31 marzo, 2011

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Invisible como el vapor, una aeronave Héres de uso militar atraviesa la capa de nubes y sobrevuela la jungla pantanosa. Pasa sobre un grupo de mansiones de paredes blancas rodeadas de árboles frutales, un campo donde pastan algunas vacas, un río y varias colinas hasta detenerse sobre un bosquecillo de amates. Otros vehículos aéreos invisibles descienden de las nubes. Una puerta parece abrirse en medio del aire, de ella desciende una plataforma con un pelotón de soldados a bordo, encabezado por un oficial de bigotillo y muchos galones en la solapa. La plataforma desciende zigzagueando entre las altas copas de los árboles hasta posarse sobre un suelo verde y resbaloso. Los militares saltan de ella y se apostan en un perímetro de cincuenta metros. El oficial camina pausadamente siguiendo una vereda apenas visible, internándose hasta perder de vista a sus hombres.
            —Contralmirante Azzano, señor —se cuadra frente a él la imagen tridimensional de un sargento—, el área está completamente asegurada.
            El Contralmirante saluda con un gesto de cabeza y corta la comunicación. Catorce naves y doscientos hombres cubriendo un grupo de árboles, un derroche de recursos ante el que no dijo nada por tratarse de órdenes directas del General Pratt. Además es imposible no sentirse halagado con una guardia tan espléndida, digna de un rey. El sendero se interna más en el macizo de árboles, la humedad y el calor se vuelven sofocantes. La inquietud golpea al Contralmirante, no puede olvidar el rostro del General Pratt al darle las órdenes, un gesto de incomprensión y temor. Durante el trayecto de Ciudad Selva al Istmo elaboró distintas teorías sobre el comportamiento de su superior, jamás lo había visto así, le sorprendía que alguien de su experiencia no fuera capaz de dominar sus emociones. No sacó ninguna conclusión, el misterio se resolvería cuando llegara al punto de contacto. Y sobre eso no le habían dicho mucho, excepto la reiterada recomendación de que fuese muy amable y escuchara atentamente. Pero escuchar qué o escuchar a quién, no quisieron decirle.
Tras rodear un recodo queda frente a una diminuta cabaña de madera abrazada por un joven amate. Indeciso, extiende la mano para tocar la puerta; una voz venida del interior lo interrumpe:
—¿Vio a alguien en el camino? Estoy esperando la visita de un viejo amigo.
El Contralmirante choca los talones.
—Soy el Contralmirante Azzano de la División Americana, vengo bajo el mandato del General Pratt, Comandante Supremo del Comando Central de la Armada de Sistesol. El General pide disculpas por no asistir personalmente, he venido en su lugar para recibir su mensaje, si eso no lo inoportuna, ¿señor…?
La puerta de la cabaña se mueve como golpeada por la brisa, aunque ninguna corriente de aire alivia el calor húmedo que parece emanar de la vegetación.
—Así que mi viejo amigo no ha querido verme. El clima debe ser difícil en la capital.
Por más que fuerza los ojos Azzano sólo ve negrura dentro de la cabaña. Por un momento piensa que es objeto de una carísima broma.
—Puede pasar, oficial.
El Contralmirante traga saliva, se ajusta el cinto y entra en la cabaña. Adentro sólo hay oscuridad, ni el interior de una cueva podría ser tan negro. Algo se mueve cerca de él, a su espalda la puerta se cierra.
—¿Ha escuchado el coro del pantano?
La voz parece provenir de pocos centímetros adelante, el Contralmirante reprime el impulso de retroceder.
—Es como el sabor de la tierra, ¿lo ha sentido?
Azzano niega con la cabeza sin atrever a moverse, sigue sin ver nada. La voz continúa, ahora proveniente de otra dirección:
—Como beber el agua de la atmósfera.
Una extremidad fría y húmeda roza el cuello del Contralmirante, quien se vuelve sin encontrar nada.
—Si ha percibido el aroma de la ambición sabrá de lo que hablo.
El oficial no puede más.
—¡Tenga la amabilidad de decirme lo que he venido a escuchar!
—Siempre me ha gustado la refinada amabilidad de los americanos, incluso cuando se enfadan.
Azzano se da la media vuelta con intenciones de salir de ahí. Da dos pasos y extiende la mano, pero no toca la puerta. Da dos pasos más, y otros cuatro, pero no encuentra nada frente a él.
—El valor es una virtud muy apreciada —le dice la voz a poca distancia de su espalda—, será por su brevedad.
A la oscuridad se le suma el calor, el Contralmirante siente que respira aire reciclado, sin oxígeno. Camina en línea recta con las manos extendidas esperando encontrar alguna pared. Lo voz lo rodea, embiste desde abajo, grita en su oído:
—Debería verse caminar en círculos, parece que ha perdido la razón.
—¿Dónde puscas estoy?
—Conmigo.
Azzano pasa saliva. Ha comenzado a sentir miedo.
—Eso está muy bien. El miedo me gusta.
—¡Por favor, señor!
El Contralmirante corre con las manos por delante, esperando tocar algo, pero lo único que puede sentir es el barro bajo sus botas.
—Es suficiente oficial, quédese quieto y escuche.
Azzano se detiene. Gruesos chorros de sudor corren por su cara.
—Dígale a Pratt que la luz está por estallar. Quedan advertidos.
Las palabras, susurradas frente a su rostro, son como chorros de aire caliente y sofocante.
—Sí, sí, le daré el mensaje al General.
—Eso es todo. Ahora lárguese, tal vez algún día comprenda el honor que ha recibido.
Antes de cualquier posible respuesta una fuerza invisible arroja al Contralmirante fuera de la cabaña y lo avienta sobre el suelo fangoso. La puerta de madera se cierra. La cabaña por fuera es ridículamente pequeña, no cabrían más de tres personas hombro con hombro. Azzano se levanta, sacudiéndose el barro del uniforme, y camina de regreso entre los amates. No comprende el mensaje, aunque posiblemente Pratt lo haga. Se encoge de hombros y alcanza a pensar, justo antes de avistar a sus hombres fuera del bosquecillo, que sin duda la voz de la cabaña lo perseguirá en sus sueños.

1 comentario:

Pipicacamoco.