14 abril, 2011

La pausa


Al microbús se subió una chica con mallas negras y una blusa-camisa lo suficientemente larga para tapar su trasero, rostro redondo y nada feo, y el cabello lacio peinado coquetamente hacia el lado derecho. No hice caso, embebido en mi libro sobre los Templarios. Tras pagar, balanceándose debido al furioso manejo del chofer, caminó por el pasillo del microbús mirando con ojos desdeñosos a los pasajeros que no utilizaban el asiento de la ventanilla, dejándolo vacío como una muestra de poder: si quieres sentarte aquí deberás pedirme permiso. Gracias a mi inveterada costumbre de sentarme hasta el fondo, antes de la puerta de salida y del lado de la ventana, el asiento del pasillo junto a mí era el único desocupado. Ella me miró con curiosidad glacial, tan característica en ciertas mujeres, realizó un sencillo cálculo en su cabeza y se sentó a mi lado. Desde ese momento no pude seguir leyendo. Mis ojos recorrían las líneas de tinta sobre el papel, pero las letras se habían tornado en diminutos bichos que bailaban a ritmo cardiaco. La belleza femenina siempre tiene ese efecto en mí. En mi ayuda acudió la Experiencia, señora oronda que camina bamboleante por la calle mientras alecciona con enfático dedo, y me impidió voltear hacia la chica y disciplinadamente mis ojos siguieran persiguiendo los insectos del libro. Ella abrió su bolso y sacó un estuche de maquillaje con un espejo pequeño manchado de polvos rojizos. De reojo la vi fingir retocarse el casi inexistente maquillaje de su rostro, y digo fingía porque la almohadilla para el colorete estaba técnicamente limpia. Aparentaba indiferencia cuando no era así. Porque, y esto me llevó años entenderlo, resulta obvio cuando eres realmente indiferente para una mujer; su energía, su atención, su mirada, nada está dirigido hacia ti. Puede estar a tu lado y estar sola. Pero cuando le resultas atractivo aunque sea en un ínfimo grado esta indiferencia es Teatro, el primer acto del Juego, una tímida invitación: la señal de que podrías/deberías hacer algo. Obviamente no me pedía lanzarme sobre ella, no, simplemente quería disfrutar de un breve coqueteo durante el trayecto. No me agrada gran cosa el coqueteo porque de inmediato los demoniacos químicos ocultos en mi cuerpo salen disparados por mi sangre y me obligan a cometer estupideces. A las mujeres se les conquista con una mezcla de frialdad y arrojo, y para ser frío y arrojado se debe tener la mente clara. Además, sentarse junto a mí había sido una pésima elección, estábamos demasiado cerca para intercambiar fugitivos duelos de miradas, generalmente lo más atrevido a que llega la coquetería en una unidad de transporte público citadino. Por lo tanto, estábamos obligados a vernos con descaro o de plano iniciar una conversación. Durante años había fantaseado que una mujer hermosa se sentaba junto a mí en un microbús y comenzábamos a platicar, media hora después fornicábamos en un motel. Con el tiempo, la señora oronda e implacable de la Experiencia habíase encargado de debilitar, transparentar y volver en fantasmas esta fantasía. Era mejor así. Pasé de página en el libro sabiendo que tendría que volver a ella después, ya había perdido el hilo de la historia. La chica se hartó del maquillaje y guardó el estuche en su bolso. Un rápido vistazo, por demás arriesgado y hasta vulgar, me confirmó la esbelta belleza de sus piernas. Arrepentido por tan lúbrica mirada, una vez más víctima de mi funesta cachondez, dirigí los ojos a la ventanilla con lentitud, como si me diese pereza el hecho de estar vivo. Afuera un grupo de obreros trabajaba haciendo una nueva banqueta. Llevaban haciéndolo desde la semana anterior. Un joven moreno, delgado y con el pelo peinado en picos endurecidos por el gel que me recordaron a los personajes de Dragon Ball, regaba la tierra apisonada que serviría de base al colado con una manguera mientras con la otra mano revisaba su celular, un modelo tan barato como el mío. Otro obrero, tan joven y cuidadosamente peinado como el primero, se acercó por detrás, lo tomó por la cintura y fingió uno, dos, tres, cuatro embates pélvicos. El segundo obrero se retiró riendo con dientes blanquísimos mientras era perseguido por el agua de la manguera que el primer obrero le aventaba en venganza, riendo también, ofendido nada más en la superficie.
            —¿De qué es tu libro?
            La voz de la chica tenía un eco empalagoso, de mujer acostumbrada a reír y ser consentida. El terror acudió a mí, al mismo tiempo la máscara, aquella que se fue construyendo sola sobre mi cara a base de golpes, derrotas y malentendidos, respondió con tono casual, o lo que yo entendía como tono casual mientras estuviera atrapado dentro de mi cráneo, sitiado por mi epidermis, etcétera:
            —Otro canto a la poderosa cultura europea.
            Sonrió mi máscara, la sorna afloró en el rostro de la chica.
            —Ah.
            Volteé a verla. Joder, era bonita. Bajé los ojos. Mierda, qué buenas piernas tiene. La máscara y yo luchábamos por decir la siguiente frase. No sé quién la dijo:
            —Es un libro puramente fantástico sobre los caballeros Templarios —le mostré la portada, multicolor y obscenamente comercial—, sin duda mucho menos interesantes que lo aquí escrito.
            —Ah, qué bien.
            Era obvio: yo no era lo que ella esperaba. Sonreí tras mi máscara. Pude olerlo: la chica era miembro de ese mayoritario contingente de los que no sienten el mínimo interés por el conocimiento y prefieren el machacón y desabrido revolotear de las pláticas cotidianas. Pude imaginarla riendo, bailando, bebiendo, cantando en la ducha, trabajando, todo sin ser manchada por el conocimiento, la crítica, la fortaleza de espíritu. Seguramente, me reí a carcajadas bajo mi máscara, ella pasaba horas frente al televisor viviendo a través de los pésimos actores de las telenovelas, sintiéndose importante de alguna manera gracias a las celebridades y sus frívolas vidas, siendo insultada sin saberlo en cada comercial, tragando sin masticar cada ladrido del sistema informativo del Imperio, lánguida como espárrago hervido, insubstancial, aburrida y aterrada. Y yo, me desternillé de risa, tan sabio, tan culto, tan espiritual. Ella podría tener el cuerpo más hermoso del mundo, un arma que derrotaba a casi todos los hombres, e incluso ser dueña de una voz llena de coloridas reverberaciones, pero si pertenecía al submundo de los educados para no vivir estaba muy, pero muy lejos de mi liga, mi nivel, mi pequeño y solitario reino. La chica lanzó un nada discreto suspiro de burla.
            —¿No tienes nada mejor qué leer? No deberías perder el tiempo con esa basura.
            Fue como una bala que atraviesa la muralla, agujera el cuello del centinela, rompe la ventana y se va a clavar junto a mí, cómodamente refugiado en mi habitación-búnker.
            —¿Cómo?
            Pude detectar un dejo histérico en mi voz. Si sufriera asma en ese momento tendría un ataque. Ella había calificado como basura a mi libro. Eso quería decir una de dos cosas: o era más estúpida de lo que parecía e intentaba hacerse la chistosa, o conocía del tema y lo consideraba menor —lo cual es debatible—, y por lo tanto, de pronto pertenecía a mi club de los oh-soy-letrado; y si competíamos en la misma liga, su cuerpo generoso y su voz reluciente eran armas incólumes ante mi supuesta barrera de superioridad. Tragué saliva y le dirigí otra rápida mirada. En sus facciones relucía una burla que le daba fuerza, que la hacía verse tan bella como Brigitte Bardot a los diecisiete años.
            —Existen cientos de libros con temas realmente interesantes, libros llenos de literatura, de humanidad, de verdades, visiones personalísimas y universales del mundo. Un best-seller sobre los Templarios es perder tu tiempo.
            Mi sorpresa se tornó en furia. ¿Cómo podía ella juzgarme así sólo por ese libro? ¿Cómo podía saber que no estaba ahíto de leer a los Borges, Prousts y Kafkas y para variar quería algo ligero? Carajo, me sacaba de mis casillas que la gente juzgara así, al primer vistazo, siempre desde su estúpido punto de vista “superior”, como si todo lo pudieran, como si todo lo supieran. No hay nada más detestable que la gente prejuiciosa.
            —Estoy haciendo una investigación para mi novela —habló mi máscara con helada entonación—, está ambientada en la época de los Templarios.
            El golpe había sido dado. Ahora pasaba de ser un lector de obras menores a un escritor. Ella no tenía por qué saber que cuatro cuentos inconclusos y tres inicios de la Gran Novela Mexicana ganaban polvo en el último cajón de mi escritorio. Si yo decía “soy escritor” lo era, y ella no podría rebatirlo. Además, y lo más importante, me adelantaba varios metros, le demostraba que yo era un creativo, un artista, alguien con licencia para ser loco y cantarle a la vida, la guerra o el desamor.
            —¿Ah sí? ¿Y de qué trata tu novela?
            Seguía presente la burla en su voz, tan llena de matices infantiles como una fiesta de cumpleaños escuchada desde lejos. ¿Por qué demonios se sentía tan segura? ¿Quién era ella, qué hacía, qué sabía? Me di cuenta, mientras mi máscara se preparaba para responder, de la necesidad de llevar la plática hacia ella; hablar de mí podría resultar un campo minado frente a una chica no únicamente dueña de un cuerpo genéticamente superior, sino de una mente y un bagaje cultural posiblemente mayores a los míos.
            —No me gusta hablar de mis obras hasta que están terminadas, pero puedo darte un pequeño adelanto: es una fantasía sobre dos guerreros teotihuacanos llevados, gracias a un soplo divino, a la Europa del siglo XIV.
            Dios, soy ingenioso, pensé mientras hablaba. No únicamente había inventado un argumento sin pensarlo mucho, sino que al decir “mis obras” implicaba que era un escritor de callo grueso, de camino largo, dueño de lo que escribe y para quien la lectura de un best-seller sobre los Templarios es una excentricidad plenamente justificada. Alentado por mi sonoro éxito, me adelanté a su respuesta y apreté el torniquete:
            —¿Y tú, a qué te dedicas?
            Ella me miró a los ojos por primera vez. Fue como si agua helada y agua hirviendo escurrieran por mi espalda. No eran ojos los suyos, sino agujeros negros supermasivos que, estaba seguro, se habían tragado a tantos hombres que sería absurdo llevar la cuenta. No anunciaban crueldad, no anunciaban precipicios, eran de una pureza intoxicante, prohibitivamente arrasadora, en la que cualquiera quisiera enterrarse y nadar hasta el fondo porque el resto del mundo ya no tenía sentido. Mierda, no era su trasero redondo ni sus piernas torneadas ni su voz de polen y aguamiel, eran sus malditos ojos los que ahorcaban a los hombres. Ya no importaba si era culta, mundana o angelical. Ya no importaba nada. Me había derrotado en tres jugadas como un maestro ruso de ajedrez. En ese momento la máscara vino en mi ayuda. Ésa era su razón de ser: sobrevivir. Aparté mi mirada de sus ojos y aguardé la respuesta con la indiferencia de un viajero en la sala de espera; mi corazón comenzó a tranquilizarse y mis manos dejaron de sudar. No podía perder esa partida, no por mi honor, y mucho menos porque quisiera llevarla a la cama —lo consideraba imposible desde que se subió al microbús—, sino por el hecho de no dejar a mi género en el piso, de demostrarle que no todo los hombres caerían abatidos así nada más, sin luchar, sin morir con la cara al sol.
            —Trabajo en la Oficina Gubernamental que Otorga Becas a los Artistas —dijo como si escupiera delicadas bolas de fuego—, de hecho está a mi cargo el Departamento de Apoyos a la Literatura.
            Tantas mayúsculas en su diálogo no me distrajeron del borbotón de burla que cruzó mi mente: “si tienes un trabajo tan sonoro, ¿por qué usas microbuses y no tienes auto?”, lo cual era una estupidez, claro, y por eso el pensamiento borboteó y luego desapareció por la alcantarilla del subconsciente. Me había metido en la boca del lobo, o mejor dicho, los ojos de la loba se habían metido en mí. Ya no supe para dónde continuar. Decidí, cobardemente, emprender la retirada.
            —Increíble, debe ser un trabajo lleno de gratificaciones —dije con mi español aprendido en los subtítulos de las películas gringas mientras guardaba el libro en mi portafolio flexible que se lleva a la espalda—, pero aquí me tengo que bajar.
            —¿En serio?
           Por la ventana se veían mansiones y árboles. ¿Por qué no debería bajarme aquí, maldita mujer hermosa? ¡No me importa llegar tarde, quiero huir de ti! Ella me miró, taladrándome, y no se movió un centímetro sobre su asiento. Para ustedes, lectores que no conocen el transporte público de esta ciudad, el pasajero del lado de la ventanilla no puede salir si está ocupado el sitio adyacente a menos que pase por encima del ocupante. Esta aclaración, hecha con la velocidad de una avispa, atemperó mi mente. Ella había visto claramente el miedo mí. Estaba perdido. La máscara había fallado una vez más. Ahora ella sabía hasta dónde mis pies se plantaban firmes y en donde ya no. Con voz atragantada, como si estuviera por llorar, insistí:
            —En serio, esa es mi parada.
            Cruzó los brazos en caprichoso gesto y se hizo a un lado. Nervioso, casi frenético, rocé su pierna con la mía cuando pasé a su lado. Sin voltear, sintiendo los ojos del diablo posados en mi nuca, pulsé el botón de bajada. El microbús se detuvo. Descendí y me alejé casi corriendo. Esperé cinco minutos y volvía a la parada a esperar otro transporte. Se me había hecho tarde.
            Al día siguiente, a la misma hora, en un microbús similar pero con diferente chofer y diferentes compañeros de viaje, pasé por donde los obreros construían la banqueta. Estaban dándole los toques finales. No pude reconocer a los dos obreros bromistas entre quienes laboraban afanosos vaciando cemento y aplanándolo. Esto me hizo sentir un profundo alivio, era como un analgésico extinguiendo un dolor sentido durante horas. Lo que había pasado ya no era más. El miedo mostrado a la mujer, sus ojos terribles, mi vergonzosa huida, nada había existido. Volví los ojos a mi libro sobre los Templarios. Tras dos páginas miré por la ventanilla, estábamos donde me había bajado ayer. El microbús se detuvo y una mujer subió. Al verla caminar por el pasillo hacia mí supe que estaba perdido. En esta ocasión ella no permitiría mi escape. Cerré los ojos y deseé estar despierto.

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