas tu cimitarra, sonriente con
tu extenso abdomen repleto de satisfacción.
No puedo advertirte porque como en
un sueño mis pies se hunden en el fango y mi boca es trabada por serpientes
emplumadas, no puedo advertirte porque estás sordo y el único sonido que deseas
escuchar de mi garganta es el estertor de la derrota, no puedo advertirte porque
en el fondo ansío contemplar tu trayectoria hacia el cenit que se tornará en
nadir cuando el tigre te haya devorado.
Porque te devorará completo, porque no
hay forma de domarlo, porque el tigre es el amo. Serás su esclavo, y en esa
esclavitud encontrarás tu estrella polar y tu sonrisa y tus zancos, en esa
esclavitud te descubrirás a ti mismo, sabrás que naciste para estar ahí, para
llevar un fuete en las manos, para hacerle el amor a una hilera de culos perfectos,
para ordenar tu trozo de Universo tal como debe hacerse. Es tu funeral, pero a
la vez tu entronización. Será hermoso contemplarlo.
Sé que entonces harás
llover fuego de Sodoma y cenizas de Gomorra sobre nosotros, sobre mí, sobre mis
pasos. El tigre ruge entre nubes de almizcle y C4, sus pezuñas destrozan
ciudades y planetas, su aroma seduce a las flores más bellas del ejido. Es la
gloria y es la muerte. Te perderás en los pasillos de espejo, ensordecido por
aplausos y gemidos, abominando tu pasado humilde y tus pálidos sueños de
juventud. El frenesí asesino te embriagará como oporto y cerveza tibia, la debilidad
de los demás, su suplicante deriva te hará carcajearte, te dará ganas de tacos
de tripa y suadero, de luces parisinas y esmog neoyorquino, de volar sobre los
icebergs y conquistar a los ángeles negros y blancos de tu pasado. Tendrás ante
ti a un millón de esclavos y un millón de concubinas. Tendrás ante ti el
esplendor de los diamantes de sangre y los disparos láser de las naves
espaciales. Tendrás a tus pies a un mundo, parte del mundo, ilusorio como el
mío o el de Susana o el del Yoshimitsu, pero donde tú dictarás las reglas y
tapizarás con los cadáveres de tus enemigos la entrada a tu palacio.
Alguna
noche, algún día, entre una mordida y otra al pan del desayuno, te alcanzarán
algunas astillas de aquel grito que las montañas convirtieron en eco tantos
años atrás. Sentirás una mezcla de victoria con inutilidad, de “¿y todo para
qué?” combinado a partes iguales con un “pero he ganado”. Tal vez entonces
comprendas que es el tigre el que ha ganado, aunque jamás lo aceptes ante
nadie, aunque escondas ese sentimiento, esa sapiencia, abajo del felpudo o lo
encierres en el sótano donde mantienes recluidas a tus demás debilidades. De
cualquier forma no importa. Ya no será posible compararte con quienes has
dejado atrás en el camino. Atrás, abajo; atrás y abajo.
Bendito el día en que
miré tus ojos, le dirás al tigre, y le darás un trozo más de alimento, tal vez
un poco de tu infancia, tal vez un pedazo de tu menguante reserva de amor. De
cualquier forma no importa, hay quienes sacrifican todo y no consiguen nada. Si
de todas formas vamos a morir, si la muerte nos hace a todos iguales, ¿para qué
esperar hasta entonces?
Tu victoria es hoy, es ahora, es mesurable y tangible.
Lo demás son vapores, palabras, ilusiones estúpidas de los envidiosos y
harekrishnas wannabe. Viva Las Vegas. Viva yo; es decir: viva tú. Tu triunfo es
el único posible. Los demás somos escenografía. Así siempre ha sido y así siempre
será. Bendito el tigre, bendito el reino, bendita la victoria, bendito el poder,
bendito tú.
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Pipicacamoco.