Mientras Ed Morris regresaba a la Tierra,
finalizada su dura jornada laboral, las naves domésticas rugían por todas
partes. Los carriles Ganímedes-Terra estaban saturados de sombríos y agotados
ejecutivos. Júpiter se encontraba en oposición a la Tierra y el viaje duraba
dos largas horas. Cada tantos millones de kilómetros, el tráfico se paralizaba;
los semáforos parpadeaban cuando las caravanas de vehículos procedentes de
Marte y Saturno desembocaban en las principales arterias.
—Señor —murmuró Morris—.
¿El cansancio no tiene límites?
Desconectó el piloto
automático y se apartó un momento del tablero de control para encender un
cigarrillo. Sus manos temblaban. La cabeza le daba vueltas. Eran las seis pasadas.
Sally estaría enfurecida; la cena echada a perder. Siempre lo mismo. El tráfico
incesante, los bocinazos, conductores iracundos que pasaban como una bala junto
a su pequeña nave, gritando y maldiciendo...
Y los anuncios. Eso era
lo peor. Soportaba todo lo demás, excepto los anuncios, que jalonaban el camino
desde Ganímedes a la Tierra. Y en la Tierra, las miríadas de robots.
Era demasiado. Y estaban
por todas partes.
Aminoró la velocidad
para evitar una colisión en cadena de cincuenta naves. Los vehículos de
emergencia intentaban despejar de escombros el carril. Su altavoz atronó cuando
llegaron las naves de la policía. Morris elevó su cohete con pericia, pasó
entre dos transportes comerciales que circulaban a escasa velocidad, se desvió
hacia el carril izquierdo que nadie utilizaba y aceleró, dejando atrás el
accidente. Un furioso coro de bocinas saludó su maniobra, pero hizo caso omiso.
—¡Productos Trans-Solar
le saluda! —retumbó una poderosa voz en su oído. Morris gruñó y se hundió en el
asiento. Se estaba acercando a Terra. El tráfico se intensificaba por
momentos—. ¿Su tensión ha sobrepasado los márgenes de seguridad, por culpa de las
frustraciones del día? Necesita una Unidad Id-Persona. Tan pequeña que puede llevarse
detrás de la oreja, junto al lóbulo frontal...
Pasó de largo, gracias a
Dios. El anuncio desapareció en la distancia, a medida que la nave progresaba.
Pero le esperaba otro un poco más adelante.
—¡Conductores! ¡El
tráfico interplanetario causa miles de muertes innecesarias al año. Control
Hipno-Motor le proporciona seguridad. Renuncie a su cuerpo y salve la vida! —El
volumen de la voz aumentó—. Los expertos industriales afirman...
Anuncios auditivos, los
más fáciles de pasar por alto, pero ya se estaba formando un anuncio visual. Se
encogió y cerró los ojos, pero no sirvió de nada.
—¡Hombres! —proclamó por
todas partes una voz untuosa—. ¡Eviten olores internos impresentables para
siempre! La sustitución del tracto intestinal mediante modernos métodos
indoloros les exonerará de la causa más extendida de rechazo social.
La imagen visual tomó
forma: una inmensa muchacha desnuda, el cabello rubio desordenado, los ojos
azules entornados, la boca entreabierta, la cabeza echada hacia atrás, como en
un éxtasis inducido por las drogas. Las facciones se agigantaron cuando los labios
se acercaron a los suyos. De repente, la expresión voluptuosa de la muchacha fue
sustituida por un rictus de asco, y la imagen se desvaneció.
—¿Le ocurre esto a
usted? —tronó la voz—. ¿Ofende a su pareja con la aparición de procesos
gástricos durante sus relaciones sexuales...?
La voz enmudeció y pasó
de largo. Morris, dueño otra vez de su mente, pisó con furia el acelerador y la
nave saltó hacia adelante. La presión aplicada directamente a las regiones
audiovisuales de su cerebro había desaparecido. Gruñó y meneó la cabeza. A su
alrededor, los ecos semidefinidos de los anuncios brillaban y parloteaban, como
fantasmas de lejanas videoemisoras. Los anuncios acechaban por doquier. Manejó
la nave con una pericia nacida de la desesperación animal, pero no pudo
esquivarlos todos.
Se sintió invadido por
la desesperación. El contorno de un nuevo anuncio audiovisual ya se estaba
formando.
—¡Usted, asalariado!
—gritó a los ojos y oídos, narices y gargantas de mil trabajadores extenuados—.
¿Cansado del mismo trabajo? Circuitos Prodigio, S. A. ha perfeccionado un
maravilloso analizador de ondas cerebrales de largo alcance. Sepa lo que dicen
y piensan los demás. Aventaje a sus compañeros de trabajo. Averigüe hechos y
datos sobre la vida privada de su jefe. ¡Destruya la incertidumbre!
La desesperación de
Morris aumentó. Pisó el acelerador a fondo. La pequeña nave vibró y se sacudió
cuando saltó del carril a la zona muerta que venía a continuación. Un chirrido
penetrante cuando el guardabarros entró en contacto con la valla protectora...,
y el anuncio se desvaneció a su espalda.
Disminuyó la velocidad,
temblando de aflicción y cansancio. Divisó la Tierra. No tardaría en llegar a
casa. Tal vez gozaría de una noche de sueño reparador. Inclinó el morro de la
nave y se preparó para acoplarse al haz transportador del espaciopuerto de Chicago.
—El mejor regulador
metabólico existente en el mercado —gritó el robovendedor—. Garantizamos que
mantienen un perfecto equilibrio glandular, de lo contrario le devolvemos su
dinero.
Morris pasó de largo y
se dirigió hacia el bloque residencial que albergaba su unidad familiar. El
robot le siguió unos metros; después se olvidó de él y persiguió a otro peatón de
rostro malhumorado.
—Manténgase
constantemente al día —le gritó una voz metálica—. Instálese una videopantalla
retinal en el ojo menos cansado. No pierda contacto con el mundo; olvídese de
los resúmenes desfasados de cada hora.
—Apártate de mi camino
—masculló Morris.
El robot se hizo a un
lado y Morris cruzó la calle junto con una multitud de hombres y mujeres
encorvados.
Por todas partes había
robovendedores que gesticulaban, suplicaban o chillaban. Uno salió corriendo
tras él y aceleró el paso. Canturreó su lema y trató de atraer su atención, colina
arriba hasta llegar a su unidad familiar. No se rindió hasta que Morris se
agachó, tomó una piedra y se la tiró, sin acertar. Entró en la casa y cerró la
puerta a su espalda. El robot titubeó, dio media vuelta y se precipitó tras una
mujer cargada con paquetes que subía la colina. Intentó esquivarlo, sin éxito.
—¡Querido! —gritó Sally.
Salió corriendo de la cocina y se secó las manos en el delantal de plástico,
los ojos brillantes de entusiasmo—. ¡Pobrecito mío! ¡Pareces muy cansado!
Morris se quitó el
sombrero y la chaqueta. Depositó un rápido beso en el hombro desnudo de su
mujer.
—¿Qué hay para cenar?
Sally guardó el sombrero
y la chaqueta en el ropero.
—Faisán salvaje de
Urano: tu plato favorito.
A Morris se le hizo agua
la boca y una leve oleada de energía estremeció su cuerpo agotado.
—¿No bromeas? ¿Qué
celebramos hoy?
Los ojos castaños de su
mujer se humedecieron de compasión.
—Querido, es tu
cumpleaños. Hoy cumples treinta y siete años. ¿Lo habías olvidado?
—Sí —sonrió apenas
Morris—. Ya lo creo.
Entró en la cocina. La
mesa estaba dispuesta. El café humeaba en las tazas y había mantequilla, pan
blanco, puré de patatas y guisantes.
—Caramba —murmuró—. Un
auténtico banquete.
Sally apretó los
controles del horno y el recipiente de faisán humeante quedó depositado sobre
la mesa y se abrió.
—Ve a lavarte las manos
y empezaremos a cenar. De prisa, antes que se enfríe.
Morris puso sus manos en
la abertura de lavado y después se sentó a la mesa. Sally sirvió el tierno y
aromático faisán, y los dos se pusieron a comer.
—Sally —dijo Morris, cuando
su plato estuvo vacío. Se reclinó en la silla y bebió lentamente el café—. No
puedo seguir así. Debo hacer algo.
—¿Te refieres al
tráfico? Ojalá consiguieras un empleo en Marte, como Bob Young. Si hablaras con
la Comisión de Empleo y explicaras lo muy tenso que te pones, tal vez...
—No sólo es el tráfico.
Están ahí fuera. En todas partes. Me esperan. Día y noche.
—¿Quiénes, querido?
—Los robots vendedores.
En cuanto estaciono la nave. Robots y anuncios audiovisuales. Se meten en la
cabeza de la gente, la siguen hasta que muere.
—Lo sé. —Sally palmeó su
mano—. Cuando voy de compras, me siguen en manada. Todos hablan a la vez. Es
espantoso. Es imposible entender la mitad de lo que dicen.
—Debemos escapar.
—¿Escapar? ¿Qué quieres
decir?
—Debemos huir de ellos.
Nos van a destruir.
Morris rebuscó en su
bolsillo y extrajo con todo cuidado un diminuto fragmento de tela metálica. Lo
desenrolló con infinitas precauciones y después lo alisó sobre la mesa.
—Mira esto. Circuló por
la oficina, entre los hombres. Me llegó y lo guardé.
—¿Qué es? —Sally frunció
el entrecejo—. No creo que lo tengas todo, cariño. Falta una parte.
—Un nuevo mundo —susurró
Morris—, al que aún no han llegado. Está muy lejos, fuera del Sistema Solar. En
las estrellas.
—¿Próxima?
—Veinte planetas. La
mitad habitables. Apenas unos miles de personas. Familias, obreros,
científicos, algunos grupos de investigación industrial. Tierra gratis para
quien la solicita.
—Pero eso es... —Sally
hizo una mueca—. ¿No te parece un poco subdesarrollado, querido? Dicen que es
como vivir en el siglo veinte: inodoros, bañeras, coches de gasolina...
—Exacto. —Morris enrolló
el fragmento de metal arrugado, con expresión seria y sombría—. Un atraso de
cien años. Nada que ver con esto. —Indicó la cocina y el mobiliario de la sala
de estar—. Tendremos que vivir sin ello, acostumbrarnos a una vida más
sencilla, como nuestros antepasados. —Intentó sonreír, pero su rostro no
colaboró—. ¿No te gustaría? Ni anuncios, ni robovendedores, desplazarse a
noventa kilómetros por hora en lugar de a noventa millones. Podríamos tomar
pasaje en uno de los grandes transestelares. Vendería mi nave...
Se produjo un vacilante
e incierto silencio.
—Ed —empezó Sally—, creo
que deberíamos reflexionar. ¿Y tu trabajo? ¿Qué harías allí?
—Encontraría algo.
—Pero, ¿qué? ¿No lo has
pensado? —Un agudo timbre de irritación se insinuó en su voz—. Creo que
deberíamos pensar en ese punto con más serenidad antes de echarlo todo por la
borda y... largarnos.
—Si no nos vamos —dijo
Morris con parsimonia, intentando controlar la voz—, acabarán con nosotros. No
nos queda mucho tiempo. No sé cuánto más podré mantenerles a raya.
—¡Por Dios, Ed! Eso
suena muy melodramático. Si te sientes tan mal, ¿por qué no pides un permiso y
te sometes a una cura de inhibición completa? Vi un videoprograma en el que
salía un hombre cuyo sistema psicosomático estaba mucho peor que el tuyo. Y el
hombre era mucho mayor que tú.
Se puso en pie de un
salto.
—Salgamos a celebrar tu
cumpleaños, ¿de acuerdo? —Sus dedos esbeltos juguetearon con la cremallera de
los pantalones—. Me pondré mi nueva túnica de plástico, la que nunca me he
atrevido a llevar.
Sus ojos brillaron de
excitación cuando se fue corriendo hacia el dormitorio.
—¿Sabes a cuál me
refiero? Cuando te acercas mucho es transparente, pero a medida que te alejas
se va transparentando más y más, hasta que...
—Sé cual es —dijo Morris, cansado—. He visto el anuncio
camino del trabajo. —Se levantó poco a poco y entró en la sala de estar. Se
detuvo ante la puerta del dormitorio—. Sally...
—¿Sí?
Morris abrió la boca
para hablar. Iba a preguntárselo otra vez, hablar de la hoja metálica que con
tanto cuidado había guardado y traído a casa. Iba a hablarle de la frontera, de
Próxima Centauri. De marcharse para no volver. Pero no tuvo la oportunidad.
Sonó el timbre de la
puerta.
—¡Ha llamado alguien!
—gritó Sally—. ¡Ve a ver quién es, corre!
El robot era una figura
silenciosa e inmóvil en la oscuridad de la noche. Un viento frío se coló en la
casa. Morris se estremeció y dio un paso atrás.
—¿Qué quieres?
—preguntó. Un extraño temor se apoderó de él—. ¿Qué pasa?
Era el robot más grande
que había visto. Alto y ancho, de pesadas agarraderas metálicas y lentes
oculares alargadas. En lugar del habitual cono, su tronco consistía en un
tanque cuadrado. Descansaba sobre cuatro ruedas neumáticas, en lugar de dos. Dominaba
a Morris con su estatura, casi dos metros diez. Macizo y sólido.
—Buenas noches —dijo con
calma.
El viento de la noche
apagó su voz, que se fundió con los ruidos nocturnos, los ecos del tráfico y el
golpeteo de los letreros callejeros colgantes. Algunas formas vagas se desplazaban
con rapidez por la oscuridad. El mundo era negro y hostil.
—Buenas noches
—respondió Morris automáticamente. Se dio cuenta que temblaba—. ¿Qué vendes?
—Me gustaría hacerle la
demostración de un anaucad —dijo el robot.
La mente de Morris
estaba paralizada; se negaba a reaccionar. ¿Qué era un anaucad? Lo que estaba
ocurriendo era digno de un sueño, o mejor, de una pesadilla. Luchó por coordinar
la mente con el cuerpo.
—¿Un qué? —graznó.
—Un anaucad. —El robot
no dio más explicaciones. Le miró sin expresión como si no fuera
responsabilidad suya explicar nada más—. Sólo tardaré un momento.
—Yo... —empezó Morris.
Retrocedió, alejándose
del viento. Y el robot, tan inexpresivo como antes, entró en la casa.
—Gracias —dijo. Se
detuvo en medio de la sala de estar—. ¿Quiere llamar a su esposa, por favor? Me
gustaría hacerle también a ella la demostración.
—Ven, Sally —murmuró
Morris, impotente.
Sally entró como una exhalación
en la sala de estar. Sus pechos se agitaban a causa de la emoción.
—¿Qué pasa? ¡Oh! —Vio al
robot y se detuvo, indecisa—. Ed, ¿has pedido algo? ¿Vas a comprar algo?
—Buenas noches —la
saludó el robot—. Voy a hacerles la demostración del anaucad. Siéntense, por
favor. En el sofá, si les apetece. Los dos juntos.
Sally obedeció
expectante, las mejillas coloradas, los ojos brillantes de curiosidad. Ed tomó
asiento a su lado, aturdido.
—Escucha —murmuró con
voz pastosa—. ¿Qué demonios es un anaucad? ¿De qué cosa se trata? ¡No quiero
comprar nada!
—¿Cómo se llama?
—preguntó el robot.
—Morris. —Casi se
atragantó—. Ed Morris.
El robot se volvió hacia
Sally.
—Señora Morris —ejecutó
una breve inclinación—. Es un gran placer conocerles, señor y señora Morris.
Son las primeras personas de su barrio que van a ver el anaucad. Ésta es la
primera demostración en su zona. —Sus fríos ojos inspeccionaron la habitación—.
Supongo que usted trabaja, señor Morris. ¿Dónde?
—Trabaja en Ganímedes
—respondió Sally con docilidad, como una niña en el colegio—. Para Desarrollo
de Metales Terranos.
El robot digirió la
información.
—Un anaucad le será de
gran utilidad. —Miró a Sally—. ¿Qué hace usted?
—Soy transcriptora de
cintas en Investigaciones Históricas.
—Un anaucad no le servirá
de nada en lo relacionado con su profesión, pero sí en casa. —Tomó una mesa con
sus poderosas agarraderas de acero—. Por ejemplo, un invitado torpe puede
estropear a veces un mueble bonito. —El robot aplastó la mesa hasta reducirla a
un puñado de fragmentos de madera y plástico—. Se necesita un anaucad.
Morris se puso en pie de
un brinco, incapaz de hacer frente a los acontecimientos. Notaba un peso enorme
sobre sus hombros. El robot apartó los fragmentos de la mesa y escogió una
pesada lámpara de pie.
—Oh, querido —susurró
Sally—. Es mi lámpara favorita.
—Cuando se posee un
anaucad, no hay nada que temer. —El robot agarró la lámpara y la retorció
grotescamente. Rasgó la pantalla, destrozó las bombillas, y después tiró los restos—.
Una situación de este tipo puede darse a causa de una violenta explosión, como la
de una bomba H.
—Por el amor de Dios
—murmuró Morris—. Nosotros...
—Es posible que nunca
tenga lugar un ataque con bombas H —continuó el robot—, pero en tal
circunstancia un anaucad es indispensable.
Se arrodilló y extrajo
un complicado tubo de su cintura. Apuntó al suelo con el tubo e hizo un agujero
de metro y medio de diámetro. Se apartó del bostezante hueco.
—No he abierto un túnel
muy profundo, pero ya pueden comprobar que un anaucad salvaría sus vidas en
caso de un ataque.
La palabra «ataque»
pareció desencadenar una nueva serie de reacciones en su
cerebro metálico.
—A veces, ladrones o
asesinos atacan a las personas por la noche —prosiguió. Giró en redondo sin
previo aviso y descargó el puño contra la pared, convirtiendo una parte en un
montoncito de polvo y escombros—. Eso dará cuenta del asaltante. —El robot se enderezó
y paseó la vista por la sala—. Sucede con frecuencia que por las noches está demasiado
cansada para manipular los botones de la cocina.
Se dirigió a la cocina y
procedió a apretar todos los controles. Inmensas cantidades de comida salieron
disparadas en todas direcciones.
—¡Basta! —gritó Sally—.
¡Sal de mi cocina!
—Es posible que esté
demasiado fatigada para llenar de agua la bañera. —El robot tocó los controles
de la bañera y manó agua—. O quizá desee acostarse de inmediato. —Tiró de la
cama empotrada y la depositó sobre el suelo. Sally retrocedió aterrorizada cuando
el robot avanzó hacia ella—. Y habrá veces, después de un duro día de trabajo, en
que estará demasiado extenuada para desnudarse. En ese caso...
—¡Largo de aquí! —chilló
Morris—. Sally, llama a la policía. Este trasto se ha vuelto loco. ¡De prisa!
—El anaucad es necesario
en todos los hogares modernos —continuó el robot—. Por ejemplo, si un aparato
se estropea, el anaucad lo repara al instante. —Asió el control automático de
humedad, cortó los cables y volvió a colocarlo en la pared—. A veces, le gustaría
no ir a trabajar. La ley autoriza que un anaucad ocupe su lugar durante un período
consecutivo que no sobrepase los diez días. Si después de ese período...
—Santo Dios —murmuró
Morris, comprendiendo por fin—. Tú eres el anaucad.
—Exacto —confirmó el
robot—. Androide Autorregulado Completamente Automático (Doméstico). También
existe el anaucac (Construcción), el anaucag (Gerencial), el anaucas (Soldado)
y el anaucab (Burócrata). Yo soy de uso doméstico.
—Tú... —exclamó Sally
con voz ahogada—. Eres un producto. Te estás ofreciendo a la venta.
—Estoy haciendo una
autodemostración —contestó el anaucad. Sus impasibles ojos metálicos se
clavaron en Morris—. Estoy seguro, señor Morris, que le gustará ser mi dueño.
Mi precio es razonable y estoy garantizado contra todo riesgo. Viene incluido
un libro de instrucciones. Me resulta imposible aceptar un no como respuesta.
A las doce y media, Ed
Morris seguía sentado al pie de la cama, con un zapato puesto y el otro en la
mano, la mirada perdida en la lejanía, silencioso.
—Por el amor de Dios
—protestó Sally—, termina de desabrochar el nudo y métete en la cama. Debes
levantarte a las cinco y media de la mañana.
Morris jugueteó con el
lazo. Al cabo de un rato, dejó caer el zapato y tiró del otro. La casa estaba
fría y silenciosa. En el exterior, el viento nocturno azotaba los cedros que crecían
a lo largo del edificio. Sally yacía acurrucada bajo las lentes calóricas, un
cigarrillo entre los labios, medio dormida.
El anaucad aguardaba en
la sala de estar. No se había marchado. Seguía ahí, esperando que Morris lo
comprara.
—¡Y bien! —se impacientó
Sally—. ¿Qué te pasa? Arregló todo lo que rompió; sólo estaba haciendo una
demostración. —Suspiró—. Me asustó, desde luego. Pensé que se había averiado.
Tuvieron una idea inspirada cuando lo mandaron por ahí para que se vendiera a
sí mismo.
Morris no dijo nada.
Sally rodó sobre el
estómago y apagó el cigarrillo lánguidamente.
—No es muy caro,
¿verdad? Diez mil unidades de oro, y si conseguimos que nuestros amigos compren
uno, nos llevamos el tres por ciento de comisión. Sólo debemos hacer una
demostración. No es como si lo compráramos. Él mismo se vende. —Lanzó una risita—.
Siempre quisieron un producto que se vendiera solo, ¿verdad?
Morris desató el nudo
del zapato. Se lo volvió a calzar y lo ató con fuerza.
—¿Qué haces? —preguntó
Sally, irritada—. ¡Ven a la cama! —Se incorporó furiosa, cuando Morris salió
del dormitorio y se alejó por el pasillo—. ¿Adónde vas?
Morris entró en la sala
de estar, dio la luz y se sentó frente al anaucad.
—¿Puedes oírme?
—preguntó.
—Por supuesto —respondió
el robot—. Nunca dejo de funcionar. A veces se producen emergencias por la
noche: un niño que se pone enfermo o un accidente. Ustedes aún no tienen hijos,
pero a la larga...
—Cierra el pico —dijo
Morris—. No quiero escucharte.
—Usted me ha hecho una
pregunta. Los androides autorregulados están conectados con una central de
información. A veces, una persona desea información inmediata; el anaucad
siempre está dispuesto a contestar preguntas teóricas o prácticas. Cualquier cosa,
excepto metafísica.
Morris tomó el manual de
instrucciones y pasó las páginas. El anaucad hacía miles de cosas; nunca se
averiaba; nunca se equivocaba; no cometía errores. Tiró el libro a un lado.
—No voy a comprarte
—anunció—. Nunca. Ni en un millón de años.
—Oh, sí, ya lo creo —le
corrigió el robot—. Es una oportunidad que no puede desperdiciar. —Su voz
poseía un tono sereno, confiado—. Usted no puede rechazarme, señor Morris. Un
anaucad es indispensable en los hogares modernos.
—Sal de aquí —dijo
Morris—. Sal de mi casa y no vuelvas.
—No puede darme órdenes,
porque no soy su anaucad. Hasta que me compre por el precio de venta al
público, sólo soy responsable ante Androides Autorregulados, S. A. Sus instrucciones
indican lo contrario: me quedaré con usted hasta que me compre.
—¿Y si no te compro?
—preguntó Morris, aunque su corazón se heló mientras enunciaba la pregunta.
Anticipó el frío horror
de la respuesta que se aproximaba; no existía alternativa.
—Continuaré con usted,
hasta que me compre. —Tomó unas rosas marchitas del jarro que descansaba sobre
la repisa de la chimenea y las arrojó por la ranura de los desperdicios—. Se
encontrará cada vez más en situaciones que exigen la intervención de un
anaucad. Al final, se preguntará cómo pudo vivir sin uno.
—¿Hay algo que no puedas
hacer?
—Oh, sí, hay muchas
cosas que no puedo hacer, pero puedo hacer todo lo que usted hace..., y mucho
mejor.
Morris exhaló el aire
lentamente.
—Comprarte sería una
locura.
—Tiene que comprarme
—respondió la voz implacable. El anaucad extendió un tubo hueco y empezó a
aspirar la alfombra—. Soy útil en toda clase de situaciones. Fíjese qué limpia
queda esta alfombra.
Retrajo el tubo y
extendió otro. Morris tosió y se alejó a toda prisa. Nubes de partículas blancas
llenaron la sala.
—Estoy rociando una sustancia
antipolillas.
La nube blanca adquirió
un feo tono negro azulado. La sala se sumió en una ominosa oscuridad; el
anaucad era una sombra borrosa que se movía metódicamente en el centro.
Al cabo de poco rato, la
nube se disipó y aparecieron los muebles.
—He rociado una
sustancia antibacterias nocivas.
Pintó las paredes de la
sala y fabricó nuevos muebles a juego. Reforzó el techo del cuarto de baño.
Aumentó el número de respiraderos del horno. Cambió los cables de la electricidad.
Destrozó todos los accesorios de la cocina y fabricó otros más modernos. Examinó
las cuentas de Morris y calculó la declaración de renta del año siguiente.
Afiló todos los lápices. Asió su muñeca y diagnosticó que su tensión elevada
era psicosomática.
—Se sentirá mucho mejor después
de haber delegado todas sus responsabilidades en mí —explicó. Tiró una sopa que
Sally había guardado—. Peligro de botulismo —dijo—. Su esposa es sexualmente
atractiva, pero de escasa inteligencia.
Morris fue al ropero y
tomó su chaqueta.
—¿Adónde va? —preguntó
el anaucad.
—A la oficina.
—¿A estas horas de la
noche?
Morris echó un rápido
vistazo al dormitorio. Sally dormía profundamente bajo las lentes calóricas. Su
cuerpo esbelto era rosado y fuerte, su cara se veía libre de preocupaciones.
Cerró la puerta
principal y bajó los peldaños, hacia la oscuridad. El viento frío le azotó mientras
se dirigía al estacionamiento. Su pequeña nave estaba estacionada junto a centenares
de otras. Dio un cuarto de dólar al empleado robot, que fue a buscarla. A los diez
minutos se encontraba camino de Ganímedes.
El anaucad subió a la
nave cuando se detuvo en Marte para cargar combustible.
—Por lo visto, no ha
entendido nada —dijo el robot—. Mis instrucciones consisten en hacerle
demostraciones hasta que esté satisfecho. Hasta el momento, aún no se ha convencido
del todo; son necesarias ulteriores demostraciones. —Pasó una intrincada red sobre
los controles de la nave hasta que todos los instrumentos se ajustaron—.
Tendría que revisarla más a menudo.
Se encaminó a la parte
posterior para examinar los motores. Morris hizo una señal al empleado y la
nave se soltó de los surtidores. Aceleró y el pequeño planeta se quedó atrás.
Júpiter fue creciendo de tamaño.
—Sus motores se hallan
en mal estado —dijo el anaucad, volviendo de popa—. No me gusta el ruido del
freno principal. En cuanto aterricemos, procederé a una puesta a punto exhaustiva.
—¿A tu empresa no le
importa que me hagas favores? —preguntó Morris con amargo sarcasmo.
—La empresa me considera
su anaucad. A fin de mes le enviarán la factura. —El robot tomó un lápiz y un
cuaderno de pedidos—. Le explicaré las cuatro modalidades de facilidades de
pago. Diez mil unidades de oro al contado comportan un descuento del tres por
ciento. Además, puede reducir la cantidad total entregando cierto número de
utensilios caseros, utensilios que no volverá a necesitar. Si desea fraccionar
el pago en cuatro partes, la primera se abona al instante, y la última a
noventa días.
—Yo siempre pago al
contado —murmuró Morris.
Volvió a fijar las
coordenadas de ruta en el tablero de control con el mayor cuidado.
—El plan a noventa días
carece de recargo. El plan a seis meses sufre un recargo anual del seis por
ciento, que asciende a, aproximadamente... —Se interrumpió—. Hemos cambiado de
trayectoria.
—Exacto.
—Hemos dejado el carril
de tráfico oficial. —El anaucad tiró a un lado el lápiz y el cuaderno y corrió
hacia el tablero de control—. ¿Qué está haciendo? Le pondrán una multa de dos
unidades.
Morris hizo caso omiso.
Aferró los controles con expresión sombría y clavó la vista en la pantalla. La
nave aceleraba con gran rapidez. Las boyas de advertencia protestaron ruidosamente
cuando pasó junto a ellas, internándose en la oscuridad del espacio. Al cabo de
unos segundos, habían dejado atrás al resto del tráfico. Estaban solos, se alejaban
de Júpiter, rumbo al espacio profundo. El anaucad calculó por computadora la
trayectoria.
—Vamos a salir del
Sistema Solar. Nos dirigimos a Centauro.
—Lo has adivinado.
—¿No sería mejor que
llamara a su esposa?
Morris gruñó y aumentó
la velocidad. La nave dio una sacudida, osciló y logró enderezarse. Los motores
zumbaron ominosamente. Los indicadores demostraron que las turbinas principales
empezaban a calentarse. Morris no hizo caso y conectó el depósito del combustible
de emergencia.
—Voy a llamar a la
señora Morris —dijo el anaucad—. No tardaremos en sobrepasar el radio de
comunicación.
—No te molestes.
—Estará preocupada.
El anaucad volvió a popa
y examinó los motores. Irrumpió en la cabina lanzando zumbidos de alarma.
—Señor Morris, está nave
no está preparada para viajes intersistemas. Es un modelo doméstico clase D de
cuatro ejes y uso casero. No ha sido construido para soportar esta velocidad.
—Para llegar a Próxima
necesitaremos esta velocidad —replicó Morris.
El anaucad conectó sus
cables en el tablero de control.
—Puedo aligerar de
cierta tensión la instalación eléctrica, pero si no devuelve la nave a su
velocidad normal, no me hago responsable del deterioro de los motores.
—Al infierno los
motores.
El anaucad guardó
silencio. Escuchaba con suma atención el creciente zumbido que se oía bajo sus
pies. Toda la nave se estremeció. Algunos fragmentos de pintura se desprendieron.
El piso estaba caliente. El pie de Morris no se apartó del acelerador. La nave
aumentaba la velocidad a medida que el Sol se alejaba. Habían salido de la zona
controlada. El Sol disminuía de tamaño rápidamente.
—Es demasiado tarde para
videofonar a su mujer —dijo el anaucad—. Hay tres cohetes de emergencia en la
popa; si así lo desea, los dispararé con la esperanza de llamar la atención de
algún transporte militar.
—¿Para qué?
—Pueden remolcarnos de
vuelta al Sistema Solar. Significa una multa de seiscientas unidades de oro,
pero dadas las circunstancias me parece la mejor solución.
Morris dio la espalda al
anaucad y aplastó el acelerador con todo su peso. El zumbido se había
convertido en un violento rugido. Los instrumentos crujieron y se hicieron pedazos.
Los fusibles del tablero de control se quemaron. Las luces parpadearon, se apagaron,
y volvieron a encenderse, como de mala gana.
—Señor Morris —dijo el
anaucad—, debe prepararse para morir. Las posibilidades estadísticas para que
las turbinas estallen son del setenta por ciento. Haré lo que esté en mi mano,
pero hemos sobrepasado el límite de peligro.
Morris regresó a la
pantalla. Contempló con avidez durante un rato el punto creciente que eran las
estrellas gemelas de Centauro.
—Tienen buen aspecto,
¿verdad? Prox es la importante. Veinte planetas. —Examinó los atormentados
instrumentos—. ¿Cómo es posible que los motores resistan? La mayoría de los
instrumentos se han quemado.
El anaucad titubeó.
Quiso decir algo, pero cambió de opinión.
—Iré a echarles un
vistazo —dijo.
Se dirigió a la parte
posterior de la nave y desapareció por la corta rampa que conducía al cuarto de
motores, sacudido por vibraciones y temblores.
Morris se inclinó hacia
adelante y apagó el cigarrillo. Esperó un momento más, alargó la mano y hundió
los controles al máximo.
La explosión partió en
dos la nave. Secciones del casco volaron a su alrededor. Salió disparado de la
silla como si careciera de peso, y fue a parar contra el tablero de control. Fragmentos
de plástico y metal se derrumbaron sobre él. Puntos incandescentes parpadearon,
se difuminaron y murieron en silencio, y sólo quedaron cenizas frías.
El ruido apagado de las
bombas de vacío de emergencia le devolvieron la conciencia. Estaba atrapado
bajo los restos del tablero de control. Tenía un brazo roto, doblado bajo el
cuerpo. Intentó mover las piernas, pero no sentía nada por debajo de la
cintura. Los restos de su nave proseguían el viaje hacia Centauro. El mecanismo
encargado de reparar el casco intentaba en vano taponar las grietas. Los
controladores automáticos de temperatura y gravedad latían espasmódicamente en
el interior de las baterías autónomas. El inmenso bulto flamígero de los soles
gemelos crecía en la pantalla silenciosa, inexorablemente.
Estaba contento. En el silencio de la nave
destrozada yacía sepultado bajo los escombros, y contemplaba con una sensación
de gratitud el punto que crecía de tamaño. Era una hermosa visión. Hacía mucho
tiempo que deseaba contemplarla, y se iba acercando a cada momento que pasaba.
Al cabo de uno o dos días, la nave se precipitaría hacia la masa flamígera y se
consumiría. De todos modos, podía gozar de este intervalo; nada turbaba su
felicidad.
Pensó en Sally, dormida
como un tronco bajo las lentes calóricas. ¿Le habría gustado Próxima?
Probablemente no. Hubiera querido regresar a casa lo antes posible. Era un placer
que no podía compartir con nadie. Le estaba reservado en exclusiva. Una inmensa
paz descendió sobre él. Se quedaría quieto, y aquella magnificencia
incandescente se iría aproximando más y más...
Un ruido. Algo se estaba
abriendo paso entre los escombros. Una forma retorcida y mellada, apenas
visible gracias al resplandor parpadeante de la pantalla. Morris logró volver
la cabeza.
El
anaucad se tambaleó hasta erguirse en una postura precaria. La mayor parte de
su tronco había desaparecido. Se bamboleó y echó la cara hacia adelante con un
chirrido agónico. Avanzó poco a poco hacia él y se detuvo a escasos metros de
distancia. Los engranajes protestaron ruidosamente. Los relés se abrieron y
cerraron. Una vida imprecisa y vaga animaba aquel armatoste destrozado.
—Buenas noches —graznó
su voz metálica y aguda.
Morris chilló. Intentó
mover el cuerpo, pero las vigas caídas lo impidieron. Gritó, aulló y trató de
alejarse. Escupió, sollozó y lloriqueó.
—Me gustaría hacerle la
demostración de un anaucad —continuó la voz metálica—. ¿Quiere llamar a su
mujer, por favor? Me gustaría hacerle también a ella la demostración.
—¡Vete! —chilló Morris—.
¡Aléjate de mí!
—Buenas noches
—prosiguió el anaucad, como un disco rayado—. Buenas noches. Siéntese, por
favor. Es un placer conocerle. ¿Cómo se llama? Gracias. Es usted la primera
persona del barrio que ve un anaucad. ¿Dónde trabaja?
Sus lentes oculares
muertas le dirigieron una mirada vacía.
—Siéntese,
por favor —repitió—. Sólo tardaré un momento. Sólo un momento. La demostración
sólo tardará un...
Es la primera vez que paso por este blog, gracias por el cuento
ResponderEliminarTaro
Alguien tiene un resumen de este cuento?? porque no entendi el final...
ResponderEliminarEl final es la respuesta a la pregunta interna que se hace Morris.¿Podrá ganarle a esa modernidad vacía? ganarle al sistema voraz que crece y abarca cada vez mas... y en post de nuestro confort y nuestra seguridad sacrificamos la libertad. Morris alcanza finalmente el silencio, la libertad. La maquina esta destruida, su propia nave lo está.... sólo hay silencio. Un punto flotando en el cosmos, consciente de que va morir... pero pleno. Cuando creemos que ganó la batalla, reaparece el Anaucad. El mal nunca muere...no hay refugio posible. El sistema es una rueda gigante que pusimos en marcha pero nada la detiene. Un final pesimista.
EliminarIvi que haces aca!?,por cierto yo tampoco entendi el final jaja
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