13 mayo, 2011

Chalchihuatl

Desde la Reforma Burocrática de 1985 nunca había necesitado realizar un trámite en la Oficina de Plegarias. Se trataba de algo costoso y dilatado que no garantizaba la aprobación de mi pedido. Pero no había otra solución. Mis vacas estaban muriendo envenenadas.
          Esto se debía a la envidia que tan occidentales bovinos acarreaba a los vecinos de Mixquic, apegados a sus totoles y llamas, desconfiados de cualquier cosa venida de los reinos de los dioses europeos, o como los llamamos aquí, los Mil Cristos. Mis sospechas se centraban en la vieja Xóchitl, chamana de la Escuela Omecíhuatl. Defendía a grito pelado, más virulenta que los demás macehuales conservadores del barrio, el derecho originario de los habitantes del Anáhuac a utilizar sus propios recursos y rechazar los externos (con la excepción de los venidos del sur, como las llamas, alpacas, papas y textiles del Gran Reino Inca).
          En vano había acudido al Consejo de Ancianos, la Comisión Reguladora Chamana y la Asamblea Mesoamericana de Tlatoanis, ninguno quiso defender a un campesino de chinampa con el atrevimiento de utilizar un animal que traía inmediatamente a la memoria la Guerra de los Trescientos Años. Los blancos, durante la ocupación de Veracruz y Tlaxcala, trajeron consigo caballos, chivos y vacas, pero todos estos animales fueron sacrificados cuando nuestras fuerzas expulsaron al enemigo en el año de gloria de 1821, y durante el siglo siguiente nadie en su sano juicio hubiera siquiera propuesto mandar traer ganado del otro lado del mar.
          Las subsecuentes restauraciones, culminadas en la Cumbre Divina de Teotihuacán de 1917, trajeron mayor tolerancia a nuestro pueblo y la autorización, al menos legal, de utilizar recursos y tecnología de cualquier sitio del mundo. Las ciudades nómadas del norte, tarahumaras, apaches, mohicanos, sioux, importaron caballos en grandes cantidades y liberaron a la mayoría. Es un chiste recurrente decir que en sus vastas praderas pastaban más equinos que bisontes.
          Ningún prejuicio sintió Wakan Tanka o sus primos divinos, al contrario, el caballo se convirtió en símbolo de nobleza y fuerza de voluntad. Célebres chamanes optaron por este animal como primer nahual y pronto se les consideró tan propios como los coyotes, las águilas cabeza blanca o los monos aulladores.
          Y yo, un humilde campesino chinampero, descendiente de una familia de macehuales que luchó la Guerra de los Trescientos Años y fue condecorada por nuestro señor Huitizilopochtli en 1874, cediéndole como recompensa esta pequeña zona del sur de Chalco, únicamente deseaba mayor fuerza económica para mantener a mis siete hijas, trabajadoras como las que más pero sin la fuerza física para hacerse cargo de la milpa.
          Las vacas, que me costaron una fortuna en sacos de maíz y cacao, eran fáciles de cuidar, producían leche y su carne era comprada sin reservas por los comerciantes de Tlatelolco, que la cocinaban en hornos de tierra y vendían para pozole y tacos. Todo marchaba bien, sin embargo un domingo de penitencia la anciana Xóchitl, frente a todos, me acusó de pervertir creencias ancestrales e ir contra los designios de nuestros padres y su sangre vertida para mantenernos a salvo de las garras de los Mil Cristos.
          Mencioné mis antepasados muertos en la guerra, hablé de la recompensa de nuestro señor Colibrí Zurdo y las bendiciones de Señora de los Partos sobre mi esposa e hijas, pero la pérfida lengua de Xóchitl ya había envenenado a mis vecinos. Pronto toda la zona de Chalco murmuraba mentiras y vituperios contra mi familia. Según ellos escondía un símbolo de la cruz dentro de mi casa. Otros decían haberme visto ofrecer becerros en sacrificio a los dioses barbados de los blancos. Unos más afirmaban que había abjurado de toda divinidad y me dedicaba a la contemplación de la nada promovida por chinos y demás orientales. Decían tantas mentiras que pronto mis hijas ya no podían acudir al tianguis sin recibir burlas, a ellas y a nuestro ganado.
          En ese momento inició mi peregrinaje por las instituciones gubernamentales y mágicas, pero como relaté, no obtuve respuesta favorable alguna. Mi última esperanza era la Oficina de Plegarias. Ahí estaba yo, en el tercer día de trámites, extrañando de vaga manera la practicidad con que los antepasados entraban en comunión con nuestros dioses a través de sacrificios y ofrendas de sangre, prohibidos en la reforma de 1859 y substituidos por este organizado enjambre de burócratas, actas oficiales y entrevistas precautorias, que así las llamaban aunque nadie entendiese a ciencia cierta el por qué.
           El funcionario, con un tocado de altas plumas de quetzal y la mirada imperturbable de aquellos que no suelen ser contradecidos, carraspeó solemne antes de leer el veredicto a mi petición. Era un pipiltin, por supuesto, y yo como macehual no tenía derecho a verlo a los ojos.
          —Petición cuatro-casa doce-pedernal siete-humo, adjudicada al campesino macehual Tzilmiztli, quien reclama respeto a su ganado criado en una milpa personal del sur de Chalco, al este de la gloriosa Tenochtitlán.
          Detuvo la lectura y pude sentir cómo me miraba. Me mantuve firme. Los pilli nunca me han amedrentado, es simple suerte nacer en una familia pobre o rica, carece de mérito alguno.
           —Tienes siete hijas, ¿es verdad? La mayor con dieciocho años y la menor con seis. ¿Todas ellas han presentados las ofrendas al templo correspondiente?
           —Así es señor, adjunté una copia firmada por el teopixque. Todas ellas acuden al tepochcalli y serán esposas de provecho. Son de gran ayuda en mi labor diaria, pero como no tuve ningún varón el trabajo en la milpa/
           —¿Porqué las tres mayores no se han casado? —me interrumpió— La más grande está por llegar a la edad en que ya no se le considerará nupciante.
           —Se los he dicho a ellas, señor, pero rehúsan abandonarme. La mayor mantiene un noviazgo de siete años con un aprendiz amanteca, y si todo sale bien se casarán a finales del año. Pero el resto no lo hará hasta saber que mis vacas, es decir, mi vejez y la de mi esposa, están aseguradas. Son mujeres muy responsables y aman a sus padres como lo hacían nuestros antepasados.
           —Si donaras alguna de tus hijas al templo de Tonantzin estos trámites serían más sencillos.
          —Nuestro patrono es el alto señor Huitzilopochtli, así ha sido desde la Guerra de los Trescientos Años, y así será hasta que mi descendencia desaparezca del Anáhuac. Él fue quien nos regaló la chinampa. Él nos ha bendecido hasta ahora. Por eso me atrevo a presentarle esta petición. Las vacas son animales nobles, mansos y generosos. Sé que vienen del otro lado del mar, pero/
           —No es necesario que hables sobre eso, viene detallado en el informe.
           —¿Y el veredicto?
           El funcionario hizo una pausa. Debía ser de las cosas que más disfrutaba de su trabajo.
           —Nuestro señor Huitzilopochtli no tiene tiempo para atender problemas agrícolas de tan exigua importancia. Tu caso fue turnado al Comité Colegiado, quienes lo desecharon por improcedente. Ése es el veredicto.
           —Pero no es posible, mis papeles están en regla.
           —¡El veredicto es inapelable! ¿Qué puede saber sobre administración divina un campesino chinampero como tú?
           Salí de la Oficina de Plegarias tan triste como cuando murió nuestro tlatoani Cuauhtémoc III. ¿Qué le diría a mi familia? Los burócratas habían impedido que mi caso llegara directamente a nuestro señor Colibrí Zurdo y lo resolvieron con indiferencia y prepotencia propias de pillis rechonchos que no conocen el trabajo arduo. Me había quedado sin recursos legales y divinos, al menos dentro de Mesoamérica. Un plan, terrible y seductor, fue tomando forma dentro de mí.
          Cuando llegué a mi chinampa y fui recibido por los rostros optimistas de mi mujer y mis hijas, en vez de derrumbarme en llanto y pedir perdón, dije con voz alta y repleta de orgullo:
           —La Oficina de Plegarias falló en nuestra contra. Pero no voy a rendirme. Llevaré el caso a la Organización Internacional Divina.
           Mis hijas celebraron, henchidas de la inagotable confianza de la juventud. Mi mujer me dedicó una mirada larga y triste. En ella reconocí mis propios miedos. Pero no podía retractarme, la supervivencia de mi familia estaba en juego.

Acudí a la Plaza Mayor y humillé mi cabeza frente al doble templo. Quemé copal y murmuré los cánticos antiguos. Que mi señor Huitzilopochtli me perdone. Que mi señor Tláloc me perdone. Dejé la plaza atrás, repleta de sacerdotes y funcionarios, y dirigí mis pasos al este. Tras al Palacio de Concha Nácar se erguía majestuosa la sede local de la Organización Internacional Divina. 
          Había sido diseñado por el entonces joven arquitecto Cuauhtleco, famoso modernista que no utiliza estuco para pulimentar la superficie de la construcción, sino lacas brillantes creadas en el extranjero. Siete pisos, dos grandes puertas con marcos de piedra labrada y un extenso jardín interior formaban el edificio de la ONI. Me detuve frente a los adornados guerreros que cuidaban la entrada y tuve un último ataque de dudas.
          Nunca antes en la historia del Anáhuac un campesino había turbado el trabajo de los importantes funcionarios de la organización, dedicada a discutir temas de elevada importancia, zanjar diferencias teológicas, dirimir entre divinidades en pugna y proteger cultos menguantes y próximos a la extinción, como el del Dios-Caimán de la Florida.
          Sin embargo, en su acta constitutiva la ONI señala que también son de su competencia casos en los que las autoridades y divinidades locales hayan sido incapaces de resolver un problema que inmiscuya elementos no nativos de la región. Era el caso de mis vacas europeas.
           Ante mi sorpresa, el guardia sonrió. Me dio las señas de la oficina a la que debía acudir. Me encomendé a mis antepasados y entré al edificio.

Al llegar a casa percibí un olor a humo y tortillas recién hechas. En el aire ladridos, gritos de las niñas y el rítmico golpeteo del agua contra la chinampa. Mi hija más pequeña, Jade, fue la primera en verme. Corrió hacia mí gritando llegó papá y abrazó mis piernas. Una lágrima saltó de mis ojos. Mi mujer e hijas mayores llegaron a mi lado y vieron la lágrima. Pensaron que había fracasado.
           —No, no es así. Ganamos. Ganamos. Las vacas estarán a salvo. Todo estará bien ahora.
           Mi mujer premió mi terquedad vencedora con un beso en la mejilla. Las pequeñas saltaron presas de una intensa locura, daban gritos y se carcajeaban de la vida, los vecinos y las mismas vacas. Habíamos ganado. Entre todas me rodearon y llevaron a la casa. Me sentaron, sirvieron un gran plato de frijoles y tortillas recién hechas y pidieron que relatara lo sucedido. Entre mordiscos a un chile verde y cucharadas a los frijoles conté mi victoria.

          Traspuse la puerta principal y entré a un patio amplio, sembrado con ahuehuetes, en el que varios funcionarios de ropas diversas conversaban o fumaban en pipas de piedra. Pude ver beduinos de turbante, siberianos con sombreros de piel de oso, africanos de anchas espaldas y el torso desnudo, orientales de ojos rasgados y uno que otro europeo de librea apestosa a perfume.
          Siguiendo las indicaciones del guardia continué hasta una sala de espera. Estaba vacía. Me senté en unos cojines anchos y bordados con hilo de oro. En las paredes había un mural que representaba la hermandad entre las divinidades de la Tierra, Tezcatlipoca y su pie cercenado posaba junto a un delgado pero sonriente Buda, Huiracocha saludaba uno de los tantos brazos de Visnú, siete Cristos de rostros distintos jugaban entre sí a la pelota siendo contemplados por una imagen abstracta llena de arabescos que representaba al dios de los musulmanes.
          No tuve tiempo de perderme en reflexiones campesinas sobre esta moderna armonía teocrática, una joven mujer de ropas casi transparentes vino a recibirme. Tenía la piel tostada como la mía, pero el tono era similar a la canela. Hablaba náhuatl con fluidez, pero su acento revelaba una inidentificable procedencia extranjera. Amablemente escuchó mi caso mientras hacía anotaciones en un pedazo de papel. Sonrió cuando terminé mi exposición.
          —Es curioso que el problema se reduzca a que le hayan negado audiencia con el divino Colibrí Izquierdo —dijo sin dejar de sonreír—, porque precisamente hoy él nos honra con su visita. ¿Quiere que le arregle una reunión? Si la alta divinidad está dispuesta, el problema se puede resolver ahora mismo.
          Temblé como niño pequeño. Balbuceé unas palabras de agradecimiento y volví a sentarme sobre los cojines. La joven salió de la habitación caminando con elegancia, nunca he visto una mujer poseedora de tanta seguridad y gentileza.
          Olí mis sobacos, bañados en talco antes de salir de casa; pasé la lengua por mis dientes, limpios gracias a que los frotaba cada mañana con zacate suave; moví los dedos de los pies dentro de mis huaraches nuevos, en fin, estaba más nervioso que un príncipe antes de ser coronado rey.
          Tras unos minutos de angustia insoportable la joven mujer regresó para indicarme, con su eterna sonrisa, que debía ir al salón sur, donde me recibiría nuestro señor Huitzilopochtli. Crucé el jardín central del edificio sin ver nada, estaba tan nervioso que casi atropello a dos sacerdotes navajo que traían en las manos pliegos firmados por el Gran Coyote.
          No había puerta en el salón sur, únicamente una cortina de carrizo. La aparté y entré con paso tembloroso.
          Adentro esperaba un joven vestido de manta, sin adornos ni pinturas, descalzo y con un diminuto colibrí verde posado en el hombro izquierdo. Lo sentí claramente, estaba frente a una de las tantas manifestaciones de nuestro señor. Caí postrado y comencé a rezar, pero el joven me tendió la mano y dijo en tono tan neutro que no se podía descubrir emoción alguna:
          —Levántate Tzilmiztli, suficientes plegarias me has dedicado estos días.
          Tímidamente tomé su mano y me puse de pie. El contacto fue como miel y fuego, abrasador y refrescante. Todo nerviosismo abandonó mi cuerpo. Impulsado por quién sabe qué lo miré a los ojos. Mis párpados se cerraron, era como contemplar el sol al mediodía.
          —No es necesario que me cuentes tus penurias, estoy al tanto —dijo la imagen de Huitzilopochtli—. Tus abuelos pelearon bajo mi estandarte, recuerdo muy bien su valentía y abnegación. Fue poco regalo la chinampa de Chalco, pero es todo lo que este humilde creador pudo darles.
          Las lágrimas salían de mis ojos. No sólo sabía quién era yo, sino recordaba a mis antepasados. ¿Por qué entonces no había intervenido antes? ¿Para qué servía la Oficina de Plegarias?
          —En cuanto a lo de tus vacas —prosiguió—, me temo que es un tema complicado. Nuestro valeroso pueblo todavía no está listo para abrirse al mundo, mucho daño le hicieron los europeos durante los trescientos años que intentaron conquistarnos. La afrenta sigue abierta, y algún día habremos de cobrarla. Por eso no todos los habitantes del Valle de México tienen la misma idea sobre el uso de animales y herramientas venidas del otro lado del mar. Así que, en postrero reconocimiento a tus antepasados que dieron sus vidas por este glorioso imperio, hundiré tu chinampa de Chalco y haré surgir otra en Texcoco, donde el agua es más dulce y la gente más amable. Ahí podrás continuar con tu vida, y tus hijas podrán encontrar esposo sin temer que sus padres queden en la mendicidad.
          Sonreí tontamente, ebrio de alegría. El joven entornó los ojos, su gesto por un segundo fue de furia inmensa, insondable.
          —A cambio te pido un pequeño sacrificio. Un sacrificio propio de grandes señores, que realizarás cuando estés a solas.
          Me miró y comprendí. Bajé la cabeza y me deshice en agradecimientos. Cuando la levanté no estaba ya.

Mi mujer y mis hijas, asombradas, no abrieron la boca mientras terminaba de comer. Me había cuidado de no relatarles lo del sacrificio, era algo entre nuestro señor y yo.
          Nos acostamos. No dormí. Antes del amanecer me levanté y di un pequeño paseo por las chinampas vecinas recolectando púas de maguey. Caminé hasta el pequeño altar dedicado a Huitzilopochtli, tal como lo esperaba se encontraba vacío. La aurora tomaba fuerza en el cielo. Até las espinas a un bramante de henequén. Me desnudé ceremonialmente. Atravesé mi miembro con la primera púa y permití que la sangre escurriera hasta tocar el suelo. Pasé la cuerda por la herida hasta que cada una de las espinas hubiera herido mi carne. La sangre goteaba por mis piernas y manchaba el piso de tierra.
           En ese momento amaneció, y en el primer rayo del sol naciente pude percibir un gesto satisfecho. Lo supe entonces. Las reformas burocráticas, el papeleo y las organizaciones internacionales, modernas y civilizadas, no son suficientes para nuestros dioses. En el fondo quieren lo mismo de antes: sangre, sangre divina que alimente a la tierra y permita al sol salir cada mañana.

1 comentario:

  1. Ésta es mi primera aproximación, un tanto ñoña, a la realidad alterna donde los dioses existen, están aquí y nos gobiernan.
    Chalchihuatl significa "sangre preciosa", "líquido precioso", "fluido de la vida".

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Pipicacamoco.