27 marzo, 2011

Redrum, ya no estamos en Kansas

—¿Por qué es tan difícil? ¿Por qué no existe un instructivo o algo así que nos muestre el camino?


Yukio sorbió de su mezcal y no respondió. Incómodo con su silencio de aire superior —Yukio siempre se las arreglaba para parecer superior—, me incorporé del sillón, rescaté el humeante cigarro del cenicero y fumé una bocanada que me supo a suciedad amarga, como chatarra de auto cocinándose bajo el sol.

El cabrón estaba tan bien vestido que me asfixiaba. Su cabello parecía cortado hace quince segundos, sus axilas antinaturalmente secas, su camisa cortada con katana italiana, su corbata que más que soga —que es lo que siempre es una corbata— parecía crecer de su cuello. Tardé un par de segundos, o de milésimas de segundo, en recuperarme, tiempo en el que pude perder la partida. Recobré el aplomo invocando a mi  autosuficiente odio a los trajes y demás símbolos de sumisión, transformé (metamorfoseé)  mi rostro de pueblerino que mira Manhattan por vez primera y adquirí mi máscara de artista-todo-lo-comprendo, sensible, magnánimo y sagaz, doblé ligeramente la pierna derecha para acentuar que no me daban pena mis jeans raídos y solté la frase:

—Eres gay. Punto.

Yukio rió, y con su risa se desbordaron los niágaras de mi desasosiego. No podía más. No pude más.

2 comentarios:

Pipicacamoco.