05 abril, 2011

Sueño de amor húmedo



 
Estaba con unos amigos y mi hermano cuando vi a mi padre. Caminaba directo hacia nosotros, con su afable sonrisa que a todos desarmaba, sin inmutarse por las cervezas en nuestras manos y los cigarrillos en nuestros dedos. Tras saludar, nos invitó a una reunión en la mansión vecina, en la que departía con sus antiguos amigos y en la que también estaba mi madre. Mi hermano y yo no lo dudamos, después de todo nuestra reunión tenía el tinte apagado de quienes ya se han dicho todo lo que quieren decir y se dedican a repetir anécdotas o a hablar mal de quienes odian. Así que apuramos nuestras copas de champán, apagamos los habanos y acompañamos a mi padre.
            El camino estaba lleno de perros amarillos que miraban un río cuajado de perlas, flores frescas y bolsas de basura. Sonaba, en las bocinas de los postes de luz, una canción del cantautor favorito de Natalie Portman. Pensé entonces, amparado por el veloz trote de mi hermano, que aquellos que acuden a todos los conciertos como vicio deben tener un problema en el oído tras tantos escandalosos decibeles cada fin de semana. Hasta entonces noté que algunos de los perros amarillos que miraba el agua eran en realidad señores disfrazados que filmaban (en secreto) el transcurrir del río, que además de pañales usados y diamantes llevaba en su cauce pequeñas manecillas de muñecas y relojes. Mi padre ya no estaba, pero supimos de inmediato a qué mansión se refería. Varios carricoches y palanquines estaban estacionados frente a un portón de lianas y mecates trenzados, de sorprendente elegancia, guardado por un soldado pálido como la nieve y alto como una ceiba. Mi hermano, que se arremangaba los pantalones, lanzó una carcajada de humo y pompas de jabón y nos dispusimos a entrar.
            El jardín de la mansión era enorme, abarcaba varios pueblos y la ciudad de México. A su vez era pequeño & cozy, con césped recortado y alberca de agua tan verde como el jägermeister. Grupos de ledos diletantes reían, bebían y conversaban con civilizada refinación. Algunas mujeres llevaban vestidos ampones y transparentes. Algunos hombres se ataviaban como castores constructores. Algunos niños chamagosos comían canapés. Sirvientas y mayordomos corrían de un lado a otro llevando bandejas con zapatos, copas de azúcar y jengibre y comida griega que olía mal pero chic. Chic & nice. Me fui topando con desagradables conocidos: la prima güera de la mujer que se rió de mí cuando declamé una poesía de Novo en la secundaria, el hermano del niño grandulón que me golpeaba en cuarto de primaria, el tatarabuelo de mi eterno rival en las clases de aikido de la preparatoria y varios más. A la luz de la sombra del atardecer, un eterno ocaso que más bien parecía un incendio en las nubes, me permití extrañar los guisos de mi abuela y los hotcakes de mi otra abuela. Me topé con una vieja amiga, de esas que alguna vez soñé con poseer y que ahora era una adulta de inteligente charla y sana preocupación por el estado político de las cosas. Conversé un rato con ella mientras con los ojos buscaba a mi hermano. Lo divisé contando chistes a un grupo de niñas hermosísimas que usaban pañuelos de colores oaxaqueños sobre el cabello. Aprovechando la llegada de más invitados me deshice de mi amiga y caminé a lo largo de una chaparra barda de piedra que dividía el jardín en dos: de un lado quedaban los desconocidos y del otro los que era vagamente familiares. Y sí, algún que otro amigo, ex suegra o profesor olvidado en la niñez pululaban por ahí. Me aburría como cigarrillo sin cerillos. Me dirigí hacia la mansión siguiendo la barda, que se curvaba cual muralla china. Entonces la vi, sentada, con su sempiterna sonrisa sarcástica.
            <Maldigo el momento en que tropecé con mis agujetas, tantos y tantos años atrás, y choqué de frente con ella. El golpe que nos dimos fue tal que terminamos en la sala del quirófano, donde con bisturíes brillantes y ultrasónicos separaron nuestros cuerpos, fundidos en el choque. Los cirujanos tardaron catorce meses en separar cada cabello, músculo y vaso sanguíneo, aunque claro, millares de células de su nariz quedaron en mis orejas, y un racimo de finos nervios de mi garganta quedó envolviendo para siempre su pulmón izquierdo. Otros catorce meses de dolorosas terapias físicas y emocionales fueron necesarios para separar nuestros espíritus entre sí. Teníamos sexo con frecuencia en aquella época, especialmente porque ella juraba que varias células epiteliales de su pubis se habían quedado en mis testículos, y que ella poseía un sinnúmero de vellos púbicos que originalmente alfombraban mi sobaco. Nunca descubrimos si eso era cierto, pero en el camino fornicamos de todas las formas posibles en que una mujer, un hombre y a veces una mascota puede hacer el amor. Y digo hacer el amor porque, a pesar de los tacones de aguja, las nalgadas salvajes y el placer de la asfixia antes del orgasmo, nuestros encuentros carnales estaban forrados con una luz líquida y dorada que nos hacía sentir más felices que príncipes daneses o campeones mundiales de ajedrez. Cuando la rehabilitación hubo terminado, siguieron otros catorce meses en los que nos fuimos alejando. Ella se embarcó en un crucero en órbita con tres chicos que yo odiaba porque estaban enamorados de ella. Yo me sumergí bajo los dedos de una diosa binaria que ofrecía impúdicos y narcóticos juegos de video. Ella me exigió que le pagara sus cuentas de pedicuras y bolsas Louis Vuitton que compraba cada semana para guardar el papel higiénico y las rocas que lanzaba a los pericos australianos del vecino. Yo perdí la mano izquierda intentando ganar un concurso de abridores de latas de cocacola, y el costo de la mano biónica que la reemplazó me impidió cubrir las deudas que ella contrajo en el hipódromo apostándole a “caballo-lleno-de-drogas”. Al final, ella me apuñaló varias veces mientras yo reía como un trozo de carne grasosa achicharrándose al fuego. Y luego vino un vacío similar al espacio entre las galaxias, que se alejan la una de la otra como si de eso dependiera su existencia.>
            Pero ahí estaba, sentada sobre la barda de piedra, sorbiendo un jugo de fruta azul y mirándome con burla. Monté en cólera, estaba seguro que ella sabía que yo acudiría a esa fiesta y había ido para pavonearse frente a mí. Fue tanto mi enojo que mi ropa, húmeda de rocío y aguanieve, se secó al instante entre nubes de vapor. La saludé con educado besito en la mejilla. Luego comenzamos a pelearnos. Ella reclamaba lo suave de mi carne y lo fácil que era hundir el cuchillo en ella. Yo la acusaba a gritos de que sin duda se había acostado con el afilador. Ella vociferó algo sobre mi abandono y que no me hubiese opuesto a su viaje en órbita, donde los tres chicos que la adoraban la obligaron a comer platillos franceses y mirar las mejores películas de arte venidas de Finlandia, algo que ella no podía soportar. Yo la acusé de robar mis gustos musicales y dejarme únicamente con Calexico y Belle and Sebastian, a los que ya no soportaba escuchar un día más. La discusión subía de tono, y con el tono (trompetas o cornos ingleses de fondo) la fría brillantez de nuestras palabras. Sin inmutarse, como si le ordenara al cajero de aurrerá que le vendiera marihuana, me lanzó una estocada trapera: “no luchaste por mí, pussy”. Eché mano a mi arsenal secreto, el que guardo junto a los discos de jazz fusión, y le reclamé su gusto por el oro y las miradas suplicantes de los osos polares. Estábamos a un tris de reconciliarnos. En ese momento metió la mano a la abierta cremallera de mi pantalón y comenzó a masturbarme. No permití que eso me distrajera y continué lanzando dardos, adjetivos y espumarajos. Ella hacía lo propio mientras su mano trabajaba. Se detuvo de pronto. Descubrí por qué: la mitad de los asistentes a la fiesta habían formado un corrillo alrededor nuestro; dándose codazos y guiñándose los ojos comentaban entre sí sobre nuestra discusión y el tamaño de mi pene. No sentí vergüenza, sino alivio. Cuando volteé, ella ya no estaba ahí.
            Vagué por el jardín hasta toparla de nuevo. Era obvio que me estaba esperando. La besé. Su boca sabía a océano, a estalagmita, a dulce de regaliz. Le quité la ropa. Sus senos eran firmes y suaves como pan en el horno. Comenzamos a hacerlo sobre el pasto, pero no tardamos en ser interrumpidos por invitados borrachos que nos grababan con sus celulares y apostaban sobre en cuánto tiempo me vendría. Ella salió corriendo, yo aventé mis pantalones a la alberca y caminé por ahí con mi pene enhiesto canturreando una canción en japonés hasta que los curiosos se dispersaron. Entré a la mansión. Me dio frío, así que arranqué unas cortinas rojas y pesadas y fabriqué un nuevo pantalón con la facilidad con que se hace un avión de papel. Caminé por pasillos adornados con armaduras y esqueletos de celecantos. Pasé frente a reproducciones fieles de árboles tropicales y elefantes bebés. Atravesé habitaciones donde guardaban las camas de Juárez y Maximiliano, de Paul y Yoko, de Hércules y Dalila. Llegué a un baño, minúsculo como los que suelen ubicar bajo las escaleras, y ahí estaba ella, sentada sobre el retrete; tenía los pantalones y calzones bajados hasta las rodillas y se masturbaba haciendo ligeros gestos. Me miró como se mira a un compañero de la lejana infancia a quien no se desea reconocer. Sacó su dedo de la entrepierna y me lo ofreció. Lo chupé.
Agrio sabor del amor.

1 comentario:

Pipicacamoco.